Homilía Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del II Domingo del Tiempo Ordinario en la S.I Catedral.
Fecha: 19/01/2020
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios; queridos hermanos y amigos todos:
Para quienes venís habitualmente a esta
Eucaristía (que no sois la mayoría de la asamblea, sin duda, pero sois algunos),
os había dicho el domingo pasado que, en la Tradición antigua, a este domingo
le correspondía el relato evangélico de las Bodas de Canáa; pero, como ahora se
lee cada año un Evangelio, eso sucede el año que se lee a San Lucas, y los
otros años se leen otros textos del Evangelio de San Juan como el que acabamos
de escuchar. Por lo tanto, no os sintáis decepcionados quienes estabais
esperando oír las Bodas de Caná y la explicación de cómo ese Acontecimiento, el
primer signo que Jesús hizo de la Presencia de lo divino en la tierra en su
ministerio –el primer signo que hizo Jesús, dice el Evangelio de San Juan-, expresa
cómo Su presencia es fuente de una humanidad bella, desbordante, alegre y
nueva, y es fuente también del matrimonio cristiano, que desvela hasta el
abismo sin fondo del amor de Dios el horizonte del amor esponsal entre el
hombre y la mujer.
Tenemos este testimonio de San Juan,
que tiene dos imágenes que yo quisiera explicar antes de decir el significado
profundo de este Evangelio. Continúa el del Bautismo de Jesús: “Éste es mi Hijo
amado, mi predilecto, escuchadLe”. Y de eso se trata en la vida cristiana,
aunque también lo veremos mejor el domingo que viene. Su palabra y Su persona,
que es la Palabra viva de Dios hecha carne, Sus gestos, todo, nos muestra un
camino de vida que es el único camino que permite la vida verdadera; que
permite, si hubiéramos leído las Bodas de Caná, descubrir el valor y el
significado profundo del matrimonio; que permite descubrir para cada persona el
significado profundo de nuestra vida como vocación, de nuestra riqueza como
vocación, porque hemos sido llamados a ser hijos de Dios, a participar de la
vida divina, mientras vivimos en esta vida y luego en la eternidad inmortal de
Dios, que ya empieza aquí, cuando hemos encontrado a Jesucristo.
Yo quiero detenerme hoy en dos
imágenes que nos ayudan a comprender un poquito cómo se relacionan lo humano y
lo divino en la vida de Jesús, también en la Escritura, también en los
Evangelios. Y el Evangelio de hoy nos ofrece un ejemplo sencillo y muy claro de
eso. Os va a sorprender un poco la interpretación, pero quiero que sepáis que
no estoy inventándome nada. Santo Tomás, en un lugar de sus escritos, decía que
cuando los relatos evangélicos no coinciden y alguno de ellos supone la
existencia de un milagro y otro no supone, no implica, milagro alguno, podemos,
y más bien debemos orientarnos hacia aquel relato como más antiguo, como más
original, que no implica un milagro. Pues eso sucede exactamente con la paloma.
Nosotros estamos acostumbrados a representar el Espíritu Santo como una paloma.
Pero eso es una tradición muy reciente, bastante reciente, y en la antigüedad
alguna vez, es posible. En la Antigüedad, se representaba con las lenguas de
fuego de Pentecostés, incluso el icono de Rublev de la Trinidad, presenta a la
Trinidad y presenta al Espíritu Santo con una figura humana semejante a la de
Cristo. La representación de la paloma yo creo que es occidental y del
Renacimiento, o por lo menos de la Edad Media tardía.
De la misma época en la que se
empezaba a representar con una figura humana, con barbas, por ejemplo al Padre.
Se representaba al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo, hasta que el Concilio de
Trento prohibió representar figurativamente al Padre, porque lo invisible de
Dios se ha hecho visible en Jesucristo. Es más profundo el icono de Rublev que
pinta la misma persona tres veces, la misma apariencia humana tres veces
–porque lo invisible de Dios, que es todo, se ha hecho visible en Jesucristo y
nada más que en Jesucristo. Si se compara el texto original de los
evangelistas, lo que el Evangelio de San Juan dice precisamente es que vio al
Espíritu Santo bajar sobre Jesús como baja una paloma. San Mateo y San Marcos
dicen “como paloma” y sólo San Lucas dice “en la forma visible de una paloma”; (…)
de hecho, ese “descender” –y tampoco dice que “se posó” –, nosotros
acostumbrados a representar el Espíritu Santo como una paloma, pues, efectivamente,
las palomas, si baja hasta él, se pudo posar sobre él; dice que “permaneció con
Él”. “Yo he visto al Espíritu Santo descender, como desciende una paloma, y permanecer
con Él”. Claro que permaneció con Él todo su ministerio público. Cuántas veces Jesús
alude a que sus obras provienen del Espíritu Santo cuando le acusaban de ser un
hijo de Belcebú, del demonio, y que por eso hacía los milagros que hacía, y Él
decía “si un reino está dividido contra sí mismo…” o el pasaje donde dice “el
que blasfema contra el Hijo del Hombre se le puede perdonar, pero si uno
blasfema contra el Espíritu Santo –es decir, contra aquel que está en las obras
del Hijo del Hombre–, no tiene perdón”, porque se cierra a la Presencia de
Dios.
Quiero decir que no hay que imaginarse
en el Bautismo la presencia de una paloma física. No. El Espíritu Santo estaba
sobre Jesús y Juan lo reconoció. Es como en la Transfiguración: no hay más
manera de hablar de lo divino que con imágenes y nuestras imágenes, tenemos que
ser consciente, son siempre limitadas y no expresan mas que una pobre forma de
lo divino. ¿Y por qué surge esa tradición de representar a Dios –diríamos- como
una persona humana? Porque lo divino, a partir de comienzo de los primeros
albores del Renacimiento, trata de representarse como un objeto, como alguien
que está fuera de la Creación, no como misterioso. Lo divino estaba presentado
en los iconos antiguos, pero estaba presentado en el dorado, por ejemplo, que
rodeaba las imágenes. No se pretendía hacer de lo divino un objeto reconocible,
tangible, accesible, por así decir, a nuestros sentidos; eso es propio de la
modernidad y eso influye en nuestra manera de leer los Evangelios.
El Evangelio es una sucesión de
encuentros. Juan Bautista reconoció en el Bautismo de Jesús la Presencia del
Espíritu de Dios, el que había guiado a los profetas. ¿Cómo lo reconoció? No
porque vio una paloma, sino porque, en aquella humanidad, vio de una manera inequívoca
la Presencia de Aquel que esperaba la salvación toda la historia de Israel. Cómo
los discípulos, Juan y Andrés después, que siguieron a Jesús por la indicación
de Juan, lo reconocieron, estuvieron con él una tarde y al día siguiente fueron
a sus familias, fueron a su casa y decían “hemos encontrado al Mesías”, en una
tarde. Pues, qué tendría la mirada de Jesús, con qué infinito amor y con qué
verdad penetraría Su mirada, pero no dejaba de ser una criatura. Los milagros
no suceden a lo Hollywood. Como en “Los diez mandamientos” con las dos paredes
de cristal y los pececitos a los lados y los israelistas andando por el camino.
Esos milagros a lo Hollywood son típicamente modernos. Esas representaciones de
lo divino son típicamente modernas, justo cuando hemos hecho de Dios un objeto
porque lo hemos separado de la Creación. Cuando descubrimos que Dios está en
todas las cosas, que las llena no sólo porque llena el universo en el sentido
de que llena el aire, sino en el sentido de que está fuera y dentro de todas
las cosas, todas las cosas están en Dios; entonces, uno cae en la cuenta de que
Dios es irrepresentable; “inefable”, es la palabra adecuada, la menos
inadecuada. Inefable.
Que Juan reconoció, como los
discípulos en la Transfiguración, como la mujer hemorroísa, como el centurión,
como tantos otros a lo largo del camino de Jesús, reconocieron la Presencia del
Espíritu Santo en Él; la Presencia de lo divino en Él. Claro, hasta el centurión
en la muerte de Jesús: “Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios”. ¿Hubo allí algún
milagro a lo Hollywood? No, la muerte de un hombre. Pero, cómo sería Su muerte,
para que un pagano pudiese decir “tenía razón cuando decía que era Hijo de
Dios”.
Subrayo este aspecto porque nosotros
nos escudamos mucho en los milagros del Evangelio para debilitar nuestra fe,
porque decimos “hombre, si yo hubiera visto la paloma, si yo hubiera visto los
milagros que hacía Jesús, entonces, me sería muy fácil creer, pero como ahora
no hay estos milagros…”. Eso no es una idea vuestra o una dificultad vuestra,
esa dificultad la puso Leibnitz en el siglo XVII, diciendo “los primeros
cristianos vieron tantos milagros que no es extraño que creyeran, pero como
ahora no hay milagros…”. Ahora hay milagros, todos los días. Y quiero hacer
referencia a sólo una cosa. Los pintores y los escultores armenios, que son muy
exquisitos en su representación de la belleza en todos los sentidos, cuando
hacen por ejemplo las ventanas de una iglesia, aunque toda la iglesia es
simétrica y les encanta la simetría, siempre dejan un punto en el que no hay
simetría. ¿Y por qué es eso? Porque dicen ellos, “la Creación nunca puede ser
perfecta”. La Creación es limitada. Y en la Encarnación, Jesús, el Hijo de Dios
que se ha hecho verdaderamente hombre, asumió la limitación de hombre. ¿Eso qué
significaba? No existía el español en tiempos de Jesús pero si cualquiera de
nosotros hablando español hubiera aparecido por allí, por Galilea, no nos
hubiéramos enterado de nada, porque Jesús hablaba arameo y sólo los que
hablaban arameo podían entenderle. Era el Hijo de Dios, sí, pero nada de su
humanidad quedaba destruido, sólo no había en Él pecado. Tampoco somos capaces
de imaginarnos qué es una humanidad en la que no hay pecado, porque todos
nosotros somos pecadores.
No busquemos signos. Los buscaban
los fariseos: “Haznos un signo”. Los buscaba el demonio: “Tírate de la torre
abajo, para que pueda creer que eres el Hijo de Dios”. Y Jesús se negó siempre
a hacer eso. Nosotros buscamos signos a lo Hollywood. Y no. Y también pensamos
que, como no somos perfectos, no podemos dar testimonio de Jesucristo. ¿Me dejáis
que os diga que, al menos quienes estáis bautizados, habéis recibido el
Espíritu Santo igual que Jesús? Que el Espíritu Santo habita en vosotros; que
de Jesús lo que había nacido es un Pueblo en el que habita el Espíritu Santo, el
Espíritu de Jesús, el Espíritu que nos hace ser hijos. Y que, a pesar de
nuestros defectos, uno puede reconocer muchas veces en nosotros –en una mirada,
en un gesto de gratuidad, en un momento de perdón, de tantas maneras la
presencia de lo divino. Claro que tendríamos que ser un pueblo y el Espíritu
Santo viene a hacer de nosotros una unidad, una Iglesia que sea un pueblo, que
sea una comunidad visible. Que nuestros
gestos no sean “mira qué buena es esta persona”, no provoquen “mira qué buena
es esta persona”, sino que den el sentido. Cuando uno es cristiano, puede vivir
así. Cuando uno es cristiano, puede vivir de este modo. Cuando uno es
cristiano, la vida cambia. El horizonte de alegría, hasta el amor a la belleza
se hace diferente. Y no digamos las relaciones humanas: la amistad, el amor… son
diferentes. Adquieren un algo que es divino, que no es de este mundo y que
todos podemos reconocer, porque estamos hechos para ello y, sin embargo, no
somos capaces de fabricarlo o de asegurarlo para siempre en nuestra vida. Lo
tocamos en un momento y luego se nos evapora o se nos va, porque somos
imperfectos, porque somos criaturas, criaturas pecadoras.
Mis queridos hermanos, tenemos el
Espíritu Santo con nosotros, no nos lo creemos, porque nuestra fe es muy
frágil, pero es verdad. Lo hemos recibido en el Bautismo, lo recibimos cada vez
que comulgamos, a quienes estéis confirmados se os ha vuelto. Es Jesucristo quien
ha confirmado ese don el día de vuestra Confirmación, el día de nuestra
Confirmación. Que se note en nosotros algo de la presencia de lo divino, que no
rompe lo humano y que no elimina nuestras limitaciones: ni nuestras
limitaciones como criaturas, ni nuestra condición de pecadores. A lo mejor en
un momento aparece algo divino en nosotros y media hora después hemos metido la
pata o nos hemos equivocado o somos torpes o hemos estropeado lo que queríamos
hacer bien… Pero es esa presencia fiel de lo divino, a lo largo de la Historia,
el argumento más decisivo para creer en Jesucristo y para creer en la Iglesia
como el Cuerpo de Cristo en la Historia que ha permanecido a lo largo de los
siglos.
Una anécdota. Cuando Napoleón,
cuando empieza la invasión de Italia, la primera ciudad en la que aterriza es
en Génova y va a comer con el Arzobispo de Génova y le dice que en un año habrá
conquistado Roma, en dos años habrá conquistado toda Italia y que en una década
el cristianismo habrá desaparecido de la Historia. El Arzobispo soltó una gran
carcajada que le enfadó muchísimo al emperador, pero muchísimo, y entonces le
preguntó: “¿Y por qué se ríe usted?”, así muy violento, y el Arzobispo le dijo:
“Verá, llevamos dieciocho siglos nosotros los cristianos queriendo destruirla y
no lo hemos conseguido, no lo va a hacer usted en diez años”. ¿Por qué? ¿Porque
somos santos? Cuando yo digo “Pueblo Santo de Dios”, ¿es que cada uno de
nosotros somos santos en el sentido moderno, moralista, en que entendemos la
santidad? No, en absoluto. Somos todos pobres pecadores, a pesar de la Gracia
de Dios, a pesar de la ayuda del Señor.
¿Pero la Iglesia es santa? Pues,
claro que es santa, lo más santo que hay en el mundo, lo más bello que hay en
el mundo, no ha habido jamás un pueblo tan bello como la Iglesia de Dios. ¿Por
qué? Porque el Señor no ha dejado nunca de estar en ella y de suscitar gestos
en los que uno puede reconocer el Espíritu Santo, no como una palomita que
viene y se posa en el hombro, sino como una realidad inefable que uno no es
capaz de explicar en nosotros, en los hijos de Dios.
Que el Señor nos conceda ser
conscientes de esta vida y nunca temáis. Nunca temáis, Pueblo Santo de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada