Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la S.I Catedral, en el III Domingo del Tiempo Ordinario, I Domingo de la Palabra de Dios y Jornada de la Infancia Misionera, celebrada el 26 de enero de 2020.
Fecha: 26/01/2020
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo (muy amada), Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes, hermanos y amigos todos:
El Santo Padre ha propuesto que en
este III Domingo del Tiempo Ordinario, es decir, terminada la celebración de la
Navidad, con la fiesta de Epifanía, se celebre en toda la Iglesia como un
domingo de la Palabra de Dios. Y yo diría que con eso el Papa Francisco no hace
mas que ayudarnos de una manera nueva a redescubrir y a ahondar en el Misterio
de la Encarnación, en el Misterio de la Navidad, a cuya sombra tiene lugar todo
el ministerio terreno de Jesús, toda la vida terrena de Jesús.
El Evangelio de la mañana de Navidad
es justamente el comienzo del Evangelio de San Juan: “En el principio existía
la Palabra y la Palabra era Dios y estaba junto a Dios. Por ella se ha hecho
todo, todas las cosas, y sin ella no ha sido hecha nada de cuanto ha sido
hecho”. Pues, esa Palabra que era Dios se hizo carne y vino a habitar entre
nosotros. Ese era el mensaje del día de Navidad. Esa es la proclamación del día
de la Navidad. Por lo tanto, cuando el Santo Padre nos propone sencillamente
acoger en un día una consideración de la Palabra de Dios y ponerla en el centro
nos está invitando a ahondar en esa realidad del Hijo eterno del Padre, de la
Palabra eterna del Padre que es mediador de la Creación y mediador de la Redención.
Lo necesitamos. Lo necesitamos por
muchas cosas. Y dejadme decir, con un poquito de gusto, que antes de que el
Santo Padre hubiera proclamado ese día, nosotros, imitando una costumbre que yo
ya había visto en algunas otras Iglesias, estamos poniendo el Evangelio sobre
el altar al principio de la Eucaristía. Y ya hace años hacemos la costumbre de
bendecir con el Evangelio cuando termina la liturgia de la Palabra. (…) Es
precioso, al final de la Liturgia de la Palabra, poder bendecir al pueblo
cristiano con el Evangelio, que es fuente de luz, de vida y alegría para todos
nosotros. Hoy hemos puesto, y probablemente lo continuaremos haciendo, al lado
del ambón donde se proclama el Evangelio, dos cirios, porque el Evangelio es
eso: luz para nuestra vida. Decía un Salmo: “Tu Palabra para mis pasos, luz en
mi sendero”. Si la Palabra de Dios es luz para nuestro sendero, estamos muy
necesitados de esa luz.
Hoy, en nuestro mundo, en la cultura
actual, en esa cultura que, además, es global, no es una cultura particular
española o andaluza; es más bien la cultura de este mundo que está confuso con
respecto al significado de la vida –no digo ya hace 20, 30 o 50 años, la
confusión viene probablemente de mucho antes, tal vez del siglo XIX, tal vez de
más–, pero, ciertamente, vivimos en la noche. No son tan sólo los de Galilea
los que estaban en tinieblas y en sombras de muerte. Sabemos mucho de muchas
cosas: desde el ADN, hasta cómo enviar un satélite hasta los límites del
sistema solar, o más allá incluso del sistema solar. Pero, ¿para qué estamos
aquí los hombres?, ¿cuál es nuestra misión en la vida?, ¿en qué consiste
nuestra humanidad?, ¿tiene alguna meta esa humanidad? En eso, que es lo más
importante de nuestra vida, la cuestión, no que más nos acucie hoy, (…) pero
ciertamente la cuestión más honda de nuestra vida y la que algún día algo nos
obligará a planteárnoslo. En eso estamos a oscuras y necesitamos la Palabra de
Dios. Yo he comentado ya alguna vez que un autor, un belga especialista en
literatura escribió unos volúmenes preciosos que se titulan “Literatura del siglo
XX y cristianismo”, cinco volúmenes sobre los escritores del siglo XX, desde
Henry James, hasta Friedrich Dürrenmatt, o François Sagab o Jean-Paul Sartre
–quiero decir, no católicos, sino los que leíamos en el siglo XX en los años 60
o 70–. Y uno de los volúmenes se titula “El silencio de Dios”. Es verdad que el
silencio de Dios iba acompañado del inmenso ruido de dos guerras mundiales que
destruyeron Europa y de las cuales no nos hemos repuesto, y de las
distracciones provocadas para olvidarnos de esa inmensa tragedia humana que no
afectó sólo a Europa, afectó exactamente igual a China, a Japón, a Vietnam… es
