Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa de inicio de curso en el Centro de Estudios Superiores “La Inmaculada”.
Fecha: 02/10/2019
El
Evangelio nos habla de un agua. Más veces en el Evangelio habla el Señor de esa
agua a la samaritana: se la promete, le promete un agua que quien bebe de ella
nunca más tendrá sed. Y hoy comienza el Evangelio diciendo “en el día más
grande de la fiesta”. Era una fiesta: la de los tabernáculos, que se celebraba
precisamente para pedir la lluvia. La lluvia de la que, en un pueblo como
Israel, dependía por entero la viabilidad de las cosechas para el año siguiente
y, por lo tanto, la vida del pueblo. En Israel, antes del cambio climático
actual, pero ciertamente durante la primera mitad del siglo XX, la gente no se
lo imagina pero llueve lo mismo que en Londres, en cantidad de agua. Por
ejemplo, en Jerusalén, sólo que en Londres está repartida por todo el año y en
Israel es imprescindible que llueve dos o tres días en otoño en la que cae todo
el agua que tiene que caer ya para el resto del invierno y para el resto del
año. Y es en ese contexto en el que Jesús dice en que de sus entrañas manarán
torrentes de agua viva, refiriéndose al Espíritu de Dios.
La
palabra de Jesús tiene siempre que ver con nuestra existencia, con nuestro ser.
Aparte del contexto histórico en el que haya sido pronunciada nosotros podemos
ser definidos por una sed; una sed de plenitud, una sed de felicidad, una sed
de infinito, una sed de saber, no sólo de conocimiento (los conocimientos no
necesariamente sacian, a veces asfixian), pero sí de saber, de tener luz en la
vida, de orientarse, de conocer la verdad, si queréis, de saber algunas cosas
importantes: quiénes somos, cuál es nuestra meta en la vida, si es que tiene
una meta de bien y de amor qué es, lo sepamos o no lo sepamos. Sed de Dios. Lo
mismo que la sed de Verdad o la sed de Belleza que hay en nuestra vida, son la
misma sed. Son sed de Dios que es la belleza suma, que es el bien sumo, que
Dios es Amor. El Dios que se ha revelado en Jesucristo y que nos ha sido
ofrecido y entregado en Jesucristo.
Todo
el cristianismo se puede reducir…, lo voy a decir con una palabra que usan
vuestros estudiantes, a un “enrolle” que ha tenido el Señor con su criatura, el
hombre; que se ha “enrollado” con nosotros; que se ha enamorado de nosotros;
que nos ha buscado y, habiéndonos primero creado con esa sed, nos sacia de esa
sed, sabe que tenemos necesidad de Él. Toda la visión del hombre cristiano
podría resumirse en la palabra de san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Pero
no somos nosotros quienes, buscando a Dios, lo descubrimos, como descubrimos un
teorema o como descubrimos una verdad científica. Es Dios quien nos busca a
nosotros. Y siempre que descubrimos a Dios, descubrimos que era Él quien nos
estaba buscando primero; es quien nos busca, quien nos persigue, quien se
ofrece a nosotros, quien se da a nosotros y quien genera en nosotros un tipo de
alegría que el mundo nunca será capaz de producir, ni de fabricar, ni de
inventar. Es la alegría del corazón sosegado. Y no porque no haya problemas o
porque no haya dramas en la vida, que los hay; no porque desaparezca nuestra
condición mortal o podamos vivir de una manera –diríamos- evasiva de la
realidad; sino porque la presencia y el amor de Cristo nos permite amar la
realidad como es, nos permite amar a las personas como son, nos permite
reconciliarnos con nuestra propia historia y con la historia de los demás y con
la historia del mundo; nos permite reconocer su presencia amorosa en todas las
cosas bellas, buenas, verdaderas que nos rodean.
En
una institución dedicada a educar yo creo que esa experiencia es la primera. Es
decir, podréis educar no porque tengáis sólo unos magníficos conocimientos
acerca de unas técnicas de didáctica, de la ciencia que sea, de la física o del
arte que sea, la matemática, el inglés… sino porque vuestras vidas, que pasan
tantas horas delante de esos jóvenes, que muchas veces vosotros mismos
comentáis están perdidos, confusos, viven en una oscuridad grande, hacen las
cosas pero a veces lo que más observáis es que les falta interés y no sabéis
cómo despertar ese interés. El interés por la vida se despierta cuando uno
tiene delante alguien en cuya vida puede uno intuir que tiene la respuesta a
esa pregunta, cuya formulación misma no se sabe cómo hacer. Uno puede ver en
algunos chicos, yo lo veo con mucha frecuencia, no quizás tanta como nosotros,
“este chico lo que está es enfadado con la realidad”. Está disgustado con todo:
consigo mismo, con su familia, con el entorno, con el mundo… está enfadado con
el mundo. Y eso no es la actitud espontánea de un adolescente, ni de un chico.
Eso es que hay una herida.
