XXXI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Fecha: 24/10/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 655, 6-7
El evangelio de hoy, el relato de cómo Jesús se hospeda en casa del publicano Zaqueo, es una magnífica ilustración de un hecho al que hacen referencia en numerosas ocasiones los evangelios: que Jesús acogía a los pecadores y comía con ellos. Es de nota que –como sucede en el evangelio de hoy- las indicaciones que tenemos de este hecho están siempre puestas, o en boca de fariseos que critican a Jesús por ello, o en boca de la gente que se extraña de su conducta. Pero entenderíamos mal estas alusiones de los evangelios si, juzgando desde nuestro ambiente, no viéramos en la conducta de Jesús más que un fruto de su simpatía humana o de su jovialidad. No parece que entonces la animosidad de los fariseos estuviera muy justificada.
Como sucede en todos los relatos evangélicos, hay que leerlos a la luz del ambiente concreto que reflejan, es decir, a la luz de la situación religiosa de Palestina en el siglo I: relatos que parecen muertos y toda una serie de alusiones que nos resultan oscuras, se llenan entonces de vida.
Por “pecadores” se entendía en el ambiente de Jesús no sólo los hombres que despreciaban notoriamente los mandamientos de Dios, sino también todos aquellos que ejercían profesiones despreciadas, de las que se pensaba que llevaban necesariamente a la inmoralidad o a la injusticia. Por la literatura judía sabemos que entre tales profesiones se contaban la de jugador de dados, prestamista, cobrador de contribuciones (bien fuera territorial o “per capita”, o bien la de consumos, que es la que cobraban los publicanos), y la de pastor; sobre éstos pesaba la sospecha de introducir sus rebaños en los campos ajenos. Que el evangelio, cuando habla de “pecadores”, se refiere no sólo a hombres de mala conducta, sino a aquellos cuya profesión se contaba entre las proscritas, nos los prueba su modo de hablar, análogo al de la literatura judía, cundo hace asociaciones como “publicanos y meretrices”, “ladrones, estafadores, publicanos”.
Pero hay más. En la piedad judía de la época, casi el principal deber religioso era el de mantenerse separado de tales gentes. “Está prohibido compadecerse –dice un escrito judío- de uno que no tiene conocimiento de la ley”. “Un fariseo –comenta otro- no se hospeda en casa de ellos, sin su vestido”. Y todo ello, no porque el judaísmo desconociera la misericordia de Dios, sino porque pensaba que esa misericordia estaba reservada al justo. Para que el pecador sea objeto del amor de Dios, es preciso que antes se convierta en justo. Y esto era, para la clase de hombres que hemos mencionado antes, casi imposible, pues entrañaba, además del abandono de su profesión, la obligación de restituir lo robado más un quinto. ¿Y cómo podía saber un publicano o un pastor a quiénes y en qué cantidad había estafado?
Ahora comprendemos el motivo del escándalo de los fariseos. Jesús llama a publicanos en su seguimiento, anuncia y predica que Dios se ocupa de los “pecadores”, que está dispuesto a perdonarles sin tener en cuenta la cuantía de su deuda, como con ellos. El hecho de la comida es especialmente importante, ya que en Oriente, incluso hoy, la comunidad de mesa significa concesión de paz, hermandad y perdón, en una palabra, comunidad de vida. Para los fariseos, eso era la destrucción de toda ética, y no podía deberse sino a una arrogancia de Jesús. Pero para Zaqueo, como para muchos otros, la conducta de Jesús significó la llegada de la salvación. Su gozo le lleva a repartir la mitad de sus bienes entre los pobres. Un agradecimiento que los fariseos no conocían.
Francisco J. Martínez