Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Iglesia Catedral.
Fecha: 03/11/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos
sacerdotes concelebrantes;
muy
queridos hermanos, hijos, amigos:
Para
quien no haya estado en Palestina, Jericó, lugar de Palestina donde tiene su
sede el Acontecimiento que hoy nos narra el Evangelio y que es el Acontecimiento
esencial del cristianismo (si queréis, en un sentido, porque aquello para lo
que Jesús se encarnó es más profundo lo que sucede en el Misterio Pascual y en
la Semana Santa); cuando los cristianos antiguos describían para qué se había
encarnado el Señor decían: “Para caminar en la vida junto con nosotros porque
Jesús, porque el Hijo de Dios, porque Dios es amigo de los hombres”. De hecho, “amigo
de los hombres” era uno de los títulos que se daban a Jesús en el cristianismo
antiguo. Amigo de los hombres y amigo de los pecadores y amigo de los que
tenían más necesidad de Él y de Su salvación.
Para
quienes no habéis estado nunca en Palestina, Jericó es un oasis que debió ser
un oasis ya en la más remota antigüedad, puesto que junto a la actual Jericó se
conservan las ruinas de los muros de una ciudad del neolítico que creo que se
suele situar en torno al 9000 A.C. y vive, existe la ciudad, sigue siendo hoy
un centro grande, porque es uno de los pocos puntos de paso entre Cisjordania y
Transjordania, entre lo que hoy sería el Estado de Israel, o la zona de
Cisjordania, y lo que es la nación actual de Jordania. Es uno de los pocos
pasos por donde se puede cruzar el Jordán desde siempre. Y por lo tanto, era un
lugar, una “autopista”, por así decir, del mundo antiguo. En el norte de
Palestina hay alguno más pero son gargantas muy fuertes y muy empinadas, y por
lo tanto lugares más peligrosos. Jericó está en medio del desierto de Judá,
pegando al río Jordán, lleno de buganvillas, de flores tropicales, de
producciones de naranjas, limones, limas, toda clase de cítricos; es un lugar
sencillamente bellísimo, como una flor grande en mitad de un desierto de arena
blanco y de roca, pero también muy blanco por el tipo de roca y por la luz tan
potente del sol, a casi 300 metros bajo el nivel del mar, puesto que está al
borde también muy cerquita del Mar Muerto.
Subrayo
el aspecto de que era un centro comercial grande porque Zaqueo –dice- “era jefe
de publicanos”. Es decir, no es que hubiera un publicano. Los publicanos eran,
como sabéis, colectores para el Imperio romano de un cierto tipo de impuestos
que, en España, a principios del siglo XX, se llamaban los fielatos. Los había
en Madrid. Si uno entraba con mercancías, si entraba a lo mejor con un burro
cargado de plantas, de frutos, de aceitunas o sacos de trigos, tenía que pagar
un cierto impuesto por entrar de la ciudad, salir de la ciudad o pasar por
allá. Siendo uno de los pocos lugares de paso entre el Mediterráneo y el
desierto de Siria, era, evidentemente, un lugar sumamente importante, y no
había un publicano o unos pocos publicanos, sino que había toda una red de
publicanos, probablemente porque los que pasaban por allí, además de pimientos,
pepinos y limones, eran también sedas, piedras preciosas que venían de la Ruta
de la Seda, de China u otros lugares, como uno de los lugares para llegar al
Mediterráneo. Por lo tanto, Zaqueo era un potentado en aquella ciudad, pero era
un hombre que había apostatado de su fe judía, por el hecho de ser publicano.
De ahí el escándalo. Era un apóstata y los judíos, cuando uno era publicano,
cuando uno era jugador de dados o pastor, como no podía cumplir las condiciones
que la ley mosaica judía según la mentalidad farisea de devolver a los que
habían robado lo que les había robado, quedaban excluidos para siempre de la
comunidad judía, eran proscritos. Ningún judío piadoso entraba en la casa de un
publicano; ningún padre judío bueno recibiría un hijo que ha sido pastor y,
además, pastor de cerdos. ¿Os acordáis de la parábola del hijo pródigo, no?