Ese
desasosiego es una ausencia, es la conciencia de una ausencia, normalmente
ausencia de amor, tal vez en la familia, tal vez en los amigos mismo. Una
ausencia de amor pero que ni siquiera él sabría nombrar de este modo, y desde
luego ese desasosiego es, si queréis, como el eco o la consecuencia, la
resonancia de la ausencia de Dios. Pero no lo puede saber, como no se sabe en
realidad que uno está enamorado hasta que uno está verdaderamente enamorado. Se
pueden haber leído muchas cosas sobre el amor, pero no es eso lo que nos enseña
qué es el amor. Sólo cuando uno está enamorado dice “Dios mío”, o cuando uno ha
encontrado el amor de su vida, verdaderamente es cuando uno puede decir “esto
es lo que yo deseaba, esto es lo que yo necesitaba”, pero no eres consciente
hasta después de haberlo encontrado. Exactamente lo mismo sucede con el sentido
de la vida, con la respuesta a las preguntas. Es cuando las encuentras. Pero no
las encuentras a base de hacer codos o a base de hacer técnicas. Las encuentras
cuando tienes delante alguien que es testigo. Y no porque te sermonee, porque
los testigos no suelen sermonear, sino porque te das cuenta de que te mira con
interés, de que le importa tu vida, de que no te juzga y te acoge como eres, y
desea tu bien, y en ese sentido te ama verdaderamente.
Una vez
conocí a una profesora de Secundaria en un instituto que peor fama tenía en la
ciudad a la que me refiero, donde ella me decía con mucho dolor, también en un
inicio de curso: “Yo me paso la vida poniendo orden en la clase, consiguiendo
que los chicos, cuando vienen a clase, sencillamente puedan dedicar 10 minutos,
de los 50 que tiene cada hora de clase, a aprender inglés. Y voy siempre con
una tensión enorme al instituto, porque es muy desagradable saber que tú vas a
estar luchando con ellos y ellos luchando contigo todo el rato”. Yo le dije: “Por
qué no cambias la mirada. Por qué no pruebas a hacer el experimento de cambiar
un poquito la mirada y en lugar de pensar a ver cómo van a estar hoy los chicos
y a ver cuánto tiempo consigo yo que presten atención al inglés. Por qué no
piensas ‘qué privilegiados son esos chicos que tienen durante 50 minutos
delante de sí a una persona que puede mirarlos con el mismo amor con que tú te
sabes mirada por el Señor’”. Sabía que era una persona que tenía una experiencia
fuerte de Dios, pero nunca había pensado en cómo se trasponía esa experiencia
en su vida de la clase. Se lo expliqué un poquito más y le dije: “Igual entras
en la clase de otra manera. Esos niños son privilegiados porque tienen a Cristo
delante de sí y Cristo les mira con amor. Lo que tienes que pedir no es que los
niños se porten bien o que los niños estén todavía tolerables o soportables. Lo
que tienes que pedirLe es que en ti pueda reflejarse, de la manera más sencilla
posible, ese amor que tú conoces, lo conoces porque lo tienes”. Pasaron
bastantes meses y volví a encontrarme con esa mujer en otra reunión de
profesores y me dio las gracias. Me dijo: “Me ha cambiado por entero la forma
de enseñar. No le puedo decir que disfruto viendo a los niños hacer el burro,
pero sí que voy a clase con alegría, y en algunos casos veo que sucede, que se
sorprenden de que en lugar de estar permanentemente enfadada con ellos,
recriminándoles o reclamándoles a vivir de otra manera, cuando no tienen ningún
motivo ellos”. Sin dar razones, sin discutir. En un modo de tratar siempre
habrá personas que misteriosamente su herida por el mal es tan grande que no
reaccionan, o no reaccionan inmediatamente, o no reaccionan ahora, sino
reaccionan diez años después de haber salido de la escuela y se acuerdan
entonces. Pero yo os aseguro que muchas personas, cuando se sienten tratadas
con un amor que sea… no tenemos que ser capaces de amar como Dios nos ama,
aunque es un mandamiento que el Señor nos ha puesto: “Amaos los unos a los otros
como yo os he amado”. Lo que pasa que es un mandamiento. Es como un horizonte;
que nuestro amor pueda ser un pequeño reflejo, pero que refleje realmente ese
amor de Jesucristo; ese amor de Jesucristo que nos ha deseado hasta tal punto
que ha querido hacerse uno con nosotros.
Cuando
hablamos del Espíritu Santo normalmente los cristianos nos liamos mucho porque
lo tenemos muy olvidado, no sabemos muy bien para qué sirve. Es el Espíritu de
Jesucristo, es el Espíritu del Hijo de Dios. Y la Tradici
Damos
gracias al Señor por poder empezar este curso. Le pedimos que nos envíe su
Espíritu. Lo hemos recibido, estamos bautizados, muchos de vosotros seguramente
participaréis de la comunión. Cuando Cristo vienen a nosotros no es para que le
pidamos por la salud de mi tita (que también), pero no es para eso para lo que
viene. Viene para comunicarnos su Espíritu de Hijo y permitirnos vivir en eso
que San Pablo llamaba “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Si vivimos
así, no puede más que sorprender; es una causa de sorpresa.
Que
lo sea todos los días en vuestras clases y que lo sea por el afecto, el modo de
mirar y el modo de querer a los alumnos que tenéis delante. Que nos haga el
Señor capaces de que se transparente en nosotros algo de esa mirada Suya llena
de misericordia y llena de amor por cada uno de nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
CES
“La Inmaculada”
2 de
octubre de 2019