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Dios, un regalo para nosotros

Homilía en la Eucaristía en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, el 6 de enero de 2020.

Fecha: 06/01/2020

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (con una pobreza infinitamente mayor, pero también muy amada por mí);

queridos sacerdotes concelebrantes, Pueblo Santo de Dios, amigos todos:

 

La fiesta de hoy la liturgia la llama “la Epifanía”, que significa “manifestación”. En realidad, no es más que el nombre oriental para la Natividad, para la Navidad, y fue la primera celebración de la Navidad en las tierras de Jesús, en los países en torno a Palestina, Siria, en todo el Oriente cristiano…, la fiesta de Navidad es esta. Todo lo que está ligado a ella en nuestra Tradición…, que, en realidad, nosotros tenemos las dos herencias, la oriental y la occidental, hasta en el siglo VI una buena parte de España, incluidos nosotros, fuimos parte del Imperio Bizantino y, por lo tanto, teníamos mucho que ver con Oriente. Luego, durante la misma ocupación musulmana, las conexiones y las relaciones eran más fáciles con Oriente que con León o con los pueblos del Pirineo, por ejemplo. Por tanto, seguíamos teniendo y tenemos las dos influencias, la de Oriente y la de Occidente. Por mucho pan nunca es mal año y no nos vamos a enfadar por eso, sino que todo lo contrario, celebramos dos veces la Navidad. Pero, por eso, notamos hoy que influye tanto en la cultura el mundo anglosajón y el mundo americano, en todo ese mundo la fiesta de la Epifanía la celebran, pero la celebran como nosotros celebraremos el domingo que viene la fiesta del Bautismo del Señor, sin ninguna solemnidad especial.

 

“Manifestación”. A mí me encanta la palabra, lo confieso. Hay muchas palabras para describir el Misterio de la Encarnación y el Misterio de la Natividad. Y cuando digo “misterio” digo siempre la luz de la Encarnación del Hijo de Dios, y la luz de la Natividad, y ninguna de ellas es del todo adecuada. Podemos hablar del descenso del Hijo de Dios a vivir entre nosotros, pero resulta que cada vez que Dios se abaja, Su Gloria se hace más grande, porque sólo el que es verdaderamente grande es capaz de vivir en la bajeza sin que eso le turbe, sin que eso le cree ningún problema; sólo el grande es capaz de empequeñecerse. Quien tiene problemas de hacerse pequeño lo que tiene es mucha soberbia, pero eso no es grande. Los reyes, los gobernantes verdaderamente grandes no temen a rebajarse, a vivir entre el pueblo, a conocer las necesidades del pueblo (lo han hecho todos los grandes gobernantes en ocasiones y en muchas ocasiones).

 

Y Dios se revela tanto más grande cuanto más es capaz de empequeñecerse, de revelarse a Sí mismo a su criatura. Por lo tanto, la palabra “descenso” tiene sus límites. Hay otra palabra que se usa y la usa también la liturgia, que es la de “intercambio”. Intercambio en español corresponde en la liturgia latina a “comercium; mirabile commercium”: “admirable intercambio”, decimos nosotros. El intercambio sí que nos recuerda al comercio, pero el comercio hoy también es una cosa un poquito devaluada. Mañana habrá muchos intercambios en las rebajas de los Reyes que no eran necesarios, o que no eran adecuados, o que no tenían la talla propia, y hay que cambiar de talla y esas cosas. La liturgia de la Iglesia cuando habla del “mirabile commercium” la palabra tiene un sentido técnico también y es el de la intimidad matrimonial, y ése es el sentido. “Mirabile commercium”: el Señor se ha unido a su esposa, a través de un intercambio admirable que nos sacia a nosotros, todos. Al asumir Él nuestra condición mortal, no sólo confiere -dice un Prefacio- “una nueva dignidad a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos sacia a nosotros eternos”, nos comunica Su vida, nos hace partícipes de Su vida.

