Homilía de Mons. Javier Martínez en el Sacramento de la Confirmación en la parroquia de Regina Mundi.
Fecha: 07/02/2020
Habéis estado preparando este momento con cariño y con mucha ilusión. Solo con ver lo elegante de vuestros peinados y de vuestros trajes, se nota que es un día especial. Pero podríamos pensar que es un día especial, como un día de fiesta, sencillamente, o como fuegos artificiales, o una cosa así; como un momento emocionante que luego pasará.
Y quisiera deciros que
no es eso. Os decía que, aunque no nos conozcamos mucho, pero somos una familia
y lo que sucede esta tarde es un acontecimiento de familia que, en primer
lugar, pone de manifiesto lo importante que es cada una de vuestras
personas. Lo voy a decir muy a lo bruto:
el Señor os desea. Es más, el Señor quiere estar en vosotros, quiere sostener
vuestras vidas, desde dentro, por dentro. Quiere ser vuestra tierra firme y esa
tierra firme la necesitamos en el mundo en el que vivimos, y no me refiero a
España ni a sus circunstancias, que son muy poco diferentes a las
circunstancias de Estados Unidos o de la mayoría de los demás países del mundo.
Vivimos en un
sinsentido. Leía yo a un pensador norteamericano que decía, lo leía hace unos
días, “cuando uno empieza a desarraigar, se desarraiga todo y lo único que nos
queda son la necesidad de las raíces”. Yo quiero hablaros de la necesidad de
las raíces, es decir, que la Confirmación y la vida de la Iglesia, la vida
cristiana, no es como una especie de adorno opcional, voluntario; como una vida
humana que se puede desenvolver exactamente igual sin Dios.
La necesidad que
tenemos de raíces es la necesidad de poder saber quiénes somos. ¿Quién soy yo?
¿Qué hago en este mundo? ¿Para qué es mi vida? Se puede vivir sin darle
respuesta a esas preguntas, pero no se vive bien. Uno puede demorar, dilatar la
respuesta, diciendo: “Bueno, ya se la daré cuando sea más grande”. Y, sin
embargo, vamos viviendo, vamos tomando decisiones que orientan nuestra vida. Si
estuviéramos solos y tuviéramos mucho rato, os preguntaría: “¿Qué vais a hacer
después de 2º de Bachillerato?”, y estoy seguro de que la mayoría de vosotros
sabéis lo que queréis hacer después. Pero habría algunas personas que no, que a
lo mejor me decía “pues no lo sé”, dependiendo de lo que salga de esa ruleta
rusa que se llama la Selectividad. Pero eso que hacemos con la Selectividad y
que es un error, porque es bueno ir con un objetivo, y si uno quisiera hacer
medicina y luego las notas no le dan para entrar en medicina, pues que entre en
Formación Profesional de Pediatría y en segundo o tercero ya se colará en
Medicina. Como conozco el caso de una médico estupenda que hizo eso y dijo: “Pues,
lo siento mucho, pero yo voy a hacer Medicina”, y es una médico estupenda.
Quiero decir: tener una determinación, saber los para qués, y lo que quiero en
la vida y que eso que quiero corresponde a los anhelos hondos de mi corazón… Porque
anhelos tenemos de muchas cosas, pero no todos son hondos. Anhelos tenemos de
tener muchos seguidores en Instagram, otras personas tienen anhelo de sacar una
nota estupenda en el curso, otras personas tienen anhelos de ser famosos… No
son esos los anhelos más profundos. Nunca.
Si os gusta el cine,
hay una película que se llama “La verdad” y que mercería la pena que la
vierais. La película pone de manifiesto lo que es verdaderamente una necesidad
de todo ser humano, y no es una película hecha por un cristiano, para nada. Ni
es una película que la gente llamaría religiosa, que normalmente suelen ser
malas y a mí no me gustan demasiado; pero pone de manifiesto, de una manera muy
patente, la necesidad que tenemos todos, en palabras de Edith Stein, Santa
Benedicta de la Cruz, escribiéndole a un compañero suyo: “El que busca la
verdad busca a Dios, aunque no lo sepa”. Y si eso vale para la verdad, vale
para el bien y vale para la belleza. Yo creo que, en la búsqueda de esas
raíces, buscamos a Dios, porque otras raíces no nos valen. Y muchas personas se
creen que no buscan a Dios y piensan que buscan otras cosas, y otras cosas no
sosiegan el anhelo del corazón. Tenemos necesidad de esas raíces. Decimos,
“¡no, si somos frutos de la evolución!”… Para imaginarse que somos fruto de la
evolución es creer en un misterio que es mucho más complicado que la
Encarnación del Hijo de Dios, que la Trinidad y todos los misterios de la
Iglesia juntos. (…)
El orden, la belleza de
nuestro rostro, la belleza de vuestros rostros, Dios mío, y de todo rostro
humano, sólo es imaginable como fruto de una inteligencia y de una inteligencia
llena de afecto por la Creación, llena de amor por la Creación. Buscamos
nuestras raíces… El fondo de esa película, como el fondo de un montón de
buenísimas películas que ha habido en la historia del cine, como en el fondo de
un montón de vidas literarias, está la necesidad que tenemos de Dios. Dicho con
las palabras de otro filósofo francés del siglo XX, también vivo todavía: “La
pregunta primera del ser humano no es la que decía Heidegger, ‘¿por qué existe
Dios?, ¿por qué existe el ser en lugar de la nada?’; la pregunta es si existe
un afecto capaz de dar sentido a todas las fatigas de una vida”. Bueno, pues
nosotros los cristianos, que no somos mejores que nadie –y muchas veces somos
muy torpes y muy mediocres y no vivimos nuestra fe, ni nos la tomamos en
serio–, sabemos que sí, que existe ese afecto y que ese afecto es lo que Dios
nos regala en Jesucristo y lo que Dios nos regala en la vida de la Iglesia
mediante los signos pequeños de los Sacramentos. Y ese afecto es lo que el
Señor os regala esta tarde una vez más, no sólo os lo regala –ya os lo ha
regalado–, sino que lo confirma, lo ratifica.
El cristianismo no son
cosas que nosotros hacemos por Dios; son cosas que Dios hace por nosotros. La
religión no son cosas que nosotros tenemos que hacer por Dios. La religión es
el reconocimiento de un lazo, de una liga, “re-ligare”, de un vínculo que, cuando
pensamos en nuestro ser tenemos que reconocer, que nos une a alguien que nos ha
dado el ser y que nos ha dado la vida, que nos lo está dando en este momento; y
el cristianismo es la Revelación del Dios que es Amor, de que esa realidad
infinita que podemos concebir vagamente, sin ser capaces de representárnosla
nunca, que estamos ligados, unidos, a esas raíces que buscamos y que podemos, a
veces, como a tientas, medio reconocer, se ha hecho visible, se ha hecho carne
en Jesucristo y permanece en esa carne, que es su Cuerpo, que es la Iglesia. La
carne es frágil y su Cuerpo también es frágil, pero en ese Cuerpo permanece
siempre la fidelidad del Señor.
De aquí a un rato
diréis: “Creo en la Iglesia Santa, Católica y Apostólica”. Pues, es santa, no porque
nosotros seamos santos. Santo sólo es Dios, lo dice el Señor, pero el Señor
permanece con nosotros. El Señor se dio a nosotros en la cruz para siempre y
para todos. Nos rescató a todos y cada uno, a todos los hombres y mujeres de la
historia. En su Cuerpo, que es la Iglesia, desea hacerse compañero de camino de
cada hombre, de cada mujer. Y en la Confirmación, quienes hemos recibido el
Bautismo cuando éramos niños, antes de que tuviéramos conciencia, el Señor
ratifica, en una edad en que podemos darnos cuenta de lo que eso significa, la Promesa,
la Alianza, el amor infinito que Jesucristo es para cada uno de nosotros.
¿Eso nos transforma de
repente, como por arte de Harry Potter, en personas absolutamente sin defectos?
Pues, no (…) La Confirmación no nos hace más buenos. Yo no quisiera que os
hagáis ilusiones, si os hicierais esa ilusión… yo sé que el primer día que
metáis la pata un poco en serio y tengáis un broncazo de aquí a tres semanas.
¿Vais a volver a catequesis de Primera Comunión? No. ¿Cuál será la conclusión
que vuestra inteligencia sacará de eso? “Pues, no ha funcionado, llevo toda la
vida formándome y no ha funcionado”. Y eso va generando en la superficie del
corazón una capa de una cosa que es una especie de ácido corrosivo que se llama
escepticismo. Decir: “Es que está muy bien porque nos han ayudado a tener unos
cuantos valores y a portarnos no tan mal como podríamos portarnos si no los
hubiéramos tenido, pero tomárselo en serio es imposible tomárselo en serio,
porque he tenido tres broncas en casa…”. Cristo no ha venido para conseguir de
manera mágica y sin nuestro corazón, sin el deseo de nuestro corazón, que
seamos buenos. Va a sonar un poco salvaje: Cristo ha venido, para que podamos
vivir contentos. Cristo ha derramado Su Sangre por cada uno de nosotros para
que podamos vivir contentos.
Es verdad que cuando
somos bien amados podemos estar contentos y cuando estamos contentos resulta
que sacamos más fácilmente lo mejor de nosotros mismos: somos más capaces de
querer, de perdonar, de tener ternura, de conmovernos, de amar la tierra, de
reconocer el misterio que hay en cada rostro humano y poder mirarlo con afecto,
por el mismo afecto con el que somos mirados con el amor infinito de Dios. Lo
que el Señor hace esta tarde es confirmar ese amor, que cambia nuestro corazón,
repito, no de una manera mágica, sino que nos da la certeza de que no estamos
solos en la vida. Y de ese amor os puedo jurar que el amor con el que
Jesucristo os ama, no se puede apartar de vosotros y no se apartará jamás.
¿Significa eso que no vais a tener enfermedades? ¿Significa eso que la vida va
a ser la Casa de la Pradera o cualquier cosa de ese tipo, todo dulce, todo
bonito, todo rosa..? No. ¿Significa que en vuestras vidas no vais a tener que
afrontar el drama de vivir? No, en absoluto. Significa que uno puede afrontar
todo eso con la conciencia de que no estamos solos y de que hay un amor
infinito que jamás me abandona.
Hay una lectura en una Carta
de San Pablo que recordamos muy poco los cristianos porque siempre pensamos que
Dios nos premia si somos buenos y si somos malos nos va a tratar a palos, y no
es así. Eso puede ser la imagen que los paganos tenían de Dios, pero en esa Carta
dice: “Si somos infieles, Dios es fiel y no puede negarse a Sí mismo”. Todos
nosotros somos infieles a ese lazo originario, que es que Dios nos ha dado la
vida y que nos ha entregado a Su Hijo. Todos, todos somos infieles, sin
excepción. Unos más, otros menos, pero nadie está a la altura del amor de Dios.
Pero, “Dios es fiel y no puede negarse a Sí mismo”. Dice también San Pablo en
otro lugar: Jesucristo no ha sido para vosotros “sí y no”, sino que es un “sí”
sin condiciones.
Lo que Jesucristo repite
esta tarde por mis pobres manos, y no solo lo repite, sino que os da para
quedarse con vosotros, por mis pobres manos, es Su amor infinito por cada uno
de vosotros. Y Él conoce que os gusta muchísimo la literatura y no soportáis
las matemáticas, o conoce que os encantan las matemáticas y no soportáis la
literatura, o conoce que os gusta todo y la vida es un lío porque no sabes
nunca qué elegir…; quiero decir, que os conoce mejor que os conocéis vosotros;
os conoce mejor que os conocen vuestros padres. Para el Señor vuestro corazón
es transparente: sabe las veces que habéis metido la pata, sabe las veces que
habéis conseguido meterla y disimularlo, sabe todo. Todo lo sabe el Señor y,
sabiéndolo todo, os dice esta tarde “yo te quiero y te quiero con un amor
infinito, y te querré para siempre”. En cada Misa a la que vamos nos dice eso
el Señor. Habla de una Alianza nueva y eterna, cuando dice: “Tomad, comed este
es mi Cuerpo; bebed, esta es mi Sangre, que se ofrece y entrega por vosotros
para el perdón de los pecados, pero en una Alianza nueva y eterna”. ¡Creemos
que los matrimonios es una tradición que nace del hombre y de la mujer, pero
no! La percepción de un matrimonio como un lazo hasta la vida eterna nace de
aquí, y este don de la vida de Cristo, misteriosamente se renueva para cada uno
de nosotros en cada Eucaristía.
“La Alianza nueva y
eterna”. ¿Os podéis imaginar siquiera lo que es ser amados con un amor infinito
y eterno que no nos va a faltar nunca? Repito, eso no garantiza que si me
atropella en un coche, no me pasa nada; eso no garantiza que no me atropelle un
coche, pero me garantiza que nunca jamás en ninguna circunstancia de la vida el
Señor me va a dejar solo. Aunque os faltara el mundo entero, Él estará a
vuestro lado y estará de parte vuestra. Es decir, estará para defenderos con
sus brazos, incluso delante de la Justicia de Dios. Tremendo. Lo que aprendemos
en Jesucristo es que el secreto de la vida humana, esas raíces que buscamos, lo
que buscan los personajes de la película que os he dicho y del 80% de las
buenas películas, es encontrar un amor verdadero, ser queridos con un amor de
verdad, con un amor que no sea falso, que no sea una representación sobre el
que uno pueda construir la vida. Eso es lo que los seres humanos buscamos. Eso
es lo que estoy seguro, aunque no lo dijerais con estas palabras, si
estuviéramos hablando y pudiéramos hablar un rato largo; eso es lo que todos
reconoceríais que anheláis en vuestra vida. Y al servicio de eso, que es lo que
da sentido a toda vuestra vida, está todo lo demás.
Dos cosas. Una, en la
primera canción que cantabais cuando yo llegaba hablabais de San Vicente y de
Santa Luisa, que son dos vidas resplandecientes de amor por los hombres, que
resplandecen porque están llenas de Jesucristo. Cuando uno acoge a Jesucristo,
vuestra propia humanidad, que es diferente en cada uno, florece de una manera
única, con una expresividad riquísima, inagotable, porque sois imagen de Dios,
¡imagen y semejanza de Dios! Y el Señor se nos da. Y se nos da para que
florezcamos. ¿Y cuál es el secreto de ese florecimiento? El amor. Y las figuras
de San Vicente y de Santa Luisa son figuras que desbordan humanidad, desbordan
el amor de Dios revelado y entregado a nosotros en Jesucristo.
Y la última cosa, los
gestos por los que suceden la Confirmación son muy pequeños, pero yo os suplico
que no los despreciéis. Un gesto pequeñísimo es una sonrisa, ¿no? No hay que
hacer más que abrir un poquito los labios y lo hacéis mil veces para sacaros un
selfie, y sin embargo una sonrisa puede haber cambiado la vida de una persona,
una sonrisa verdadera. Otro gesto bien pequeño es una caricia. Cuando una
persona está agonizando, una caricia tiene un valor infinito casi. Una mirada,
un guiño… qué gestos. Los gestos humanos son pequeños y, sin embargo, la vida
entera puede cambiar con un gesto así de pequeño. Hay sonrisas falsas y besos
falsos, pero cuando Dios dice “te quiero”, Dios no sabe mentir. Dios es fiel y
no puede negarse a Sí mismo. Cuando Dios dice “te quiero”, Dios no repite los
actos, simplemente sus actos son eternos, que te quiere desde toda la eternidad.
¿Podéis representaros la eternidad? ¡Desde toda la eternidad y para toda la
eternidad! Y no puede dejar de quereros, porque es fiel. Eso es lo que
celebramos esta tarde y eso claro que merece vuestros peinados y vuestros
trajes y vuestros pendientes y vuestra alegría, cualquier otra cosa no
merecería una alegría verdadera, pero una alegría así es una alegría que puede
durar siempre y si mañana habéis metido la pata, no hay motivo para perder la
alegría, sólo para empezar de nuevo, ¡siempre!
Que no despreciéis lo
pequeño de los gestos y que acojáis el amor con el que sois amados. Y os
aseguro que uno puede pasar por cualquier vericueto de la vida sin perder nunca
ni la paz ni la alegría. ¿Sería eso un regalo bonito? ¿Saber que uno no tiene
nunca motivos para perder la paz y la alegría?
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
7 de febrero de 2020
Catedral de Granada