decir, podemos ir recorriendo uno tras otro los escenarios de esa guerra tan
ensordecedora. Pienso en el supuesto final de la guerra mundial en Hiroshima y
Nagasaki. Y cuando uno descubre que aquello no era para terminar la guerra, que
la guerra estaba terminada, sino para impresionar a los rusos y que no
siguieran avanzando en Europa, uno dice “¿eso vale 600.000 vidas humanas?, ¿eso
vale la cantidad innumerable de enfermos y la destrucción de un país?”. Pero si
miráis cualquiera de estos días –y no quiero ponerme tétrico, porque no lo
estoy, quiero decir que no hay nadie que pueda quitarme la alegría que el Señor
me da… bueno, sí, yo mismo, mi propio corazón, mi pecado puede quitármela–,
pero habéis visto todos probablemente la fotografía de Australia desde el
satélite. ¿Os imagináis lo que es un fuego dos veces el tamaño de Bélgica o el
tamaño de Andalucía? Si no habéis visto esa foto, vedla; y no es obra del
cambio climático, es obra de hombres. La situación climática puede haber
afectado, pero es la destrucción de un continente de la que apenas se habla. Porque
esas cosas normalmente pasan en silencio. Se habla de las que conviene que se
hable, a lo mejor de las cabezas de las gambas, si las podemos comer o no, o de
otras cosas, pero de la destrucción de un continente en el mundo y de sus
recursos y de un país, de eso se habla poco.
Necesitamos la luz de la Palabra de
Dios. Porque la Palabra de Dios es Jesús hecho carne y Jesús no habló sólo con
sus enseñanzas, fue Su vida. O sea, la Palabra de Dios ha sido la Persona de
Jesús, Su vida, Sus gestos. “Dios –dice el Concilio- se revela en obra y en
palabras. Las obras son más importantes incluso que las palabras porque dicen
más”. Dice más un rato escuchando a una persona que lo necesita, aunque parezca
que me hace perder el tiempo; dice más eso que decirle a esa misma persona que
la quieres mucho. Dice más estar un rato jugando con un niño que darle la play
y decirle “¡ay, cuánto te quiero, mira qué regalito más bonito te he traído!”,
y escuchándole y queriendo ver qué es lo que quiere decir, qué es lo que quiere
comunicar, dando tiempo, dando vida. Si el Señor nos ha enseñado que Dios es Amor,
nos lo ha enseñado amando. “No hay amor más grande que aquel que da la vida por
sus amigos”, por aquellos a los que ama. Jesús ha sido Palabra de Dios, es
Palabra de Dios, porque ha entregado Su vida, entera, de una vez por todas, por
el mundo entero, por todos nosotros, por cada uno de nosotros; y
misteriosamente, en la Gloria de Dios, de su Reino, en esa Gloria sigue
intercediendo por nosotros, ofreciéndose al Padre.
La vida humana no se vive más que
una vez y, por lo tanto, el Hijo de Dios sólo ha podido hacerse hombre una vez,
y por lo tanto una vez en la historia, pero Su ofrenda, su actitud de
intercesión, su frenar la cólera de Dios ante todos nuestros odios y nuestras
pobrezas y nuestras miserias, y Su abrazarnos en un gesto de amistad y de amor
sin límites, eso lo sigue haciendo el Se
Hay un punto que no quiero dejar de
decir; lo digo muy brevemente. A la hora de rezar, muchos de los que estáis
aquí a lo mejor tenéis el hábito de rezar con frecuencia o de rezar todos los
días, alimentados más con la Palabra de Dios, con toda la Palabra de Dios, pero
con el Nuevo Testamento, especialmente: los Evangelios, las Cartas de San
Pablo, la Carta de San Juan, esa joya increíble que es la Carta de San Juan. Nunca
ha resonado en el mundo una propuesta de humanidad tan bella, ni tan buena, ni
podrá resonar jamás una propuesta mejor: Dios es Amor y el que vive en el amor
vive en Dios y Dios en él. Jamás podrá resonar nada más bello, ni más noble, ni
más alto, ni más verdadero, ni más capaz de cambiar nuestras vidas y de saciar
y sosegar nuestras ansiedades, y de colmar nuestro corazón. Jamás.
Que el Señor nos lo conceda. Y yo sé
que los libros de los santos son muy importantes y muy buenos, y pueden
iluminarnos mucho, pero los santos viven para un tiempo y viven de la manera de
un tiempo y no tienen comparación con la Palabra de Dios. A la hora de
alimentarnos, alimentaos sobre todo con la Palabra de Dios, que nunca
decepciona, que nunca empacha.
Vamos a profesar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
26 de enero de 2020