 

Por otra parte, es un comercio muy especial, no sólo por esa dimensión de intimidad esponsal que tiene y que en la traducción española hemos perdido casi por completo, sino porque es un “commercium” parecido al de la Eucaristía. En la Eucaristía nosotros le ofrecemos a Dios nuestras ofrendas, el pan y el vino, y esas ofrendas se nos devuelven, Él nos las devuelve, no como un “mañana iremos nosotros a las rebajas”, sino nos las devuelve convertidas en su Cuerpo y en su Sangre. Ya es eso misterioso, pero es que, ¿nosotros le damos a Dios algo? Es inexacto. Lo decimos en el Ofertorio: “Bendito seas, Señor, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos…”; ¡si nosotros no podemos ofrecerTe nada nuestro, excepto nuestros pecados, que no hayamos recibido de Ti! Ningún bien de los que tenemos, ni siquiera el don de la vida, ningún bien es nuestro, en propiedad, del que tengamos derechos absolutos sobre él. No. Todo lo que somos, todo lo que tenemos lo hemos recibido de Ti. Lo mismo pasa un poquito con la “manifestación”. Pero la manifestación recuerda algo que me parece útil que recordemos también nosotros: lo que se manifiesta está ya ahí, sólo que está oculto, que está oscuro, que no lo vemos, entonces, efectivamente, se han manifestado la Gracia y la Bondad de Dios en Jesucristo. Se ha manifestado en toda esa historia de paciencia desde Abraham hasta Jesucristo, en la cual Dios ha ido educando a una porción de la humanidad, haciéndose amigo de esa porción de la humanidad, para que en esa amistad con Dios pudieran comprender, el día que llegase, la Encarnación. No es un capricho el que Dios haya querido hacer esa historia del Antiguo Testamento. No es un capricho. Es que nosotros necesitamos aprender a conocer a Dios y, como una amistad o un amor humano, necesitan tiempo, necesitan vencer las pruebas. Y el Señor, el amor del Señor, la Alianza de amor hecha con nosotros ha ido venciendo todas las pruebas de nuestras infidelidades. Pero Dios ha estado siempre allí.

 

