Homilía de D. Javier Martínez en la Eucaristía de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en la S.I Catedral, el 1 de enero de 2020.
Fecha: 01/01/2020
Queridísima Iglesia del Señor (porción del Santo Pueblo de Dios, reunido aquí para terminar nuestra celebración de la Navidad, la Octava de la Navidad), Esposa Amada de Jesucristo:
queridos hermanos y
amigos todos:
Feliz año. (…) os
saludo, a quienes seáis, sin conocerlos, pues unidos en la Comunión de los
Santos y en el amor de Jesucristo, todos formamos una sola familia.
Os decía, ¡feliz año!
Es un deseo bueno que uno puede tener para con todas las personas, sean quienes
sean, conocidos o amigos, amigos u enemigos. Un cristiano desea bien a todos y
una ocasión de desear bien es el comienzo de un nuevo periodo en nuestra vida.
Sin embargo, yo quisiera haceros caer en la cuenta de algo muy obvio: que sólo
cuando tenemos la fe en Jesucristo uno puede celebrar el paso del tiempo. Porque
el paso del tiempo no es algo que, si lo pensamos, podemos celebrar. Al revés,
si no tenemos la certeza de que nuestra vida es la vida eterna, celebrar el
paso del tiempo es algo irracional. Porque, ¿qué celebro, el año que se ha ido?
No lo celebro, no se va a volver a repetir. ¿Ha sido bueno? Pues, más dolor
todavía, porque si ha sido bueno, es que no puedo retenerlo, no puedo retener
el bien que ha habido en el pasado. ¿Celebro el año que empieza? Tengo uno
menos para vivir, cada año que pasa tengo uno menos por delante. Entonces, ¿qué
celebramos? Fuera de la fe en la vida eterna, la celebración del paso del
tiempo es una celebración irracional. Sencillamente. Tal vez necesitamos
justamente meter ruido y celebrar, para olvidarnos precisamente de que el
tiempo pasa y de que el tiempo es inexorable en su paso. Pero, para nosotros.
el paso del tiempo no es un mal. Para nosotros, el tiempo -yo diría- es la
expresión de la paciencia educativa de Dios; del don que el Señor nos hace para
aprender a lo único que tenemos que aprender seriamente en la vida y lo único
que es verdaderamente importante en la vida que es aprender a querernos, aprender
a querer mejor, aprender a querer más, aprender a querer a más; de una manera
más parecida a como Dios quiere, que hace salir el sol sobre justos y
pecadores, llover sobre buenos y malos, que ama a todos los seres humanos sin
distinción. Para eso es la vida, para eso es nuestro tiempo, para eso es el año
que el Señor nos da, para eso es cada día que empieza y, entonces, sí que tiene
sentido celebrar el paso del tiempo.
A mí a veces me dicen “que
viva usted muchos años” o “que Dios le conserve muchos años”. Y digo “mira, por
la Misericordia de Dios, sólo por la Misericordia de Dios, espero no perderme
ni uno; los que Dios quiera aquí en la tierra y luego tengo la vida eterna para
seguir aprendiendo a conocer a Dios, para seguir conociendo la Belleza de Su Rostro,
a darLe gracias por la infinitud graciosa, inmerecida de la Creación y de la
Redención de Su Amor”.
¡Qué preciosa la
bendición que se hacía en el Pueblo de Israel!: “Que el Señor tenga piedad y
nos bendiga”, “que el Señor nos conceda la paz”, “que el Señor tenga piedad de
nosotros, ilumine Su Rostro sobre nosotros”. Lo ha iluminado en la Navidad. Eso
es lo que celebramos. (…) La Encarnación de Dios es algo tan sobrecogedor, tan
grande, tan inmenso, tan bello y tan inesperado, tan inefable, tan por encima
de nuestras palabras, que realmente no basta un día para celebrarlo; no basta
la vida entera. La vida entera es demasiado corta, para darnos cuenta de lo que
eso significa y nuestras palabras serán siempre raquíticas, ridículas,
infinitamente alejadas de la inmensidad de lo que sucede en la Encarnación y en
el Nacimiento del Hijo de Dios, y sin embargo, cuánta gratitud.
El agua y el aceite no
se mezcla. Podemos imaginarnos el espíritu y la carne, tampoco se mezclan.
Pueden estar muy unidos, están muy unidos en nosotros… Nuestros pensamientos,
nuestra memoria, nuestra voluntad. No es algo material, ¿no? Y lo podemos
distinguir, pero no se mezcla con nuestro cuerpo. Esas distancias son ridículas
comparadas con la distancia entre Dios y nosotros. La palabra infinito resulta
casi banal para describirlo, para decir: entre el Dios infinito y el universo
entero. Y ese Dios infinito ha querido morar en el seno de una mujer, y uno
piensa, como decían los Padres de la Iglesia, “Dios mío, si ardía la cumbre del
Sinaí cuando Te aproximaste a él, ¿cómo no ardían las entrañas de la Virgen?,
¿cómo es posible que una hija de Eva, que una mujer haya podido llevarte en tu
seno?”. Cuando Tú estabas gobernando el universo, gobernando las estrellas, criando
a los niños en el seno de todas las mujeres, y, sin embargo, Tú estabas
encerrado en el seno de una. ¿Cómo es posible que un ser humano, una mujer,
pudiera darte de mamar, enseñarte a andar, enseñarte a comer… a Ti, que eres el
maestro de todos? ¿Cómo es posible que José pudiera cogerte en sus brazos y
tenerte en sus rodillas, si Tú eres el Señor de todo? ¿Cómo alguien ha podido
enseñarte a hablar, Tú, que reúnes en Ti todas las lenguas? Es sobrecogedor. Es
muy sencillo decir: “La Virgen, Madre de Dios”. Fue el primer título que los
cristianos dieron a la Virgen, fue la primera fiesta de la Virgen, justamente ésta.
En Jerusalén, la primera Basílica que se construyó fue la Basílica de la
Virgen, Madre de Dios, de la que hoy no quedan mas que ruinas, pero sabemos que
fue la primera fiesta de la Virgen.
“La Virgen Madre de
Dios”. Es sobrecogedor. Y sólo porque Dios ha querido empequeñecerse y reducirse,
por así decir, a nuestra medida, para hacerse compañero nuestro. Porque,
dejadme recordar una vez más, que el destino de la Virgen es el destino de la
Iglesia y que si la Virgen es Madre de Dios, si la Virgen le ofrece al mundo
–hay iconos antiguos muy bellos donde la Virgen está precisamente ofreciendo a
Jesús a los visitantes, a los que vienen al establo, a verle; incluso hay un
texto en el que le dice la Virgen a Jesús “Hijo mío, eres un descarado, porque
te tiras a todo el que viene y no distingues si son ricos o pobres, si son
justos o pecadores, te tiras a por todos; es que eres un desvergonzado…”-, pues
esto, Tu Amor por los hombres. Este es el amor tuyo por los hombres.
La Virgen, la Madre,
que es la Iglesia, también es madre de Jesucristo, también engendra a
Jesucristo y comunica a Jesucristo a los hombres. Esa es nuestra vocación. Se
nos ha olvidado casi recordar que la Iglesia es la prolongación de la Virgen en
la Historia. Que la Virgen recibe a Cristo. Cuando comulgamos recibimos a
Cristo en nuestro ser, misteriosamente. Pero no más misteriosamente que la
Virgen. Anda que no fue misterioso el nacimiento de Jesús, Dios mío. Y lo
recibimos, no simplemente o no principalmente, y desde luego no sobre todo para
que nosotros disfrutemos. Claro que hay que disfrutar que esté el Señor con
nosotros. Claro que hay que disfrutar que Él sea el Emmanuel, el Dios con nosotros,
pero, como la Virgen, se trata de comunicar este Cristo al mundo; se trata de
ofrecer este Cristo al mundo, y no mediante sermones como estoy haciendo yo
ahora, sino como Jesús: tirándose hacia los hombres, acercándose hacia los
hombres, abriendo los brazos a los hombres, mirando con una mirada de amor que
es un reflejo de la mirada con la que nosotros somos mirados por Dios. Hemos
sido mirados con un amor tan grande que ha saltado la distancia infinita hasta
nuestra pobre humanidad.
Que ese amor nos
contagie. Que ese Amor del Señor nos contagie y podamos, deseemos, ardamos en
deseo de comunicar a los hombres el don precioso que hemos recibido, que es la
Divinidad. No se mezclan el agua y el aceite, pero Dios ha querido mezclarse
con nosotros, unirse a nosotros, siendo una distancia infinita. Unirse a
nosotros, para que los hombres puedan reconocer en nosotros un reflejo, como se
ve el sol en el agua, de Su Gloria inefable, de Su Amor sin límites.
Que así sea, para cada
uno de nosotros, en este año, en todos los años que el Señor quiera darnos en
esta vida y en toda la eternidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada