Homilía en la Santa Misa de la fiesta del Bautismo del Señor, celebrada en la S.I Catedral, donde también se celebró un bautismo.
Fecha: 12/01/2020
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos puericantores;
querida familia de Carmen, que bautizaremos de aquí a unos momentos;
queridos hermanos y amigos todos:
Estamos a
la sombra de la Navidad y no es casualidad, ni es una cosa accidental el que,
inmediatamente después de la celebración de la Epifanía, se celebre el Bautismo
del Señor. Por muchos motivos, primero, porque la Encarnación del Hijo de Dios
ha sido siempre entendida por la Iglesia como una boda; una Alianza, pero una
alianza nupcial. Y una alianza nupcial cuya verdad más profunda se descubre en
el Misterio Pascual de Cristo, donde Cristo está tan unido a nosotros que
participa de nuestra muerte, de nuestras traiciones, se hace víctima del pecado
del mundo, para ofrecernos a Dios, introducirnos con Él, triunfador de la
muerte, en la vida de Dios y en la comunión de la Trinidad; unirse a nosotros,
entrelazarse con nosotros, de tal manera que en Dios, desde la Encarnación,
está la humanidad introducida, y en nuestra humanidad queda la divinidad
sembrada. Eso de alguna manera está expresado simbólicamente en el Bautismo de
Jesús, que es el primer gesto público de Jesús.
Al
hacerse bautizar por Juan, baja, por así decir, al abismo más profundo de la
vida humana. El agua, que es signo de vida, es también signo de aquello que el
hombre no controla. Es el lugar donde viven los monstruos marinos, pensaban los
hombres antiguos, probablemente ballenas, que habitaban en el mar, y que estaba
por debajo de la tierra. Jesús, al bautizarse en el Jordán, baja hasta ese
abismo y nos anuncia así que va a bajar a compartir nuestra humanidad hasta las
profundidades del sepulcro. Sin embargo, en ese gesto de Jesús de humillarse,
como dirá luego San Pablo: “Él, siendo de condición divina, no tuvo como algo
digno de ser retenido de esa condición divina, sino que se hizo semejante a
nosotros, se humilló hasta la muerte y una muerte de cruz”. Y por eso, el Señor
lo levantó y le dio el Nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble, en el Cielo, en la tierra y en el abismo. Baja Jesús a
la profundidad de nuestra humanidad. Baja a abrazarnos en la profundidad de
nuestro pecado y el Cielo se abre. El gesto, la expresión de que el Cielo se
abre, no es tampoco ni simple, ni superficial. Cristo ha abierto el Cielo. “A
Dios -decía el Evangelio de San Juan, en la mañana de Navidad- nadie lo ha
visto jamás”. El Hijo de Dios, que ha venido a nosotros, nos lo ha contado, nos
lo ha dado a conocer, nos ha abierto el Cielo, nos ha abierto la vida divina
incorporándonos a Él.
La liturgia antigua, de la que queda un resto del que seguramente todos los
sacerdotes caen en la cuenta pero que quien no ora con el Oficio de Lecturas y
con la Liturgia de las Horas de la Iglesia no se da cuenta; el día de Epifanía
se une la adoración de los Magos en Belén, se une el Bautismo, se unen las
Bodas de Caná, que será el Evangelio del domingo que viene. Explica: hoy tiene
lugar el desposorio, en el Bautismo, en la Encarnación; pero, el Bautismo llega
como al fondo, o expresa simbólicamente el descenso de Jesús hasta el fondo,
las consecuencias últimas de la Encarnación, y en la Encarnación tiene lugar el
desposorio, la boda de Cristo con su Iglesia, y –dice- “vienen los Reyes a
traer regalos”, como se llevan regalos a una boda. Dice: “Y el Señor multiplica
el vino, para que disfruten los invitados”. Ahí está reunido, por así decir,
todo.
Hoy
celebramos que la Encarnación, no sólo es el momento puntual de la Navidad,
sino que Cristo se ha sembrado verdaderamente en lo más profundo de nuestra
humanidad y de nuestra Historia, pero, al hacerlo, Él se ha convertido en
Señor. Se ha convertido en Señor no por un poder humano a la manera de los
poderes humanos, sino justo por el poder de Su Amor. “Tanto nos has amado,
Señor, que nos has entregado a tu propio Hijo”. Como dice un pasaje de la
Escritura, “hicieron con Él lo que querían”, hemos hecho contigo: maltratarte,
destruirte y, sin embargo, Tú no te has echado atrás en tu amor por nosotros, y
así te has unido a nosotros y a nuestra pobreza de una forma que nos introduces
en la vida de Dios. Nos abres el Cielo.
El
Espíritu Santo, que descendió en aquel momento de una manera especial sobre la
humanidad de Jesús, es el Espíritu Santo que nos es dado a todos en el Bautismo
y que el Señor confirma de nuevo esa Alianza, que se cumple el Viernes Santo en
la cruz de Jesús y se renueva en los Sacramentos de la Iglesia, en el Bautismo,
en la Confirmación y en cada Eucaristía.
Cada
Bautismo, en Él se hace misteriosamente nuevo, actual, presente, el Acontecimiento
entero de Cristo. En la Confirmación, el Señor confirma la Alianza en la cual
nos ha introducido ya por el Bautismo, en un momento en el que nos damos cuenta
de lo que eso significa. Y en cada Eucaristía, Él renueva y consuma esa Alianza
entregándose a nosotros y haciéndose uno con nosotros mediante el alimento que
le contiene a Él, que es Él hecho carne y hecho pan, para comunicarnos Su vida
divina.
Mis
queridos hermanos, vamos a dar gracias al Señor. Siempre tenemos que dar
gracias al Señor. Como decimos en todas las Eucaristías: “En verdad es justo y
necesario, es nuestro deber y nuestra salvación darTe gracias siempre y en todo
lugar”. La vida de un cristiano es la vida de alguien agradecido, de alguien
siempre contento. ¿Por qué? ¿Porque no tenemos enfermedades? ¡No, claro que
no!, sí las tenemos. ¿Porque no suceden desgracias? ¡Claro que suceden! ¿Por
qué no hay motivos de dolor? Sin embargo, un cristiano, como decía un poeta
americano del siglo XX: “Sé alegre, siempre, aunque hayas tenido en cuenta todos
los hechos. Ríe, porque la risa no puede medirse”. Por lo tanto, no es algo que
salga de nuestros cálculos o que esté bajo nuestro control, es un poco como el
clima o el tiempo, o el giro de las estrellas…, no está bajo control. La risa
brota y es expresión de una alegría profunda, que, en realidad, sólo es
racional y sólo es humana cuando tenemos motivos para ella. El Acontecimiento
de Cristo, la Navidad, nos da motivos para estar alegres, siendo conscientes de
que hay enfermedad, de que hay vejez, de que hay muerte, de que hay pecado, de
que hay traiciones, de que hay mentiras, de que nos hacemos daño los seres
humanos, unos a otros innecesaria y estúpidamente. Sin embargo, Dios no se
avergüenza ni de llamarnos hijos, ni de desear que seamos hijos suyos, de
desear que nosotros vivamos sostenidos por Su amor.
Que el
Señor nos conceda ese don a todos nosotros y que ese don haga crecer la alegría
todos los días en todos nosotros. Los curas solemos decir muchas veces: “La
Navidad no es sólo para los días de Navidad, es todo el año”. Y es verdad. Pero
Navidad es todo el año si tenemos
conciencia de que el Emmanuel, el “Dios con nosotros”, está con nosotros todos
los días, todas las horas, todos los minutos, todos los segundos de nuestra
vida, también los que nos parecen más negros; allí está Su Abrazo, allí está Su
Compañía, allí está Su Presencia, allí está Su Amor misericordioso, siempre,
sin abandonarnos jamás. Esa es la fuente de una vida nueva, la fuente de una
alegría y de un gozo que no acaban jamás.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
S.I
Catedral de Granada
12 de
enero de 2020