Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de Ordenaciones, en la S.I Catedral.
Fecha: 27/10/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, de la que soy siervo por Voluntad de Dios, Pueblo Santo de Dios;
muy
queridos sacerdotes concelebrantes, diáconos;
queridos
candidatos al Sacramento de diaconados y al Sacramento del Orden en el grado de
presbítero;
queridos
seminaristas;
miembros
de las Comunidades que os han acompañado a lo largo de este camino y con todo lo
que significa acompañar;
comunidades
religiosas dispersas por la catedral;
hermanos
y amigos;
miembros
de las comunidades a las que estáis sirviendo en los montes orientales y en las
Alpujarras:
Bienvenidos
todos a esta fiesta familiar, a este banquete de bodas del Cordero que es cada Eucaristía
y en la que, por la Gracia y la Misericordia del Señor, hoy tres hermanos
nuestros, miembros de nuestra comunidad (aunque todos ellos de países distintos
del nuestro, pero todos ellos unidos en la “ecúmene” de la catolicidad, de la
universalidad de la Iglesia) van a ser elegidos para servir al Señor en esta
Iglesia de Granada.
El
acontecimiento de una Ordenación es siempre un acontecimiento que afecta a toda
la Iglesia, no sólo a las comunidades que conocemos o a las comunidades que
servimos. En realidad, todo sí dado al Señor tiene una repercusión en la
Iglesia entera y en el mundo entero. El “sí” de la Virgen no fue público, no
había allí cámaras de televisión como las hay hoy, no había allí micrófonos ni
había allí testigos de aquel “sí” que ha cambiado la historia del mundo. No
había una gran multitud para cantar las alabanzas y la Gloria de Dios y, sin
embargo, el “sí” de la Virgen dado en el silencio del corazón ha cambiado la
historia porque era condición para que el Hijo de Dios pudiera hacerse hombre,
venir a compartir el camino de nuestra historia y de nuestra vida, venir a
hacerse uno de nosotros y compartir nuestra humanidad pecadora; unirse a ella
de tal manera que nos arrancase –por así decir– del poder del pecado y nos
introdujese en la vida divina.
Uno,
cuando piensa en eso, piensa que el “sí” de la Virgen si era condición para que
el Hijo de Dios se encarnara, es que el hombre pone algo a la Encarnación. Pues
no. Para que la Virgen haya podido dar ese sí ha sido necesaria antes que la Gracia
la hiciese Inmaculada desde el primer momento de su concepción. De tal manera
que siempre resplandezca en todo lo que somos y en todo lo que hacemos la
primacía absoluta de la Gracia.
Vuestra
Ordenación es un regalo para toda la Iglesia. El “sí” que hoy le dais al Señor
también nace de la Gracia. Gracia que a lo largo de una historia y en un lugar
concreto, que son las Comunidades Neocatecumenales, os ha ido haciendo posible
el “sí” que hoy le dais al Señor. Yo me repito siempre en las Órdenes, pero no
me importa: nunca penséis que hacéis algo por Dios; que ese sí es un favor que
le hacéis a Dios, que es un regalo por el que Dios os tendría que estar
agradecidos después de algún modo.
Con
mi experiencia de sacerdote, ya cercano a los cincuenta años, os puedo decir
como testimonio vivo que el sacerdocio es un don que Dios nos hace a nosotros. Es
verdad que el corazón de uno que ha sentido la llamada puede arder en el deseo
de ser, no tanto de ser sacerdote, cuanto de ser un buen sacerdote. Pero ese
ardor nace del Señor también. Y esa coincidencia del corazón del Señor con el
corazón nuestro los mayores beneficiarios somos nosotros. No hay nada más
grande que poder dar la vida por el Señor. Y para un sacerdote poder dar la
vida por el Señor es darla por su Esposa que es la Iglesia a la que yo acabo de
mencionar al principio de mis palabras. Es darla por este pueblo que tiene un
rostro, que ha nacido en este tiempo. No hemos nacido ni en el siglo XVI, ni en
el siglo XVIII, ni en el siglo IV; hemos nacido en estos comienzos del siglo
XXI y decirLe que sí al Señor sigue siendo como el ser elegido de aquellos
setenta y dos que el Señor eligió para acompañar a los Doce. Una predilección
del Señor por vosotros y por vuestra vida.
¿Qué
Le pedimos al Señor todos los que estamos aquí? Pues eso: que seáis unos buenos
sacerdotes. Que podáis ser imagen viva de Jesucristo. Administrareis otros
sacramentos donde vosotros sois secundarios. La gente no os comulga a vosotros.
Comulga al Cuerpo de Cristo. Vosotros sois instrumentales a esa comunión. No
bautizáis vosotros. Es Cristo quien se une al catecúmeno en el momento que
recibe el Bautismo. Y vosotros sois, como yo, instrumentales a esa unión de
Cristo y el ser humano, la persona humana. Pero también vosotros sois un
sacramento sin el cual los otros no existirían. La importancia del obispo, del
sucesor de los apóstoles, no está en que mande a los curas (…), no es mi
misión. El sacerdote no es quien manda en el pueblo cristiano. Es quien es una
imagen viva de Cristo en medio del pueblo cristiano y en medio del pueblo no
cristiano que es todavía más importante, porque las personas que tienen fe
saben disculpar nuestras deficiencias, saben disculpar los límites de nuestros
temperamentos, saben disculpar incluso una cierta tendencia a un defecto, hasta
un vicio. Pero para las personas que no tienen fe somos muchas veces el único
lugar que ellos tienen de reconocer la verdad de Jesucristo.
Por
lo tanto, al mismo tiempo que damos gracias al Señor por haberos preferido, por
haberos cuidado, por haberos guiado hasta este momento, y se las damos con toda
el alma y sin reservas de ninguna clase; al mismo tiempo, Le pedimos al Señor
que seáis unos buenos sacerdotes. Yo quisiera subrayar –y soy consciente de que
lo hago muy en comunión con las enseñanzas del Santo Padre– que tengáis un
cuidado especialísimo con los pecadores y con los alejados, o con los no
creyentes, o con los paganos, o con los que tienen otra tradición religiosa que
no es la nuestra. Porque son ellos los que tienen necesidad de Cristo de una
manera especial. Son ellos los que tienen especial necesidad de sentir la
caricia del Señor, de sentir la caricia del Nazareno. No la vuestra. Pero sí la
de Jesús. Y eso se hace en la mirada, en el trato, en la forma de estar. No se
hace en los momentos de celebración litúrgica. La celebración litúrgica es para
fieles y para los ministros una escuela donde aprendemos a vivir. Pero la vida
tiene que parecerse cada vez más a lo que experimentamos en la vida sacramental
de la Iglesia. La Eucaristía, en el Perdón de los pecados, en la gratuidad del
Bautismo…
Por
lo tanto, yo Le suplico al Señor en las Comunidades a las que sirváis acercaros
especialmente a los pecadores. Y nunca con una mirada de soberbia. Fijaros, os
lo dice un pastor, pero os lo dice un fariseo. El Evangelio de hoy era la
parábola del fariseo y del publicano. Y lo he dicho muchas veces –y lo digo en
público, tengo dolor pero no tengo vergüenza en decirlo porque es la verdad de
mi vida-; mi corazón es el del fariseo, siempre me identifico con él. No porque
haya podido hacer la oración que él hace de darLe gracias Señor por todo lo
bueno que soy, nunca la he podido hacer. Pero llevo desde niño queriendo
hacerla. Todas las noches, todas las noches me encantaría poder decirle “Señor,
fíjate, que día tan bueno, cómo me ha salido, qué maravilla”. Por lo tanto, eso
me pone de manifiesto que mi corazón es el del fariseo, que no estoy
convertido. Y porque no estoy convertido soy capaz de despreciar a los
pecadores. Soy capaz de juzgarlos, de ponerme por encima de ellos. Que no es lo
que hizo el Señor, nunca. A los pecadores los trató siempre con respeto, con un
respeto exquisito, con una delicadeza exquisita. A la adúltera, a la samaritana,
a Zaqueo, pecadores públicos que en el mundo judío estaban expulsados de la
comunidad judía. Y Él los trató con una delicadeza exquisita, nunca hay el
menor gesto. Sólo fue fuerte con los hipócritas, con los fariseos; sólo con
nosotros tiene el Señor el derecho a ser fuerte porque hemos recibido todo. Y
nos apropiamos de ello como si fuera una posesión nuestra.
Cuando
en la Edad Media, que era gente que sabía mucha teología…, bueno no hay que
hablar de la Edad Media. En Europa, antes del siglo XIV, que la gente sabía mucha
teología, y se hacía una catedral y se pintaba un Juicio final a la entrada de
la catedral... El obispo pedía siempre que lo pusieran en el infierno para
recordarle en cada momento que los que tenemos peligro somos los que hemos
recibido dones. Los que no han recibido los dones que hemos recibido nosotros
esos tienen el Cielo asegurado. Sed siempre exquisitos con los pecadores, sed
siempre exquisitos con los paganos, sed siempre exquisitos con las personas que
odian a la Iglesia. Que vuestra mirada respire de tal manera el amor infinito
de Jesucristo que pueda disolver ese odio y si no lo disuelve, que no sea
problema vuestro; que sea problema de la Gracia de Dios con esa persona. Pero
no que en vosotros falte algo de amor, algo del reflejo del amor infinito de
Dios por cada ser humano. Y tanto más cuanto más lejos esté de lo que nosotros
consideramos el centro. Tanto más cuanto más lejos esté de lo que nosotros
consideramos lo que es importante en la vida, lo que nosotros hemos recibido
gratis. Si no es mérito nuestro estar donde estamos... De ninguno. Ni para mi
ser obispo, ni para quienes hacéis el Camino hacer el camino. Ni para los que
estamos bautizamos y somos y nos sentimos Iglesia, estar en la Iglesia. Soy
cristiano por la Gracia de Dios. Y si soy cristiano por la Gracia de Dios, no
puedo usar esa fe o ese cristianismo como una sartén para darle a nadie en la
cabeza con ello. Nunca. Sólo para atraerle. ¿Y qué es lo que atrae?, ¿qué es lo
que seduce? La belleza. La belleza de vuestra vida, la belleza de vuestro amor,
vuestra comunión. Vuestra comunión que es un signo que Dios puso justamente
“para que el mundo crea que Tú me has enviado”.
Seguramente
no soy el único que tiene corazón de fariseo entre los que estamos aquí, pero
con un corazón que quisiera tener el corazón del publicano. Le pedimos al Señor
que vosotros tengáis el corazón de Cristo y que améis al ser humano con el
mismo amor de Jesucristo. Y que no tengáis miedo a heriros o a, como dice el
Papa tantas veces, una Iglesia que sale es una Iglesia que se hiere, que se
rompe un brazo, que se escalabra; no tengáis miedo a escalabraros, a los
riesgos que supone ir tras la oveja perdida. Si la oveja perdida anda por
caminos escabrosos y se ha apartado de la senda de la cañada real, hay que
correr el riesgo de ir por aquellos caminos o por aquellos riscos y, a veces,
el pastor se cae y no llega ni siquiera a la oveja perdida. Eso no lo tiene en
cuenta el Señor. Dice el Papa: de lo que hay que protegerse, lo que hay que
pedirLe al Señor es que no seamos nunca una Iglesia enferma, que no es capaz de
ir a por la oveja perdida porque esa Iglesia no es la Iglesia de Jesucristo.
Esos
son mis dos consejos: tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que no
tuvo como algo digno de retenerse el ser igual a Dios sino que asumió la
condición de esclavo, se despojó de Sí mismo, se despojó de su rango y vino a
entregarse en manos de los pecadores hasta la muerte y una muerte de cruz. En
el mundo en el que estamos no tenemos que excluir la posibilidad de la
persecución y del martirio. Nadie, muchos de vosotros, la vivís. No digo
cotidianamente, pero, a veces, casi cotidianamente. La vivís en la Iglesia por
el hecho de estar en la Iglesia, por el hecho de ser cristiano. La vais a conocer
vosotros por el hecho de ser sacerdotes. ¡Bendito sea Dios!
En
el Oficio de Lecturas leíamos estas últimas semanas alguna carta de San Ignacio
también. Por lo menos en algunas de las modalidades del Oficio de Lecturas de
San Ignacio de Antioquía. Si no hay modo más bello y más pleno, y más grande de
testimoniar a Jesucristo que mostrar que es verdad lo que decía el salmista:
“Tú Gracia vale más que la vida”. Y si el Señor nos vuelve a dar, es una
purificación de la Iglesia el que el mundo persiga a la Iglesia, que el mundo
no entienda, que el mundo rechace, que el mundo juzgue y se equivoque, también
se equivocaban cuando juzgaban al Señor. ¡Qué privilegio para nosotros!, ¡qué
cosa más grande! ¡Alegraos y regocijaos!, decía Jesús.
Vuelvo
al origen. Damos gracias al Señor por vosotros, por vuestras vidas, por vuestra
historia, por toda la gracia inmensa y la preferencia y el amor del Señor que
hay en ellas. Y Le pedimos que en este nuevo camino que hay que empezar en un
mundo nuevo, en un mundo tan diferente… Hace veinte años sería inimaginable que
hubiese aquí ordenándose tres personas de tres países distintos. En este mundo
nuevo que necesita oír por primera vez, como si fuera por primera vez, la Buena
Noticia del Evangelio, sed vosotros esa Buena Noticia. Y esa Buena Noticia es “ha
aparecido la Gracia de Dios, ha aparecido Su Misericordia”: eso es lo que
decimos la noche de Navidad. Vosotros, desde vuestra Ordenación, sois parte de
esa Navidad, y parte de la mañana de Pentecostés, y parte de la mañana de Pascua.
Prolongáis ese Acontecimiento, especialmente en el Sacramento de la Eucaristía.
Que
todas vuestras vidas reflejen ese Sacramento, para que los que somos pecadores
podamos gozarnos en vosotros, aprender de vosotros y seguiros con entusiasmo,
porque sois un signo de que Cristo está vivo. Que así sea para vosotros y para
todos los sacerdotes que estamos aquí. Y para los familiares y amigos, que no
dejéis de pedir por todos nosotros, por ellos especialmente. Y pedir por ellos
es pedir por vosotros. Pedir por ellos es pedir por la Iglesia. No dejéis de
hacerlo.
(…)
Que
el Señor os bendiga a vosotros porque si os bendice a vosotros, de una forma o
de otra, estaremos todos bendecidos. Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
27
de octubre de 2019
S. I
Catedral de Granada