XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Fecha: 02/09/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 414
Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
- «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
"Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar."
¿0 qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.»
Al Señor le gusta comparar el valor de las cosas, y apelar a la inteligencia humana. Un hombre encontró un tesoro en un campo. Y vendió todo lo que tenía para comprar aquel campo. Un mercader de perlas encontró una preciosa. Y también vendió lo que tenía para comprarla. Eso es lo que hace una persona inteligente, ¿no? Al Señor le gusta apelar a la inteligencia, porque la inteligencia es la mejor aliada de la fe. Jesucristo no ha propuesto nunca que los hombres cerráramos los ojos para creer. Al revés, nos ha invitado siempre a mantenerlos abiertos, a juzgar el valor de las cosas, y a poner en juego nuestra libertad en consecuencia. «¿No vale la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?» «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?»
El caso es que preferimos lo que a nuestros insignificantes ojos vale más. Todas nuestras acciones, hasta las que parecen más o menos conscientes, expresan esa preferencia. Y esa preferencia está regida por una lógica: vale más lo que está en relación más directa con la imagen que nos hacemos de nuestra felicidad. Luego hay en esa lógica un punto unificador último. Por eso, todas nuestras acciones expresan siempre quién es nuestro Dios, cuál es nuestra religión. No la que profesan nuestros labios, sino la de nuestro corazón. «Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón». El tesoro puede no valer nada, y entonces es un ídolo, que empequeñece el corazón y termina devorándonos, porque daremos la vida por algo que no la merece.
Naturalmente, en la implacable disciplina del deseo que nos impone la sociedad en que vivimos, el deseo ha de reducirse siempre a cosas que se pueden comprar, a ídolos. En una sociedad menos enferma y más libre, la plenitud tiene que ver sobre todo con el modo y la calidad de la relación con ciertas personas, especialmente con las más cercanas a nosotros, esto es, con la familia. Y eso que la familia no puede darnos la vida eterna. La familia no es Dios. Pero una familia buena es, en esta vida, lo que más se le parece.
Precisamente por eso, el evangelio de este domingo es toda una provocación, es la provocación suprema. ¿Qué puede valer más que el padre o la madre, o la mujer y los hijos, o los hermanos y las hermanas? ¿O más que la vida misma? Jesucristo vale más. Es paradójico, pero es así: cuando Jesucristo es lo más querido, también el padre y la madre, también la mujer y los hijos son queridos, y de la mejor manera posible. También la vida lo es. Y cuando, en cambio, Jesucristo no es el centro del corazón, inevitablemente se pone la esperanza en quienes no pueden salvarnos. Se pide a los hombres lo que no nos pueden dar. Y ahí comienza el escepticismo y la frustración. Y ahí empieza la violencia.
«Tu gracia vale más que la vida», escribió el salmista, y eso que no conocía tu Encarnación, ni el don de tu Espíritu Santo, ni tu promesa. Tu gracia vale más que la vida, porque Tú eres la Vida misma, y la vida sin Ti no vale gran cosa. Y porque es tu gracia lo que, al final, hace posible amar la vida.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada