Homilía en la Eucaristía en la S.I Catedral, celebrada en la Jornada de la Sagrada Familia.
Fecha: 29/12/2019
Queridísima Iglesia del Señor (porción de la Iglesia del Señor reunida aquí hoy para celebrar el Misterio de la Navidad, porque seguimos celebrando la Navidad en la Solemnidad de la Sagrada Familia), Esposa amada de Jesucristo, que es la Iglesia de Dios;
queridos sacerdotes
concelebrantes, D. Manuel y D. Miguel Ángel;
queridos hermanos y
amigos (saludo especialmente a los que venís de fuera, a los que estáis de
visita estos días en Granada):
Os decía hace un
momento que estábamos celebrando la Navidad, claro que sí, porque la Navidad, al
igual que la Pascua, y antes también, se llamaba Pascua a la Navidad; de hecho,
antes nos felicitábamos “¡felices Pascuas!”, todavía con frecuencia. Y ese “Felices
Pascuas” viene del hebreo y son dos momentos fuertes del paso del Señor por
nuestra historia y por nuestras vidas. La Navidad es un momento fuerte de ese
paso, porque celebramos que Dios no ha desdeñado la miseria y la pobreza de
nuestra humanidad, sino que ha querido compartir nuestro camino de hombres,
hacerse uno con nosotros. Eso es lo que proclamamos cuando hablamos de la
Encarnación, lo que proclamamos cuando celebramos la Navidad, lo que es el
núcleo duro de nuestra vida cristiana. Y la Sagrada Familia forma parte de ese
núcleo duro, igual que lo forma el martirio de San Esteban, el Evangelio de San
Juan y la muerte de los Inocentes, que son las tres cosas que hemos celebrado
entre la Navidad y hoy.
Quien ha conocido a
Jesucristo sabe que Su Gracia vale más que la vida. Quien ha meditado el
Evangelio de San Juan sabe que Dios es Amor y es Luz, y luz para nuestras
vidas, para nuestro destino, para nuestra existencia, y quien a celebrado los
Inocentes sabe que en la historia sólo hay un inocente, sólo hay un santo, que
es Dios, y que aquellos niños que no conocían a Jesús, que probablemente
hubiesen destruido a la Sagrada Familia si hubiesen sabido por qué morían sus
hijos, sin embargo son venerados por la Iglesia como mártires. Se hace ahí
verdad un dicho que san Juan Pablo II solía repetir muchas veces “que Cristo,
el Hijo de Dios, por su Encarnación se ha unido en cierto modo a todo hombre”.
Como todo hombre es víctima al menos del pecado y de la muerte, ciertamente no
hay sufrimiento humano, no hay dolor humano, no hay herida humana que el Señor
no considere como suya desde la Encarnación; que no sea realmente suya, desde
la Encarnación.
Nosotros tenemos la
gracia inmensa, y sin haberla merecido, de ser conscientes de ello, pero es
cierto que Jesús de alguna manera se ha unido a todo hombre, y la vida de todo
hombre y el dolor y la muerte de todo hombre forma parte hoy de la Pasión de
Cristo, en la que la frase fundamental es “Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen”. Por eso los sacerdotes levantamos las manos al orar, es para
interponer las llagas de Cristo entre Dios y nuestra pobre humanidad, ésa es la
razón profunda de ese gesto que la Iglesia mantiene desde los primeros siglos.
Si el Hijo de Dios se
ha hecho verdaderamente hombre, tenía que nacer en una familia. Por eso digo
que la fiesta de la Sagrada Familia es parte esencial de la Navidad. Cuando la
Iglesia, allá por el a
Nosotros no podemos
separar el cuerpo de nuestra alma. No podemos asignar el alma al cerebro, al
brazo, a las vértebras o a la médula. No. Si me duele un dedo y ese dolor es
muy fuerte, no puedo estudiar. Alma y cuerpo están entrelazados y unidos de una
manera total. Ese entrelazamiento es el que existe, es muy parecido al que
existe entre lo divino y lo humano en Jesús.
La familia es el lugar,
yo creo que es el invento más grande de Dios. Cuando Dios crea al hombre y a la
mujer los crea pensando en que los hombres, hombres y mujeres, pudiéramos
comprender cómo Jesús, cómo el Hijo de Dios nos iba a ama y se iba a unir a
nosotros. “Abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer
y serán los dos una sola carne”. Eso está dicho, en primer lugar, de Cristo y
de la Iglesia, y del segundo Adán y de la segunda Eva, que es la Iglesia. Por
eso, yo digo siempre “Esposa amadísima de Jesucristo” cuando me refiero a la asamblea
cristiana, porque lo es, porque los sois, porque lo somos. En nuestra comunión,
somos la Esposa de Cristo. Pero Dios ha inventado el matrimonio y la familia
para que le entendiéramos algo a Él, y es el invento más precioso de Dios. El
amor más bello que existe es el amor de los esposos y de los padres a los
hijos. Mi madre, que era una mujer muy sencilla, campesina, solía decir que
tenía mucha gracia, que Dios había puesto un mandamiento a los hijos de honrar
a los padres, pero no había puesto un mandamiento a los padres de honrar a los
hijos, porque no hacía falta -decía ella-, porque los padres normalmente, en un
clima razonablemente sano, entregan su vida por el bien de sus hijos; los aman.
Dios mío, que podamos
comprender que la clave de nuestra vida es Jesucristo, que Jesucristo es la
clave de lo humano y que su nacer en una familia es la clave de una vida
familiar. Que la familia no es una cosa secular, natural, mundana que hay que
resolver con técnicos cuando hay un conflicto. La familia es un misterio en el
que, si uno profundiza un poco, se termina encontrando con el Misterio de Dios,
que es luz que ilumina nuestras vidas en el Nacimiento del Hijo de Dios, en la Familia
de Nazaret.
PidámosLe al Señor que
toda la belleza que hay en esa familia en la que Dios es el centro se refleje
en la medida de nuestras fuerzas, de las capacidades de cada uno, de la
historia de cada uno, pueda reflejarse en nosotros, sin confusión, pero sin
división. La Tradición de la Iglesia dice también que el alma de la Iglesia es
el Espíritu Santo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, y
vive en mí porque me ha comunicado su Espíritu de Hijo de Dios. Lo divino está
en nosotros. La Iglesia es una realidad divina y humana. Su humanidad nos
aparece todos los días, porque somos conscientes de nuestros defectos, y vemos
los defectos de los demás, generalmente mucho mejor que los nuestros, y vemos
los defectos de la Iglesia, generalmente mucho más que los nuestros. Todos
tenemos defectos. Pero es divina y humana porque en nosotros no deja de estar,
en nuestra comunión, presente jamás el Espíritu de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Cuando comulguéis hoy, recibís a Cristo, misteriosamente, y recibís a Cristo
para que recibáis su Espíritu, y se hace uno con vosotros de una manera más
incluso que lo del alma, porque es como el alimento que se disuelve en nuestro
cuerpo. Lo divino está en nosotros, y vais a la cocina, vais a ver un partido
de fútbol o a celebrar un cumpleaños y es Cristo quien va a ver el partido de
fútbol con vosotros o quien va a bailar en ese cumpleaños, o quien va a estar
con vosotros estéis donde estéis. Qué poca conciencia tenemos los cristianos de
que estamos hechos a imagen del Hijo de Dios y que, por lo tanto, hay una
realidad divina en nosotros. Somos el Cuerpo de Cristo, somos la humanidad de
Cristo y nuestras familias son el signo de la comunión que hay en Dios.
Hay un proverbio
medieval que dice que “cuando lo que es mejor se corrompe, se convierte en lo
peor”. Os acabo de decir que la familia es la creación más exquisita de Dios.
El amor de los esposos es la creación más exquisita de Dios; la fecundidad de
ese amor en los hijos es la Creación más exquisita de Dios. Pensando en lo que
tendría que ser la Iglesia, pensando en el Misterio de Dios que se hace carne y
humanidad en la Encarnación del Hijo de Dios; pero cuando lo mejor se corrompe,
se convierte en lo peor. Pasa lo mismo: el sacerdote es un don precioso que
Dios ha hecho a su Iglesia, pero un sacerdote corrompido es lo peor, porque es
un escándalo, porque hace daño, porque hace daño al Cuerpo de Cristo. Por eso,
cuando os pedimos que pidáis por vuestros sacerdotes os lo pedimos por vuestro
bien, porque necesitáis la presencia de sacerdotes que puedan ser signo del
amor de Cristo. ¿Por qué quiero decir esto? Porque en un mundo tan alejado de
Dios como el nuestro, que a veces nos contagia; cuando la familia deja de ser
signo del amor de Dios se convierte en idolatría (la idolatría más terrible es
muchas veces la idolatría de la familia. De hecho, el Señor habla muchas más
veces de la idolatría posible de la familia que de lo maravillosa que es la
familia. Vais a encontrar en el Evangelio muy poquitas cosas románticas y
bucólicas sobre lo que es la familia, y si embargo sí que encontraréis “el que
ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí”, “el que ama a su
hijo o a su hija más que a mí –y ahí es donde se pone más de manifiesto la
idolatría– no es digno de mí”). Sólo cuando Dios es el centro de nuestras
vidas, entonces la familia adquiere su grandeza y su belleza verdaderas.
No me detengo en ello
porque eso necesitaría un año entero de catequesis, y de diálogo y de discusión
con vosotros, pero pensad que lo más bello que es el amor esponsal y la
familia, si se corrompen, se convierte en idolatría. Lo malo de los ídolos es
que nos devoran a nosotros y uno termina odiando aquello que había empezado
idolatrando. Se genera el resentimiento y ese mecanismo de idolatría y de resentimiento
destruye a las familias y vemos las ruinas de ellas a nuestro alrededor.
Dios mío, que Tú seas
el centro de nuestras vidas, para que nuestras familias puedan resplandecer de
la belleza y de la cruz de Tu amor, pero de la cruz y de la belleza infinita de
Tu amor. Que así sea para todas nuestras familias y las de nuestros seres
queridos. Ojalá sea así para toda la Iglesia de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de diciembre de 2019
S.I Catedral de Granada