XXXII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Fecha: 31/10/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 656, 6-7
La vida pública de Jesús toca a su fin. Son los días de su enseñanza en Jerusalén, cuando ya el drama que llevará a la cruz está apunto de desencadenarse. Los evangelios sinópticos sitúan en este periodo una serie de controversias y discusiones de Jesús con sus enemigos, que acuden a “sorprenderle en alguna palabra para poderle entregar al poder y autoridad del procurador”. Una de esas controversias es la que relata el evangelio de hoy. Para comprenderlo mejor, no es inútil conocer a los que provocan la discusión: el grupo judío de los saduceos.
Propiamente hablando, los saduceos no eran una secta, como tampoco lo eran los fariseos. A pesar de que constituían círculos cerrados para entrar, en los cuales era preciso reunir una serie de condiciones, se trataba mas bien de grupos o partidos religiosos, partidarios de ciertas opiniones en la interpretación de la Escritura y en la práctica de la ley. En una y otra cosa, los saduceos eran sumamente conservadores. Rechazaban toda opinión que no tuviera apoyo explícito en la Escritura, y así negaban la resurrección de los muertos, la retribución de ultratumba, la existencia de ángeles y demonios. En materia de derecho interpretaban al pie de la letra las prescripciones de la Torah, por ejemplo, aplicando rigurosamente la ley del talión, mientras que los fariseos admitían ciertas mitigaciones autorizadas por la tradición y hasta compensaciones pecuniarias. En realidad, la diferencia fundamental entre los dos grupos estaba en que los fariseos concedían a la tradición (o ley oral) un valor equivalente en la práctica al de la ley escrita.
Existe la idea bastante difundida, de que los saduceos eran un grupo clerical, reclutado casi exclusivamente entre el alto clero. Pero si es verdad que los sacerdotes de rango elevado eran en general saduceos, de opiniones saduceas eran también las familias patricias de Jerusalén, la nobleza laica, una parte de la cual formaba, junto con la aristocracia sacerdotal, el Sanedrín o consejo de los ancianos. A esta nobleza laica pertenecía sin duda el rico terrateniente José de Arimatea, en cuya sepultura fue colocado el cuerpo de Jesús.
La influencia de los saduceos había sido grande durante el período de la monarquía Asmonea. En esa época, el Sanedrín estaba exclusivamente compuesto por ellos. Luego, el partido fariseo, nacido precisamente como un movimiento de oposición a la aristocracia saducea, reclutado entre los pequeños burgueses y dirigido por los escribas, habría de ir ganando en importancia hasta lograr imponer su voz en el Sanedrín: llegaría un momento en que los sumos sacerdotes saduceos tendrían que hacer los oficios litúrgicos conforme al ritual determinado por los fariseos. Y por fin, el grupo saduceo terminaría desapareciendo con la ruina de Jerusalén, al mismo tiempo que desapareció el sacerdocio. Los escribas, miembros del grupo fariseo, asumirían entonces la dirección espiritual del judaísmo. En el Nuevo Testamento, tenemos dos indicaciones de la tensión que reinaba entre los dos grupos en el tiempo de Jesús: la primera es en el colofón al pasaje de hoy (que no se lee en la lectura de la Misa), cuando algunos escribas –probablemente fariseos y, por tanto, creyentes en la resurrección- aplauden la respuesta del Maestro. La otra está en el Libro de los Hechos, cuando San Pablo, para librarse de un proceso enojoso, recurre al ingenioso procedimiento de enfrentar entre sí a los fariseos y saduceos que componían el Sanedrín.
F. Javier Martínez