Homilía Mons. Javier Martínez en el inicio de curso 2019-20 de los centros de estudios superiores de la Archidiócesis: Instituto de Teología “Lumen Gentium”, de Filosofía “Edith Stein” y del Centro Internacional para el Estudio del
Fecha: 04/10/2019
Queridos
hermanos sacerdotes y concelebrantes; saludo especialmente al Director de
Ciencias Religiosas de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, de la que
dependemos, tanto el Instituto de Teología como la sección de Ciencias Religiosas
(ha querido acompañarnos esta tarde después de haber vivido ayer su propia
inauguración del curso allí en Madrid);
saludo
especialmente a los rectores y formadores de los dos seminarios diocesanos, y
también a los profesores de los dos Institutos que pueden acompañarnos (la
mayoría de ellos están en sus parroquias en estos momentos);
queridos
seminaristas, hermanas, hermanos y amigos:
El
Evangelio de hoy es muy sencillo, muy claro y muy apropiado para comenzar un
nuevo curso (muy apropiado para comenzar cualquier cosa, en realidad). “De las
entrañas de Cristo brotarán ríos de agua viva”. Como Él le había dicho también
a la samaritana. “Yo te daré de un agua que quien beba de ella no volverá a
tener sed”. El agua que Jesús da es una metáfora. Es claramente la vida divina.
Y esa vida divina tiene un hombre, que es el Espíritu.
¿Por
qué dice San Juan que todavía no se había dado el Espíritu? Porque todavía
Jesús no había sido glorificado. La glorificación de Jesús es siempre en San
Juan una referencia a la Pasión. Y es que es en la Pasión donde, también según
el Evangelio de San Juan, dice “Jesús, entregó el Espíritu”; es decir, se dio
por entero en obediencia al Padre y a sus designios misteriosos, y en amor a
nosotros, de tal modo que nos dio Su vida, dejó Su vida sembrada en esta tierra,
para que el grano muerto floreciese en una multitud de espigas.
Naturalmente,
cuando hablamos de que Jesús nos ha dado la vida, no hablamos de un
acontecimiento, de una cosa que sucedió en el pasado y nosotros recordamos y
nos aprovechamos de los ríos de agua viva que arrancan de la Cruz de Cristo, si
queréis, del costado abierto de Cristo, donde, según una venerabilísima
tradición, se abrió de nuevo la puerta del Paraíso y aquella sangre y aquel
agua nos abrió de nuevo los ríos del Paraíso que habían estado vedados al
hombre. Pues, el Acontecimiento es del don de Sí mismo, del Hijo de Dios hasta
la muerte, que consuma la Alianza establecida en la Encarnación, y en la noche
de la vida, al hacerse hombre el Hijo de Dios, abraza a la historia entera y,
en ese sentido, es contemporáneo nuestro. Solo porque es contemporáneo nuestro
estamos aquí. Sólo porque se puede ofrecer como un don presente y vivo a los
hombres y a las mujeres de nuestro tiempo tiene sentido que estemos aquí. Sencillamente,
de ese río -si uno recuerda las palabras finales del Evangelio de San Mateo: “Yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”- no cesará de brotar
y de manar mientras el mundo sea mundo.
Y es
esa agua la que sacia la sed de los hombres. Y nosotros estudiamos teología y
filosofía, las dos cosas, justamente para saciar esa sed de vida que hay en los
hombres y que nace de nuestra propia condición creada a imagen y semejanza de
Dios, y que luego se hace dramática y a veces casi trágica. Y digo “casi”
porque, una vez que hemos conocido a Jesucristo, sabemos que la tragedia no es
el destino del hombre, pero se hace más dramática por la condición de pecado
que a veces parece llenar hasta el aire que respiramos. Pero Cristo ha vencido
al mundo. El amor de Cristo ha vencido ya al mundo y al enemigo. Él nos da su
Espíritu y ese Espíritu, su misión es la de configurarnos con el Hijo de Dios.
Es ese Espíritu el que nos hace hijos en el Hijo, y nos permite vivir en la
libertad gloriosa de los hijos de Dios, y que ilumina y llena de contenido,
vida, gusto y alegría la vida entera, y todas las dimensiones de la vida.
Hace
no mucho leía yo una imagen que me gustó. Hay dos formas de hacer un pastel de
chocolate. Una es hacer un bizcocho normal y, luego, echarle una capa de
chocolate encima; ahí está el chocolate pero el bizcocho sigue siendo el
bizcocho y el chocolate sigue siendo el chocolate. Otra forma es juntar el
chocolate y la harina, la masa del bizcocho, en el momento de hacerlo entonces,
con la misma cantidad de chocolate, resulta que todo el pastel tiene chocolate.
La imagen servía para explicar cómo a veces concebimos la vida y el
cristianismo. Es decir, ¿concebimos la vida como una masa, a la que luego se le
echa el chocolate por encima, es decir, se le echa la experiencia de Cristo a
las cosas de Dios como por encima de la masa, siendo la masa la misma masa sin
chocolate? Pues no. El Acontecimiento de Cristo cambia. Cambia la historia,
llega a todas las fibras de nuestra masa, a todas, sin excepción. Y por la
comunicación de su Espíritu vivifica todo el tejido, el tejido carnal, de las
relaciones humanas, de toda nuestra humanidad: el conocimiento, los afectos… la
vida entera. La vida entera es transformada para poder vivir en esa libertad
gloriosa de los hijos de Dios.
Comenzar
un curso es comenzar un trabajo, una tarea. Pero a mí me gustaría que esa tarea
la vierais como beber de esa agua, como alimentarse de esa vida, es decir, que
no sea decir “tenemos que aprobar”, “tenemos que estudiar unos exámenes”,
“tenemos que adquirir unos conocimientos”. Los conocimientos están todos,
algunos en google, otros en wikipedia, otros en un sitio que se llama catholic.net,
con una Catholic enciclopedia buenísima desde el punto de vista de la historia
de la teología… No estoy despreciando los conocimientos, en absoluto los
desprecio, vosotros lo sabéis.
Lo
que quiero decir es que, si no impregna en el chocolate esos conocimientos nunca
y el andar en ellos, nunca nos dará alegría, la vida seguirá siendo la
experiencia dramática sin esperanza ni color que tiene muchas veces la vida
para los seres humanos, algo con lo que uno está a disgusto sin más, pero que no
está vivificado por dentro con el agua viva que Cristo nos da.
Yo Le
pido al Señor que nuestro crecimiento en el conocimiento de Dios, que eso es la
teología, sea justamente un conocimiento que toca las fibras de nuestro ser;
que las transforma, gracias al Espíritu de Cristo, al Espíritu de Dios que nos
es dado, al Espíritu de santidad, como se le llama en más de una ocasión, que
nos es dado.
No
quiero en ningún momento separar filosofía y teología. La filosofía tiene más
que ver con la masa; con la masa de lo que somos. Hay masas buenas y masas
malas, y yo decía esta mañana que quien desprecia a la filosofía, en realidad,
lo que hace es apoyarse en la filosofía que estaba de moda o que circulaba por
la calle cuando eran niños, es decir, a la filosofía de la sociedad en la que
vivimos o en la que vivíamos cuando éramos niños o adolescentes, y es la que
hemos asimilado como parte de nosotros mismos. No se puede tener experiencia de
Cristo sin, al mismo tiempo, preguntarse qué significa humanamente esa
experiencia. Por lo tanto, no hay teología sin filosofía. Eso no quiere decir
que los profesores de teología o de filosofía sepamos hacerlo lo
suficientemente bien como para que entendáis eso, que es importante y esencial
entender. Pero un cristianismo sin filosofía sería una secta, sería una cosa
pietista, sería una espiritualidad.
No
es espiritualidad, sino el Acontecimiento de Cristo que abraza a la humanidad,
que abraza a la historia entera, alfa y omega, principio y fin, comienzo y meta
de todo, aquel por quien y para quien todo ha sido creado y en quien todo tiene
su consistencia. Todo. Y todo es todo, desde el amor a los esposos, la amistad
de los amigos, el trabajo, la razón para levantarse por las mañanas, la razón
para sonreír o para llorar. Todo, todo tiene su consistencia y un significado
que trasciendo el espacio y el tiempo, en Cristo y desde Cristo, por quien y
para quien todo ha sido creado. Y por quien y en quien se le da al Padre toda
Gloria, por tanto se cumple la Creación.
Dios
mío, que el curso sea un curso bueno, que nos sepamos ayudar unos a otros,
profesores y alumnos. Todos, como miembros del mismo Cuerpo y, por tanto,
responden al bien del Cuerpo, aman el bien del Cuerpo, se gozan del bien del
Cuerpo, cuando está sano y florece, y sufren cuando el Cuerpo se empequeñece y
se deteriora.
Que
contribuyamos al bien del Cuerpo cada uno desde nuestra vocación, desde nuestra
misión, pero sintiendo a todos los demás, a los que no tienen esa vocación que
nosotros tenemos, que no tienen ese carisma que nosotros tenemos, a los que no
tienen esa historia de la que nosotros formamos parte concreta dentro de la
Iglesia; que lo sintamos como parte nuestra, que seamos conscientes de que no
podemos decir “yo” y, desde luego, no podemos decir “nosotros”, sin que ellos
formen parte de ese “yo” y de ese “nosotros”. San Pablo decía “somos los
miembros unos de los otros”, precisamente porque somos parte del Cuerpo de
Cristo”, y es en Su Cuerpo, es decir, es en su Iglesia, en esta Iglesia carnal,
concreta; con este Papa concreto, con estos organismos concretos que tiene para
poder distribuir mediante los Sacramentos la vida de Cristo a todos los
rincones de la tierra, que tiene estos carismas concretos… Es esta Iglesia
concreta, hecha de carne y hecha de Dios al mismo tiempo, la pertenencia donde
nuestras vidas adquieren sentido y alegría y razón de ser, y un gozo muy
grande. Sentíos gozosos de pertenecer a la Iglesia y sentíos gozosos y
privilegiados de poder dedicar un tiempo a ahondar en la experiencia de la
Iglesia, a saborear la experiencia de la Iglesia. “Saber” tiene mucho que ver
con “sabor”, y “sabor” tiene que ver con “saborear”, con disfrutar, gustar del
buen sabor.
Que
el Señor nos conceda a todos el Espíritu, que nos conceda esa actitud del
Espíritu y la Esposa, el Espíritu y la Iglesia, la mujer que está representada
y anticipada en María, dicen “ven, Señor Jesús”. Que nos dé el anhelo de vivir
de Cristo para poder comunicar a Cristo con pasión. Que el pastel sea todo
chocolate.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
Iglesia
del monasterio de La Cartuja
4 de
octubre de 2019