Un Padre de la Iglesia, hablándoLe a Cristo, decía: “Señor, Tú quieres llegar a todas partes, pero ya estás en todas antes de salir, sólo que no Te conocen, sólo que no somos conscientes”. Yo lo pienso muchas veces cuando hay Salmos, en los que se pide “la tierra entera proclama tu Gloria”. Y decimos “si los cristianos somos muy poquitos, por qué decimos la tierra entera”. Una vez que a san Juan Pablo II le hacían caer en la cuenta de eso, decía “si es que la historia de la Iglesia no ha hecho más que empezar”. Estamos empezando, claro, tenemos una tarea inmensa por delante. Pero toda la tierra está llena de la Gloria de Dios, aunque los hombres no seamos conscientes, aunque los hombres no lo sepamos y nos perdamos la experiencia de vivir del amor que es el Señor, que se manifiesta en todas las cosas, y que se nos ofrece en Cristo de una manera plena, que no anula el Misterio de Dios. Esa sería una de las razones más fuertes para poder sospechar de la verdad de la Buena Noticia, de la verdad del Evangelio: que el Evangelio pretendiese haber aclarado el Misterio de Dios y nosotros nos quedaríamos tranquilísimos y haber demostrado, sin dejar espacio a nuestra libertad, que Dios es esto o que Dios nos quiere. El amor nunca, nunca se demuestra. El amor se muestra, se manifiesta, como Jesucristo, como Dios se manifiesta, y deja el espacio a la libertad humana para acogerlo, para rechazarlo, para olvidarlo, para darle la espalda, para enfadarse, para todas esas que son nuestras reacciones humanas ante la amistad y ante el amor. Así se nos revela Dios, así se nos manifiesta Dios. Pero yo quiero que caigáis en la cuenta de que esa manifestación de Dios es eso: para nosotros es una manifestación en Cristo, en el Nacimiento de Cristo Dios se nos ha manifestado y se nos ha manifestado como el amor más grande, pero está en todas partes, ha estado siempre y está en todas las cosas y está en todas las personas, y está en los misteriosos vaivenes de la historia: el Señor es capaz de integrarlos en Su designio y de que todo pueda conducir para bien. “Todo conduce al bien -decía San Pablo- para aquellos que aman a Dios”. Una enfermedad, hasta la misma muerte. ¡Nos conduce al Cielo! Y la soledad que acompaña a la muerte o que acompaña los momentos antes de la muerte, es una participación, es la participación más grande en la Pasión y en el sufrimiento de Dios. Al principio de la Misa yo incienso el Belén e incienso la Cruz. No es casualidad, porque el Belén le lleva a Jesucristo a la Cruz. Lo que empieza en la Navidad termina, para Jesús, en el fracaso, y en el abandono y en la soledad de los hombres, porque ha querido asimilarse hasta nuestra propia muerte. Incluso muriendo, una de las más ignominiosas para que nosotros no nos sintamos solos nunca, ni siquiera en ese momento, ni siquiera en ese morir; acompañados por Jesús, de la mano de Jesús. Lo están todos los hombres, también los que no lo conocen, también los que creen que mueren en una absoluta soledad, en un absoluto abandono, Jesús está al lado de ellos, pero qué diferente es haberlo conocido. Entonces, uno comprende que conocer a Cristo es una gracia. Entonces, uno comprende que haberTe conocido, Señor, sin ningún mérito por nuestra parte (la inmensa mayoría de nosotros te hemos conocido de niños, antes de tener uso de razón, ya sabíamos que Tú nos querías y cantábamos, cantábamos villancicos y celebrábamos que Tú venías a nosotros, y celebrábamos Tu Amor y Tu Misericordia); incluso quien se ha convertido de adulto siempre es una gracia, tiene la conciencia clara de que es una gracia, de que es algo absolutamente gratuito, conocer al Señor.

 

Sólo dos pensamientos con los que termino. Ligada a la celebración de este día está la certeza del triunfo final. “Las naciones vendrán a Ti”, vienen con regalos. A esta boda del Hijo de Dios con la humanidad, dice un pasaje de la Liturgia de las Horas “vienen los Reyes a traer sus regalos de boda”. En la historia, por mucho odio que haya, por muchas divisiones que los seres humanos no paramos de crear de unos con otros, el triunfo final es del amor. El triunfo final es de Dios, que es Amor. Y de eso estamos nosotros seguros, tranquilos, confiados. Sabemos que ese triunfo no se lo puede arrebatar nadie a Dios, porque nadie puede arrebatarLe Su amor por nosotros. Nadie puede hacer que Dios deje de amarnos, que deje de querernos a nosotros, a cada uno de nosotros, y a nuestras familias, y a nuestros pueblos, y a nuestras naciones, y a la humanidad entera, al universo entero.

 

Y el último pensamiento, que está muy ligado a éste: el conocer al Señor es un regalo, es el regalo de los regalos. Si los Reyes dejan regalos en las casas; si recibimos regalos en estos días, sólo tiene sentido porque hay un regalo último, que es el secreto último de la vida, el secreto último del Ser de Dios y es el secreto último de nuestras relaciones humanas. O nuestras vidas son un regalo para los demás o vivimos en el pecado, vivimos en la mentira, que es el primer pecado.

 

Que el Señor nos conceda gozar de este Misterio siempre, vivir de él, dejarnos iluminar por él, acoger la Gracia y el Amor que Él nos da, estar atentos a la manifestación de Dios en todas sus señales y que deje que nuestras vidas puedan hacerse un regalo, como Dios es un regalo para nosotros, los unos para los otros.

 

Que así sea.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

6 de enero de 2020

S.I Catedral de Granada

 

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