Jesús ve a Zaqueo y le dice: “Zaqueo, baja que quiero hospedarme en tu casa”.
Era un escándalo. Como era un escándalo la entrada de una mujer pecadora, que
no hay que hacerse demasiadas fantasías para entender lo que era una mujer
pecadora (podría ser la mujer de un publicano, a lo mejor la mujer de un Zaqueo
cualquiera en cualquier otro pueblo). Cuando Jesús entra a comer el sábado
después de predicar en la sinagoga en casa del fariseo Simón, y una mujer
pecadora se acerca a él, se postra sus pies, los enjuga con sus lágrimas
llorando y los seca con sus cabellos, de nuevo un gran escándalo en el contexto
de la casa de un fariseo. ¿Cómo entra una mujer publicana, una mujer pecadora y
trata así al maestro que ha predicado en la sinagoga? Imposible.
Fueron
este tipo de cosas las que les costaron a Jesús Su Pasión y Su muerte, pero ahí
está la revelación más grande de Jesús: “Yo no he venido a llamar a los justos,
sino a los pecadores”; “No son los sanos los que tienen necesidad de médico,
sino los enfermos”. Uno de los corazones del Evangelio está ahí, y qué
diferente es esta actitud a la que tenemos nosotros normalmente. Nosotros nos
parecemos más (no lo hemos llegado a formular en forma de leyes), pero nuestra
sensibilidad es más la de sentirnos afines con los afines, la de sentirnos a
gusto con los que piensan como nosotros, con los que son como nosotros, con los
que tienen los mismos valores que nosotros o las mismas creencias, decimos, que
nosotros, y por eso no somos una “Iglesia en salida”.
Yo
quisiera subrayar un aspecto del encuentro de Jesús con Zaqueo. Hay muchos,
evidentemente. Eso le abrió el corazón a Zaqueo y derrochó su fortuna, la que
tendría, la que tuviera, a causa de ese gesto de Jesús: le cambió el corazón,
le cambió la vida. Y a eso estamos llamados en la Iglesia: a que siga
sucediendo. Esa es la vida cotidiana de la Iglesia, y sigue sucediendo. Yo sé
que sigue sucediendo. Sigue habiendo encuentros de esta naturaleza, y
constantemente, en los que una persona se encuentra con un cristiano o ve una
familia cristiana, pero pasa demasiado poco. Yo me preguntaba esta mañana: Señor,
si no fuera porque esto es una Catedral; si no fuera porque yo celebro la
Eucaristía y tenemos toda una tradición detrás, yo sé que vienen personas a la
Catedral de aquí y de fuera, y que al menos la Catedral está a la mitad; si no
tuviéramos iglesias, si no tuviéramos colegios católicos, ¿la gente con vernos
a nosotros como Zaqueo se entero de que venía Jesús? Porque Jesús no tendría
que venir solo, tendría que venir acompañado de un grupo de gente, como para
subirse al sicomoro y tratar de verle siendo él pequeñajo. ¿Nos pasaría a cualquiera
de nosotros? Seguro que no. Pensamos que nuestro cristianismo y que nuestra fe
es una realidad privada y la vivimos privadamente. Y a lo mejor, muy bien. Pero
puede en quien nos vea reconocer que somos miembros gozosos, agradecidos,
contentos, orgullosos de ser cristianos, de haber conocido a Jesucristo,
conscientes de que Jesucristo es la salvación para esas personas que no piensan
como nosotros, que no tienen los mismos criterios que nosotros, que a lo mejor
se sienten o se van por la vida flagelando porque han destrozado su propia vida
y no se sienten ni siquiera dignos de ser amados por Dios, y no se aman a sí
mismos. ¿Podría alguien que se encontrase con nosotros, así, reconocer en
nosotros la mirada y el abrazo de Cristo? Esa es mi pregunta, mi pregunta para
mí. Si no viviéramos con la herencia, digamos, de toda una historia cristiana,
¿reconocería la gente que somos cristianos? Una herencia que se expresa en
piedras, en edificios, en instituciones, ¡en tantas cosas! ¿Me verían a mí como
un cristiano que me siento responsable del destino entero del cristianismo, del
destino del mundo? Si Cristo vive en nosotros, si Cristo está en nosotros,
“Señor, yo me siento lejísimos de esto que estoy diciendo, y porque me siento
lejos le pido al Señor que ensanche mi corazón, que me haga consciente de la
infinitud de Su amor y que cambie mi corazón como cambió el corazón de Zaqueo;
que me permita comenzar una vida nueva, vivir de un modo nuevo, ser un punto de
diferencia en los criterios de este mundo, que son los de división, que son los
de intereses, que son los de luchas de poder de unos con otros, que son a veces
los del teatro de estas luchas de poder o de esos intereses, escenificados por
los medios de comunicación de mil maneras. ¿Puede mi vida, puede mi persona
significar una diferencia en este mundo de tal manera que quien se acerque a mí
pueda, como Zaqueo, cambiar su corazón? Pero antes de que mi vida sea así,
¿puede mi corazón cambiar en el encuentro contigo, Señor?, ¿puedo reconocer que
Tu amor es verdaderamente infinito?
Y enlazo
con la Primera Lectura. Hay una frase en la Primera Lectura que era con la que
comenzaba, del Libro de la Sabiduría, del último libro del Antiguo Testamento,
escrito un par de siglos antes de Cristo; pero dice una cosa sobrecogedora: “El
mundo entero es una mota de polvo en la palma de Tu mano”, dirigiéndose a Dios.
Yo hubiera traducido mejor, porque la palabra griega es “cosmos” (es un libro
escrito en griego, pero el cosmos es el universo, el universo entero, las
galaxias… todo). Todo es una mota de polvo en las manos del Creador. Dios Santo.
Si esa proporción vale de alguna manera para imaginarnos Tu grandeza, ¿cómo
será la grandeza de Tu amor? Si un amor tan pequeño es capaz de suscitar las
pasiones que suscita en este mundo como son nuestros amores, de celos, de odio,
de envidia, de deseo de avaricia, de poseer a lo mejor a una persona; si un
amor tan pequeño es capaz de conmover nuestro corazón de tal manera, cómo
tendría que conmoverme a mí ser consciente de la infinitud de Tu amor; que
entre mi amor o el amor más grande que haya podido haber descrito la
literatura, el cine, la poesía jamás, y Tu amor, hay una distancia infinita… Y
no me sobrecoge. Y vivo como si Tú no estuvieras, y me asustan las situaciones
o las circunstancias del mundo, y cuando veo al mundo perderse, me pongo a
lamentarme de lo mal que está el mundo, en lugar de dejarme sobrecoger por Tu
amor y dejarme cambiar. Que Tu amor cambie mi corazón, que está hecho para que
corresponda con el Tuyo, para injertarse en el Tuyo, para ser una manifestación
del Tuyo, que algo del Tuyo brille en mi vida, como brilló en ese momento en la
de Zaqueo para todos los habitantes de Jericó. Que algo de Tu amor, de Tu
infinito amor, brille Señor en nuestras vidas.
Concédenos
por intercesión de Tu Madre, de los santos, de aquellos que han sabido acoger
Tu vida, y que nosotros sepamos ser un poquito de esa luz en este mundo
nuestro, que se muere de hambre y de sed, de desorientación y de oscuridad, de
confusión y de tristeza, y de soledad.
Cuando
un amor infinito está al alcance de la mano y nosotros podríamos ser sus
portadores, abre Señor nuestro corazón y haznos una pequeña luz en medio de la
noche del mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
3 de
noviembre de 2019
S.I
Catedral de Granada