Homilía en la Eucaristía en la Santa Misa del II Domingo de Navidad, en la S.I Catedral.
Fecha: 05/01/2020
Queridísima Iglesia del Señor, porción pequeña de esa
Iglesia que nos hemos reunido aquí para celebrar el II Domingo dentro del tiempo
de Navidad;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos amigos, todos, incluso aquellos que, no siendo
católicos, no siendo cristianos, os sumáis a esta Catedral o queréis participar
y vivir a la medida de la Gracia de Dios también con nosotros esta Eucaristía,
esta Misa:
Esta mañana, me comentaba alguien que estamos ya empachados
de fiestas. Y pensaba yo en mis adentros: en un sentido tiene razón. Y a lo
mejor nos ayuda el comprender en qué sentido. Los economistas hablan de una
cosa que suena muy abstracta, muy técnica, que se llama la “revolución marginalista”.
La “revolución marginalista” se entiende perfectamente si la aplicamos a los
polvorones: si uno se come un polvorón, puede ser que le guste mucho, y se puede
comer dos, tres… Si uno se come hasta tres, puede ser que le gusten los tres
polvorones mucho, pero a lo mejor si se come cuatro, a lo mejor ese cuarto le
gusta pero al cabo de un rato tiene mal cuerpo en el estómago y empieza a caer
en la cuenta de que se ha pasado de polvorones. Y si se toma 6 o 7 el dolor de
estómago llega sin necesidad de levantarse de la mesa, está tan empachado que,
efectivamente, puede incluso uno terminar aborreciéndolos, los polvorones. Las
empresas, sobre todo las grandes empresas entienden esa revolución muy bien, y
por ejemplo, una gran parte de los anuncios utilizan eso, y cuando anuncian,
anuncian que “de este modelo de coche que acaba de salir hay muy pocos, sólo
quedan 300”. Y diciendo que son pocos la gente se mueve más para comprar que si
se piensa que hay sin límite, sin necesidad de poner límites. Pasa con los
móviles. Sale un nuevo modelo de móvil y la gente hace cola, porque se agotan,
porque se acaban. Eso es la utilización que el marketing y la publicidad hacen
de lo que se llama la revolución marginalista: hay un margen de placer, de
gozo. Los montañeros, me decía a mí un sacerdote que era un gran montañero en
su juventud, cuando conquistan un pico no resisten más de un cuarto de hora en
la cumbre del pico. El gozo es tan intenso que necesitan bajar aunque sean 10
metros o 15 metros a una explanada cerquita a lo mejor del pico, y ya allí
descansan, toman algo. Pero la emoción tan intensa de estar el pico tiene
también un límite, porque somos criaturas, tenemos un límite. Y ese límite lo
hay sobre todo en las cosas materiales. Quienes hayáis visto la película
“Ciudadano Kane”, aquel hombre que se pasó la vida comprando cosas y objetos de
arte tenía al final un palacio lleno de objetos, la lección de esa película,
magnífica de Orson Welles (una de las mejores de la historia del cine), es
precisamente un pasaje del Evangelio: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo
entero si malogra su vida”. Había malogrado por dos veces su matrimonio, había
malogrado sus amistades, estaba completamente solo. Tenía el mundo entero, pero
había malogrado su vida.
Las cosas materiales no son capaces de responder, tampoco
ciertas cosas espirituales, también ahí tenemos un límite. El límite es más
amplio, más extenso: nos dejamos chantajear un poco más; con más frecuencia somos
cómplices de ese chantaje, ¿no? Afectos que no son del todo verdaderos, que son
ambiguos… Y también llega un momento que nos terminan… cuando percibimos que no
es aquello. Sólo hay un amor verdadero cuando se da, y cuando se da ese amor
verdadero nunca es asfixiante. Cuando yo tengo la ocasión de hablar a
adolescentes o a jóvenes les digo “una amistad buena nunca es una amistad que
te oprime, que te usa, que te manipula de algún modo, que te bloquea, que te aísla
de tu mundo, de tu familia, de tus deberes, de tu trabajo”. Ese es uno de los
primeros signos. Vale para un noviazgo exactamente igual. Un noviazgo bueno no
achucha a la persona de tal manera que te hace romper con tus padres, te mete
como en una burbuja. Ese es alguien que se adueña de ti y puede parecer muy
grande ese tipo de amor pero nunca es un amor verdadero.
Un amor verdadero -es una reflexión que un cristiano puede
hacer- es tanto más verdadero cuanto más se parezca al amor de Dios. Y el amor
de Dios nos deja ser; nos deja ser lo que somos, nos deja equivocarnos, nos
deja tropezar y llenarnos de barro. Tiene tal confianza en el triunfo de Su
amor que no teme a nuestra libertad. Cuando el amor teme la libertad del niño
que está creciendo, en su adolescencia, o teme que la otra persona si no estoy
muy encima no me sea fiel, no es un amor verdadero, es un amor posesivo. Aunque
tenga mucho de verdadero, a lo mejor. Sin embargo, donde la revolución
marginalista no puede usarse es en el amor. Imaginad una pareja de novios que
se quieren bien o unos esposos que se quieren bien, que están aprendiendo a
quererse y saben que les queda mucho camino por hacer, pero que están
dispuestos a hacer ese camino, a ir aprendiendo de su propia experiencia con la
ayuda de Dios y con la ayudad de la Gracia, un amor así no cansa. La belleza
del arte es casi lo más parecido, pero también hay un momento… De niño me
llevaban a ver el Museo del Prado y había que ver mucho, todavía existen
exposiciones que son enciclopedias, y yo decía, pero si yo prefiero un cuarto de
hora de una exposición donde puedo gozar de una obra de arte y puedo llevarme
ese buen sabor de boca, que ver mil quinientas, o setecientas, o trescientas
obras de arte y voy saturado de obras de arte y, al final, sólo me quedan las
fotos (si es que me han dejado hacer fotos en la exposición). Pero no me quedan
más que las fotos porque no has podido realmente percibir, gozar, alimentarte
de aquella belleza, tratar de comprenderla, de comprender sus matices, de gustarla,
de digerirla. Y efectivamente, eso te empacha. Si hoy es martes y esto es
Bélgica, pues uno ha recorrido 10 museos en 3 días y está empachado. El arte
verdadero, si tuviéramos la paciencia de gustarlo, no nos empacharía. El arte
como objeto de consumo, ansioso, igual que consumimos los iPhones o los coches,
nos empacha. El amor verdadero no empacha si uno tiene la paciencia de saber
que ese amor verdadero hay que cuidarlo, recibirlo como un don, acogerlo. Y el
que no empacha nunca es el amor de Dios. Nosotros tenemos la vida llena de
cosas que empachan, y como tenemos la vida tan llena en estos días de cosas que
empachan, podemos vivirlas de una manera empachada. Y luego, como hay tantas
cosas que no son verdaderas del todo: a lo mejor se reúne la familia, hay un
montón de tensiones en la familia, pero en la comida o en la cena hacemos todos
como si no las hubiera, tratamos de establecer una cierta mentira... Y uno
dice, “menos mal que acabó la cena, o menos mal que ha pasado este día. Y ha
pasado bien, no nos hemos tirado los trastos nadie”.
Tenemos mucha necesidad de Dios. De Dios es de lo que más
tenemos necesidad, justo porque es el único que no empacha. Pueden empachar
hasta las celebraciones de la Iglesia y las celebraciones litúrgicas, claro que
sí. Porque no cambia nada en nuestras vidas. No las percibimos como un
acontecimiento en nuestra historia que efectivamente mueva nuestro corazón y
cambie nuestro modo de vivir. Entramos de una manera y salimos igual que hemos
entrado. Los cantos ya nos lo sabemos, o no nos lo sabemos pero seguimos
pensando en lo difícil que va a ser la cena de esta noche. Empacha la
televisión, y las series una detrás de otra, eso empacha muchísimo, indigesta….
Pero de Dios tenemos necesidad, sólo que estamos tan empachados de todo que no
le queda hueco, no le queda sitio. Y a veces, cuando venimos a la Iglesia
venimos buscando a Dios, y hasta nuestras palabras son palabras que repetimos y
repetimos y no producen nada. La Navidad sucede en cada Eucaristía. Pero yo
digo, qué mal lo tengo que celebrar porque la gente viene como se viene a misa:
se viene, se comulga, se pide para que la cena de esta noche salga bien, o para
que este problema que hay se resuelva… Pero seguimos viendo a Dios lejos,
queriendo atraerlo para que resuelva nuestros intereses, como si fuera también
Dios un bien de consumo. Y concebido así, también Dios resulta empachoso, muy
empachoso.
Nos concede el Señor estos 15 días, y cuando la Navidad cae
en medio de la semana entonces son los domingos y los días de semana. Pero a mí
me parece que son una ocasión tan maravillosa de dejarle al Señor que se
acerque a nosotros, que se acerque a nuestra vida, que toque con Su Misericordia
y con Su Amor nuestra pobreza, que cure nuestras heridas, que ensanche nuestro
corazón a la dimensión del mundo entero, que verdaderamente podamos ser hombres
nuevos. Que el mundo los necesita, y que nosotros necesitamos a Dios, si
estamos saturados de todo. Pero tenemos una necesidad enorme de Dios, hay que
abrirle un poquito de hueco. A Dios le basta un resquicio. No voy a detenerme
en una anécdota de una novela de alguien que estaba confesando a alguien que no
estaba arrepentido de sus pecados y se estaba muriendo, era un marinero y no
estaba arrepentido. “¿Te arrepientes?”, le decía el sacerdote, la primera confesión
que hacía ese sacerdote. “¿Te arrepientes?”. “Que no, que no me arrepiento, que
no”. Y el sacerdote no sabía… El hombre se le iba de esta vida. Y llega un
momento en que le pregunta “¿te arrepientes de no estar arrepentido?”. Y le
responde, “Ah, eso sí, padre”. “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del
Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo”.
A Dios le basta el más pequeño resquicio que le dejemos para
acogernos, abrazarnos, levantar nuestra vida. Dejemos que la levante, dejemos
que Su amor entre por ese ventano mínimo que a lo mejor tenemos abierto. Porque
necesitamos ese amor para vivir. Y para poder comunicar vida alrededor nuestro.
Y la Eucaristía, yo sé que en la Catedral es muy difícil
sentirnos una comunidad. Ser cristianos no es cumplir con unas obligaciones,
venir a misa donde no conocemos a casi nadie. Es pertenecer a un pueblo. Y en
ese pueblo ese amor de Dios que entra por un resquicio, se ensancha, cuida, va
penetrando las cavernas de nuestro corazón, va educándonos hasta que somos
capaces de vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios y se produce el Admirable
intercambio que ha sucedido en la Encarnación, que sucede en cada Eucaristía, y
que nos da la certeza, la esperanza que no defrauda de participar de la Gloria y
de la herencia de la vida divina. Eso seguramente muchos de vosotros lo
viviréis en otros lugares, en la Catedral es muy difícil. Pero yo quiero por lo
menos que lo oigáis, y sé que soy muy malo a la hora de expresarlo. Pero Dios mío,
abrir ese resquicio, dejarle a Dios entrar en vuestra vida. Y que sea Dios; que
no sean vuestras necesidades e intereses.
AdoradLe, aunque sea por un momento. Y le dejamos cambiar
nuestra vida. Y cambia, no para estrecharla, no para encogerla, no para
oprimirnos como esos malos amores o esos amores posesivos de los que tenemos
todos tanta experiencia, sino justamente para oxigenar nuestro corazón,
dejarnos respirar, vivir al aire libre, vivir en la gloriosa libertad de los hijos
de Dios. Expresarnos con libertad y con gusto por la vida.
Cristo ha venido para que podamos vivir la vida con gusto, no para empacharnos, ni que las cosas nos empachen, por la sencilla razón de que sabemos dónde está nuestra plenitud y nuestra felicidad y nada tiene que producirnos esa ansiedad que nos producen las cosas cuando buscamos en ellas lo que sólo Dios puede darnos. Y yo creo que todos me entendéis perfectamente. Que el Señor nos ayude a todos y que haga florecer y fructificar todas nuestras vidas. En primer lugar, para alegría nuestra, y en segundo lugar, para la vida de este mundo a oscuras.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada