Homilía en la Santa Misa de Ordenación de dos nuevos sacerdotes para la Diócesis de Granada: Rubén Ávila y Juan de Dios Prieto, que tuvo lugar el 4 de enero, en la S.I Catedral.
Fecha: 04/01/2020
Qué breve, qué sencilla y qué honda
es la antífona que acabamos todos de cantar. Y cómo resume, de una manera tan
humana, sencillamente, el sentimiento, y más que el sentimiento, la conciencia
que en estos momentos nos llena a todos por la ordenación sacerdotal de Rubén y
de Juande.
Dios mío, estamos todavía en el
tiempo de la Navidad. Acabamos de cantar también en esta misma Eucaristía el
canto de los ángeles la noche de Navidad: “Gloria a Dios en el cielo y en la
tierra paz a los hombres”. El motivo es que el Hijo de Dios se ha hecho hombre;
que la Palabra de Dios ha tomado carne y ha compartido, ha venido a compartir nuestra
existencia humana, nuestras ansiedades, nuestras inquietudes, como no se cansa
de repetir la liturgia en el Oficio de las Horas de la Navidad. “Semejante en
todo a nosotros menos en el pecado”. Todo lo propio de nuestra naturaleza menos
el pecado. Sólo el pecado, porque las consecuencias del pecado las ha vivido
también Él. Desde el primer momento, al nacer llorando como nacen los niños, en
nuestro mundo, hasta el último, cuando dijo “Padre, en Tus manos encomiendo mi
espíritu”, en Tus manos encomiendo mi vida. Y ese espíritu nos lo ha entregado
a nosotros. Y si la Navidad, la Encarnación, el Misterio de la Encarnación, el Misterio
grande que ha acercado a nosotros la Gracia y la Bondad de Dios, es el
principio de la Buena Noticia, el principio del Evangelio, el comienzo de todo
al que hay que volver siempre una y otra vez, las últimas palabras del
Evangelio son que esa misma Gracia y ese mismo Amor nos hace una promesa: “Yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. A pesar de nuestros
pecados, a pesar de nuestras mezquindades, de nuestros límites, de nuestras
torpezas, a pesar de nuestras pequeñeces, Tú cumples, Señor, Tu promesa. Y Tu Palabra
permanece en medio de nosotros.
Qué bello que el Santo Padre haya
querido que haya un domingo al año, justo donde comienza la vida pública de
Jesús, donde comienza su predicación del Evangelio, que lo dediquemos a la
Palabra de Dios. Eso lo hemos expresado en la Eucaristía de hoy y llevamos un
poquito de tiempo haciéndolo en la Catedral, el Libro de los Evangelios nos
preside, está sobre nuestro altar cuando entramos, lo saludamos con veneración
y bendecimos al pueblo con la Palabra de Dios, porque la Palabra se ha hecho
carne, para decirnos, en un lenguaje humano, que nosotros pudiéramos entender,
el amor infinito que Dios nos tiene a cada uno y que no se deja vencer por
ninguno de nuestros males, ni por ninguno de nuestros límites. “Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Se ha quedado el Señor en Su
Palabra, se ha quedado el Señor en Sus Sacramentos.
En el Bautismo, Cristo se une a
nosotros de manera que somos hijos de Dios y podemos, ya desde ese momento,
vivir en la libertad. Ni la muerte ni nada tiene poder de arrancarnos de la
herencia que el Señor nos ha conquistado al precio de Su Sangre, que es el
Reino de los Cielos, que es nuestro hogar, nuestra casa, el Cielo, donde
pertenecemos verdaderamente, no a este mundo, no a este mundo sino al cielo. Y
sobre todo, se ha quedado en el Sacramento del Perdón de los pecados, que nos
devuelve la paz. Y en la Eucaristía, que es como una renovación permanente del
Bautismo la que el Señor una y otra vez se une con nosotros y se hace uno con
nosotros. El pan consagrado se disuelve en nuestra sangre, en nuestra carne, en
nuestras venas, se hace parte de nosotros mismos. Y sin embargo, como el que
está en ese pan es más grande que nosotros somos nosotros los que nos
incorporamos a Él. Y vivimos, podemos vivir, se nos da la posibilidad de vivir…
otra cosa es que no seamos muy conscientes de nada de esto y que lo vivamos de
manera muy pobre, muy inadecuada. Pero somos hechos miembros de Su Cuerpo,
somos miembros del Cuerpo de Cristo. Y Cristo va con nosotrosm dondequiera que
estemos, dondequiera que vayamos. Está en Su Palabra, está en Sus sacramentos,
y especialmente en el Perdón de los pecados y en la Eucaristía, que son como la
compañía cotidiana del Señor a nuestra vida.
Pero tanto para el cuidado de esa Palabra…
porque el primer Gloria sonó hace dos mil años, y sigue sonando hoy. Entre
medias han pasado muchas cosas, cosas grandes, bellísimas, cosas terribles. El
Señor nació en la parte oriental del Imperio Romano, en una provincia guerrera
y siempre llena de violencia, que era la provincia de Judea, pero calló el
Imperio Romano y Europa fue poblada por pueblos desconocidos, bárbaros (…) Y el
Evangelio llegó a esos pueblos nuevos y con los siglos aquellos pueblos nuevos
se incorporaron al pueblo de Cristo y volvieron algunos de ellos, porque los
primeros en ser evangelizados fueron en aquel momento los irlandeses y los
anglosajones en Inglaterra. Volvieron luego a Europa y evangelizaron el
continente de nuevo. Y luego han estado invasiones, guerras, todo el segundo
milenio ha estado lleno de guerras constantes por la primacía de las naciones
europeas, de unas contra otras. A veces las llaman guerras de religión, pero no
son guerras de religión, eran guerras donde se usaba la religión (igual que las
usan los grupos yihadistas hoy), pero se usaban para afirmar la primacía de un
país o de una nación sobre otra. La Revolución Francesa desemboca en Napoleón y
en el Imperio napoleónico hasta intenta conquistar Rusia (…) y luego dos
guerras mundiales. ¡Dios mío, qué inestable ha sido siempre la historia! Qué
inestable es la historia humana y qué fiel eres Tú.
Cantamos el Gloria y lo cantamos
conscientemente de lo que estamos haciendo. Y en vuestra Ordenación está
vinculada con que la Palabra permanezca y llegue a las nuevas generaciones. Y
con que Cristo presente en los sacramentos llegue a las nuevas generaciones.
Ese es el sentido del ministerio apostólico y ése es el sentido del sacerdocio
del presbiterado como colaboradores de ese ministerio apostólico. Que el
pueblo, que el mundo pueda tener acceso a la Buena Noticia del Amor de Dios,
que está en Su Palabra y que está en Su Iglesia, en sus Sacramentos, en su
comunión, en su vida. ¡Cómo no dar gracias!
Y precisamente hoy, a lo mejor
estamos más sensibles justamente a la inestabilidad de la historia, en unos
días como hoy. Pero eso es una ocasión para afirmar sencillamente que
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Que en la historia ha habido mil
cambios. Vosotros os acordáis, pero, a lo mejor, la gente no se acuerda, aquella
visión que tuvo Nabucodonosor y que luego lo interpretó el profeta Daniel de
aquella estatua que tenía la cabeza de oro, y luego el torso de bronce, y luego
el vientre de bronce mezclado con barro y los pies de barro. Y una piedrecita
no hecha por mano de hombre se desprendió de lo alto de un monte y vino a rodar
a caer a los pies de barro y todo aquello se vino abajo. Y aquella piedra llenó
el mundo. Los cristianos hemos entendido siempre que aquella piedrecita es la
roca sobre la que está edificada la Iglesia. Los reinos pasan, los regímenes cambian,
los imperios caen, el mundo se descoloca y el anuncio del amor de Cristo a
todos los hombres permanece para siempre.
Ordenar a unos presbíteros es un
signo de la fidelidad de Dios. De la fidelidad de Dios en Jesucristo. Es
comunicaros el Espíritu que el Señor entregó a los Doce y a sus sucesores, de
forma que podáis ser un signo vivo de que Cristo sigue siendo para los hombres
de hoy, del siglo XXI, con las características del siglo XXI (que no son las del
siglo XIV, ni las del siglo III, ni las del siglo VI, o las del siglo X)
presencia viva del Amor de Cristo, expresión humana del abrazo infinito de Dios
a los hombres en el Misterio que adoramos estos días de Navidad y que hemos
incensado inmediatamente después de incensar el altar. La prolongación viva de
ese Misterio, eso es vuestro sacerdocio. Y la alegría del pueblo cristiano, que
hoy llena la Catedral, no sólo vuestras familias, vuestros amigos, las
parroquias por las que habéis estado, la presencia de tantos sacerdotes, es un
signo de la alegría de la Iglesia por vuestras personas, que, al recibir el
sacramento del hombre, os incorporáis a ser signo de la fidelidad de Cristo en
la historia.
Mis queridos Rubén y Juande, que el
Señor bendiga y multiplique sus bendiciones sobre vuestras vidas, de forma que
los hombres siempre puedan reconocer ese amor y esa esperanza. Que no haya
situación humana en la que –por así decir- “vosotros tiréis la toalla”, digáis
aquí es imposible que Dios haga nada. No. Nunca hay ninguna situación de ese
tipo. Siempre el amor de Dios es vencedor.
Mis queridos hermanos, somos un
pueblo de vencedores. Mirad que, en toda esa historia que he esbozado tan
rápidamente, hemos perdido casi todas las batallas, pero nadie sabría cantar
hoy un himno al emperador romano. Ni siquiera al rey de los francos, ni
siquiera la Marsellesa se la sabría un montón de gente, y seguimos cantando el
Gloria. Y seguimos diciendo el Credo y seguimos recibiendo con la misma verdad
que en la Última Cena el pan que es el Cuerpo de Cristo. Y seguimos recibiendo
a Cristo con la misma verdad que lo encontraron las mujeres, y Pedro y Juan, en
la mañana de Pascua. Y con la misma verdad que Juan y Andrés se lo encontraron
en el Evangelio, que acabamos de escuchar, cuando Jesús empezó a hacer su
presencia pública y el anuncio del Evangelio; cuando fue señalado por Juan el
Bautista como el Cordero de Dios. “Venid y lo veréis”.
Hay algo en ese Evangelio que no quisiera
dejar deciros. En español, se dice muy vulgarmente “nadie da lo que no tiene”.
Pero es mucho más profundo. El anuncio del Evangelio sólo puede ser la
comunicación de una experiencia que uno ha hecho; que uno ha conocido el Amor
de Cristo. Puede tener mil defectos, pero uno ha conocido ese Amor de Cristo, que
vence a todo, que vence al mundo, que vence los criterios del mundo, y los
juicios, y las apreciaciones del mundo.
Al mismo tiempo que damos gracias
los que estamos aquí todos, pedimos por vosotros. Y lo que pedimos es poder ver
eso: poder ver el amor de Cristo que vence al mundo hecho carne en vuestras
vidas. Así lo pido y así lo pedimos todos lo que estamos aquí, y estamos aquí
porque os queremos y porque amamos al Señor y a la Iglesia, y Le damos gracias
por vosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada