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“La Transfiguración nos habla de nuestra vida y nos abre horizontes para nuestra vida”

Homilía de D. Javier Martínez en el II Domingo de Cuaresma, en la Santa Misa en la Catedral.

Fecha: 08/03/2020

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;

queridos hermanos y amigos todos:

 

Entre las imágenes falsas, como la mala hierba, que ha crecido -diríamos- en el seno de nuestra experiencia cristiana, empobreciéndola y enturbiándola, y haciendo que muchas personas se alejen de la Iglesia, de Jesucristo y de Dios, está la conciencia como que –lo voy a decir de una manera muy salvaje, muy cruda– a Dios le gustase el que nosotros suframos, como que los males que vivimos en la vida, muchas veces además espontáneamente tendemos a decir “bueno, si Dios me ha mandado esto, tengo que resignarme”; otras veces nos quejamos y decimos “qué le he hecho yo a Dios para que tenga que pasar por esta enfermedad o por esta situación”.

 

Los males que vivimos los hombres provienen, no de Dios, nunca, ninguno. Provienen de nuestra condición de criaturas. Somos criaturas mortales y, por lo tanto, tenemos que pasar por la muerte y vivir las condiciones de seres que, no sólo tienen un cuerpo, sino que somos un cuerpo, y vivimos todo lo que vive nuestro cuerpo, como experiencias personales, y al mismo tiempo que somos pecadores. De hecho, yo creo que los males más grandes, los que más nos hacen sufrir en la vida, son la traición o el olvido, o la mentira, o los daños que nos hacemos unos a otros, que muchas veces determinan y marcan nuestra vida con sufrimientos que nosotros mismos no somos capaces de superar o de vencer. Incluso uno puede decir “sí, pero un terremoto o un tsunami…”.

 

Nosotros, aun proviniendo de una tradición cristiana, por esta deformación de la mala hierba que ha crecido en nosotros mismos, en nuestro propio corazón en primer lugar, nos escandalizamos de esas cosas y personas, en cambio, que no son cristianas, que no provienen de la tradición cristiana, pero que tienen un sentido de lo divino mucho más profundo, no se escandalizan de un tsunami y se ponen a plantar flores al día siguiente en el mismo lugar donde el tsunami destruyó su casa. No se irritan, no buscan un culpable… ¿por qué? Pues, porque se saben criaturas mortales y saben de alguna manera que Dios no está fuera del mundo como un ingeniero que juega con piececitas a un mecano y que luego permite que el mecano se venga abajo, sino que está en todas partes, también en los difuntos, víctimas del tsunami; también en todas las realidades del mundo; no está fuera del mundo manejando los hilos como lo haría un poderoso de este mundo, de los que rigen o creen que rigen los destinos del mundo. Dios está en todas las cosas y Dios no goza con la muerte de las criaturas. Hasta la misma muerte es vivida de manera diferente cuando uno sabe que nuestro destino es la vida eterna y cuando no lo sabe.

 

Yo quisiera deciros hoy que la plaga más trágica de este mundo, sobre todo en nuestro mundo más bien rico y desarrollado, es justamente la soledad. Los hombres vivimos unos al lado de otros como extraños, no nos sentimos ni hermanos, ni familia. Cada uno llevamos nuestros propios intereses y llevamos muchos siglos en los que se nos enseña que la búsqueda por parte de cada uno de su propio interés es la mejor forma de vivir y la plaga más grande de nuestro tiempo es la soledad. La soledad de las personas, de muchas personas. Incluso la soledad dentro de las familias. La adicción a las redes sociales o la adicción a las series de películas es una forma de compensar una especie de soledad, porque no hay nada, no hay ninguna oferta en el mundo en el que vivimos, que toque de verdad nuestro corazón, que nos abra a la vida eterna, que nos abra a la conciencia, que nos permita experimentar, como experiencia vivida, que nuestro destino no es esta vida ni los triunfos que podamos conseguir en ella, ni siquiera –y lo digo con todo el cariño de una persona que lleva cien años de vida y que puede dar gracias a Dios por esos cien años– es una vida larga.

 

Nuestro destino en esta vida es el Señor, que nos ha abierto el destino de la vida eterna, y cuando tenemos experiencia de ese amor, cambia algo tan profundo en nuestro corazón que todas las cosas encuentran su lugar. Encuentra su lugar la amistad, encuentra su lugar el amor de los esposos, encuentra su lugar el amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres, encuentra su lugar la paciencia mutua y el perdón, encuentra su lugar todo lo que hace la vida humana digna de ser vivida, todo lo que es bello, verdadero, bueno, amable… Yo oí decir hace muchos años una vez: ¿Qué es lo que sucede de más profundo cuando uno se encuentra con Jesucristo? Que la vida se hace amable; que uno encuentra el gusto por la vida, que uno no puede encontrar, aunque lo busque ansiosamente de mil maneras… No somos capaces, no somos capaces de fabricar ese producto; las drogas lo consiguen engañosamente, darnos una felicidad artificial. Pero una felicidad que pueda brotar del fondo del corazón, un deseo de amar, de comunicación, una fraternidad verdadera entre nosotros, unas comunidades humanas que sean comunidades de hermanos, comunidades de amigos y de amigas. Una vida plenamente humana, sólo a la luz de Jesucristo y justo porque nos abre el destino a la vida eterna y lo que significa cada una de nuestras pobres vidas para Dios, que tienen un valor infinito, porque somos imagen suya.

 

Me diréis, “¿qué tiene que ver esto con el relato de la Transfiguración?”. Todo. Los discípulos esperaban un Mesías que triunfase políticamente. Menudo triunfo Señor, el de la cruz. Antes justo de la Transfiguración, Jesús les ha anunciado que va a morir, y les ha explicado un poco cómo va a ser su muerte, cómo van a ser sus enemigos los que van a procurarle esa muerte, e inmediatamente después les permite el Señor vislumbrar Su Gloria. No, los detalles del relato están expresados para decir, para a una persona formada en el mundo judío, que lo que ellos vieron allí fue la Gloria de Dios y lo que pudieron ver fue, en la humanidad de Jesús, una voz que les decía “a este hombre podéis seguirle”. Le pasaría Pedro, una vez que Jesús predicando, anunciando la Eucaristía, sencillamente la gente se marchaba porque aquello les parecía una locura, y les dice Jesús a los discípulos “¿también vosotros vais a marcharos?”, y Pedro responde por todos diciendo, “Señor, adónde vamos a ir si sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Si sólo tú realmente… no eliminas nada del drama de nuestra vida, ¡nada!, ni la proximidad de la muerte, ni el riesgo de la enfermedad, ni los peligros o los dolores que causan en nuestra vida la mentira, la traición, el engaño en todas sus formas… De nada de eso nos ha querido librar el Señor, en el sentido de convertir nuestra vida en una dulce novela romántica estilo “La Casa de la Pradera” o cosas así. No, no ha eliminado nuestro drama, pero nos permite vivirlo con libertad. Nos ha hecho libres. Nos ha dado la posibilidad de experimentar un amor por la realidad como es, un amor por la vida, con todas sus miserias y sus pobrezas, que es invencible, porque el amor con el que somos amados es invencible.

 

Por eso, lo más importante de lo que tenemos necesidad en la vida es de encontrar ese amor de Jesucristo. De poder abrir nuestras vidas a Jesucristo, como dijo Juan Pablo II, en aquella primera intervención suya: “Abrid vuestras puertas a Cristo”, las puertas de vuestra alma, de vuestro corazón, de vuestra vida. Y lo que pone Cristo en nuestra vida qué es. Justo la alegría de vivir, la certeza esperanzada de nuestro destino eterno, de la vida eterna. La certeza de un amor de Dios que es infinitamente más fuerte que nuestras torpezas y que nuestras mediocridades y que nuestros pecados. ¡Infinitamente más fuerte! Y subrayo lo de infinitamente porque quisiera que comprendieseis que es verdad. Nuestros pecados o los pecados, o las injusticias que hacen con nosotros, nos hacen sufrir muchísimo, y no son nada comparado con el amor que se nos ofrece cada segundo, en este mismo momento, cada día, cada momento de la vida. Poder ser conscientes de ese amor, poder acoger ese amor que se nos ofrece en el Sacramento de la Eucaristía, se nos da con el Cuerpo de Cristo, porque Cristo desea vivir en nosotros; porque Dios desea vivir en nosotros, vivir con nosotros, pero más vivir en nosotros y acompañarnos, y ser nuestra fortaleza y nuestra columna, por dentro y por fuera, en el camino de la vida. Ese es el amor de Dios. Ese es el deseo de Dios y ese es el horizonte que Jesucristo, al hacerse hombre, nos abre: que llena la vida de buen gusto y de gozo, que hace que la Historia tenga sentido: Moisés y Elías, la Ley y los profetas encontraban su cumplimiento en las palabras y en la figura de aquel hombre, que no dejaba de ser un hombre, pero en el que se hacía imagen carnal, tangible, visible, audible… se hacía accesible a nuestros sentidos la Gloria misma de Dios, el amor infinito de Dios.

 

Mis queridos hermanos, qué diferente es ser cristiano por costumbre, por rutina, sin ser consciente de lo que eso significa, a tener la experiencia de ese amor. PedidLe al Señor, en esta Cuaresma, que esa experiencia del amor de Jesucristo sea experiencia vuestra, hecha en vuestra carne, hecha en vuestra vida. Buscad hombres de Dios y mujeres de Dios que puedan acercaros a Él, que puedan acercarnos a Él, de forma que esa certeza crezca en nuestro corazón, y entonces seremos libres.

 

He traído el Nuevo Testamento y quería leeros un pasaje que me parece adecuado eso que os estoy diciendo, en el cual estoy comentando el significado de la Transfiguración, pero también el significado de la Encarnación del Hijo de Dios, porque la Transfiguración no es más que un momento singular y particularmente poderoso, que marcó la experiencia de los discípulos cuando se encontraron con Jesús. Os voy a leer un pasaje de la Carta a los Hebreos, que viene a decir esto mismo de otra forma, pero que me parece especialmente adecuada al momento y a las circunstancias del mundo en que vivimos.

 

Ha empezado al Carta a los Hebreos diciendo que el Hijo de Dios no se encarnó para salvar a los ángeles sino para salvar a los hombres de carne y hueso, dice: “Por tanto, lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y de nuestra sangre, para aniquilar mediante su muerte –o sea, compartiendo nuestro destino– al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos”.

 

Sin el horizonte de la vida eterna somos esclavos, de muchas maneras: de nuestros propios pecados, del dolor que nos causan a veces esos pecados porque somos conscientes del mal que hemos hechos, pero esclavos sobre todo de no poder rehacer nuestra vida, de no poder reconstruirla, de no poder dar marcha atrás, y esclavos sobre todo de una falta de esperanza que envenena hasta nuestros amores más bellos. “Aquellos que, por temor a la muerte, pasaban la vida sometidos a esclavitud”.

 

Os decía yo, el primer fruto de haber encontrado a Jesucristo es un gusto por la vida, un amor a la vida, que, sin embargo, no está envenenado por el temor a la muerte. No tememos a la muerte. Si la muerte no es más que el paso a la vida verdadera, el paso a la plenitud de la vida. Y de ese temor a la muerte y de esa soledad que viene acompañando siempre a ese temor nos ha librado Jesucristo.

 

Si algunos de los que estáis aquí os gusta la literatura, hay una obra preciosa de Paul Claudel, un poeta francés del siglo XX, que se llama “La Anunciación a María”. Es una obra de teatro muy rica, jugosísima, llena de contenido teológico, probablemente una de las obras cristianas más grandes de la historia de la literatura. El centro de la trama es una muchacha prometida a un constructor de una catedral, que arriesga su vida por dar un beso a un leproso. Esa es la libertad que nos habla el cristianismo.

 

A finales del siglo II y comienzos del III hubo en todo el Mediterráneo una gran peste que, al parecer, salió del sur de Egipto y por el Nilo se fue extendiendo poco a poco por el Mediterráneo, pero cuando llegó a Roma, por ejemplo, había días en los que morían 5.000 personas al día. Y el obispo de Corinto, pasada la peste, le escribe al obispo de Alejandría, y le dice: primero tuvimos la persecución y en la persecución murieron muchos hermanos nuestros, y cuando pasó la persecución y estábamos recuperando la paz, vino la peste, y yo creí que la comunidad cristiana de Alejandría se acabaría, pero no ha sido así, y no ha sido así porque mientras que los paganos, esclavos por el miedo a la muerte, en cuanto veían a un apestado, lo sacaban de la ciudad y lo tiraban a los montes o al campo o en la calle y salían huyendo, los cristianos se acercaban, lavaban las heridas de los que habían caído víctimas de la peste, los enterraban… y dice el obispo: “Es verdad que muchos murieron, pero por cada uno que moría, diez venían a pedirnos la esperanza que lleva consigo el conocimiento de Cristo, y la Iglesia no sólo no ha disminuido sino que ha crecido con la experiencia de la peste, por el testimonio de la libertad y del amor invencible de los cristianos”.

 

La Transfiguración nos habla de estas cosas, nos habla de nuestra vida y nos abre horizontes para nuestra vida. Vivid gozosos y agradecidos de que el Señor nos haya dado un amor tan grande que nos libera de la esclavitud que significan el miedo a la muerte y la soledad que lleva consigo.

 

Que así sea para todos nosotros, ojalá que así sea para todo el mundo.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

8 de marzo de 2020

S.I Catedral de Granada


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