Homilía en la Santa Misa en la Catedral, en la memoria litúrgica del Beato Fray Leopoldo y día de la colecta de Manos Unidas, para su LXI Campaña contra el hambre.
Fecha: 09/02/2020
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada, hasta la muerte, de Jesucristo;
muy queridos sacerdotes concelebrantes (hoy saludo de manera especial también a
las personas que de parte de Manos Unidas nos recuerdan a todos la Campaña
contra el Hambre y la jornada especial de lucha contra un hambre que, por
desgracia, nuestra economía y nuestra política no hace sino crecer en distintas
partes del mundo y cada vez más. También saludo a los veinte delegados de la Diócesis
de Granada al Congreso de Laicos, que os habéis unido esta mañana a nuestra
Eucaristía junto a con la Delegación de Familia);
mis amigos, mi coro
favorito;
y queridos hermanos y
amigos todos:
Las
lecturas de hoy presentan, la primera y la tercera, que son siempre las que van
más relacionadas entre sí, la imagen de la luz como una imagen fundamental
vinculada a Cristo. Es una imagen central también en el Evangelio. Es decir, el
canto del Benedictus, el Cántico de Simeón, habla de “nos visitará el sol que
nace de lo Alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de
muerte”. Jesús mismo dirá en otro pasaje: “Yo soy la Luz del mundo, el que me
ama no vive en tinieblas”.
Lo que sucede es que, para nosotros, la imagen de la luz es una imagen que
tiene menos potencia que tuvo antes de que se inventara la electricidad, porque
damos la luz por supuesta. Casi no conocemos lo que es la verdadera oscuridad,
por la sencilla razón de que entramos en cualquier habitación, en cualquier
casa, damos a la llave y se enciende la luz. En la Iglesia antigua había un
rito todas las tardes en las pequeñas comunidades en que se encendía la luz en
el altar y luego se llevaba a las casas para encender las luces en las casas, y
hay un canto que seguimos cantando nosotros, que es uno de los cantos más
antiguos de la Iglesia: “Oh Luz gozosa, de la Santa Gloria del Padre celeste
inmortal, Santo y feliz, Jesucristo”, y era el canto que se hacía justamente al
encender la luz por las tardes. Yo recuerdo todavía a mi madre cuando abría las
ventanas en nuestra casa y decía: “Vamos a abrir las ventanas para que entre la
Gracia de Dios en casa”, y la Gracia de Dios era exactamente la luz del sol, el
canto de los pájaros.
No
tenemos conciencia muy fuerte y, sin embargo, sí que caracteriza nuestra
conciencia, la de los hombres y mujeres de hoy, un cierto desencanto del mundo.
Una cierta desazón por el mundo en el que estamos, por el mundo en que vivimos,
por cómo se va construyendo el mundo y, a pesar de todos los mitos del progreso
indefinido, de un progreso económico indefinido, y de que el mundo irá siempre
mejor, no es eso lo que percibimos. Yo creo que basta encender la televisión en
cualquier telediario y uno se da cuenta de que las cosas están muy lejos de
estar bien y están muy lejos de ir a mejor.
Os
doy la razón. La razón se puede resumir en una línea, aunque luego eso puede
matizarse de mil maneras, pero una cultura construida sobre ese ídolo que es la
avaricia es una cultura que se mata a sí misma, que se condena a muerte. Y
nuestra cultura, hoy, está construida sobre la avaricia que ha dejado de ser un
vicio capital –es más, según San Pablo, la fuente de todos los males; porque
incluso la lujuria, la soberbia o los otros vicios capitales son formas de
avaricia; la lucha por el poder…. Una cultura construida sobre la avaricia,
sobre la vida como teniendo su tarea más importante en el hecho de acumular. A
todos los niveles. Hay quien acumula mucho y quien acumula muy poquito, pero el
que acumula muy poquito, si vive para acumular, vive la misma cultura que viven
los que acumulan grandes imperios de dinero o de poder, o de posibilidad de
disfrutar de los placeres del mundo. Es una cultura que multiplica las
distancias entre ricos y pobres. O, si queréis, nos gusta acumular, claro que
nos gusta acumular; pero apenas acumulamos empezamos a envejecer y cuanto más
envejecemos nos damos cuenta de que ese acumular no sirve para mucho, y
entonces nos armamos unos líos en la conciencia tremendos, y o vivimos la vida
como una tragedia o vivimos la vida como una distracción absoluta. Como dicen
los jóvenes, “yo es que no quiero pensar porque, si pensara, terminaría
quitándome la vida”, como me han dicho varios jóvenes, chicos y chicas
adolescentes.
Dejadme decir que eso
es un mundo a oscuras porque nos falta, a pesar de que somos hijos del Siglo de
las Luces y de todas esas patrañas, la conciencia de que si no sabemos cuál es
nuestro destino, si no tenemos una certeza de nuestro destino… no sólo más allá
de la muerte, sino para qué estamos en la vida, que es mucho más importante en
la vida saber a qué merece la pena entregar y gastar y emplear la vida
realmente, y lo podemos hacer con todas las cosas que huyen y hierven en
nuestro corazón, ponerlas en orden en función de un fin último, de un fin que
dé sentido a todas las cosas, nuestras vidas no valen la pena. Es decir, estamos
abocados a una frustración inevitable. Necesitamos la luz.
Jesucristo es la luz
porque es Él, en Persona, nuestro Destino; porque Él es, en Persona, la meta de
nuestra vida. Porque Él es el Hijo de Dios que se une a nuestra carne, para
unir nuestra carne con la vida divina y con la vida divina eterna, inmortal. La
vida con el Dios que es Amor, porque es comunión –del Padre, del Hijo, del
Espíritu Santo–, y ese Dios que es comunión explica la necesidad de amor y de
comunión que hay en el corazón de cada uno de nosotros, hombres y mujeres,
niños, grandes, pequeños, en todas las clases sociales.
¿Qué necesita el ser
humano? ¿Me dejáis decir una frase que decía Edith Stein hablando de su
profesor de filosofía, que era ateo y que había muerto? Comentando cómo éste
había buscado la verdad siempre y cómo siempre quien busca la verdad “busca a
Dios, aunque no lo sepa”, decía ella. Lo mismo quien busca la belleza. Quien
busca la belleza y no se contenta con las bellezas de todo a cien, que ya hay
muchas y que no corresponden a nuestro corazón, sino que quien la busca
seriamente, quien la desea, quien la anhela, busca a Dios y anhela a Dios,
aunque no lo sepa. Y lo mismo quien busca el amor, hasta de las maneras más
torpes, está buscando a Dios, aunque no lo sepa. También el amor lo hay de todo
a cien. También el amor es prostituido y comprado y vendido de mil formas, y
hay mil sucedáneos de todo tipo. Pero quien anhela el amor, quien busca
realmente un amor que pueda dar sentido a todo en la vida, a las fatigas y a
los gozos de la vida; y no sólo las fatigas, subrayo lo de los gozos, porque
las cosas bellas de la vida son justo como la tapa del cielo –tapa, en el
sentido granadino de la palabra: un anticipo, un aperitivo, un pregusto del
cielo…–, y la más buena de todos, es el amor. Pero, si somos honestos con
nosotros mismos, no nos vale cualquier clase de amor. No nos vale cualquier
clase, para nada. Buscamos un amor que, si nos ponemos a poner características,
es sólo el amor de Dios. Ese amor de Dios se nos ha dado en Jesucristo y esa es
la luz de nuestras vidas.
No me voy a alargar,
pero quiero subrayar una cosa. En el Evangelio de hoy, “no se esconde una
ciudad puesta en lo alto de un monte”. Estoy seguro de que, cuando nosotros
escuchamos el Evangelio, cuando nosotros escuchamos en la vida cristiana, lo
pensamos antes que nada como de una manera individual. O sea, la vida cristiana
son decisiones que tenemos que tomar; decisiones que tenemos que tener cada uno
de nosotros y pensamos luego que lo de la Iglesia es algo a lo que nos unimos
después porque nos viene bien estar juntos… A mí me encanta que el Señor, que
se refiere a la Iglesia, hable de ella como de una polis, de una ciudad. Si
queréis, polis en el sentido griego,
que era más que una ciudad, una especie de nación: Atenas era una polis,
Esparta era una polis… Bueno, pues la Iglesia es una polis. Una polis que no compite con las polis de las ciudades de este mundo. No
compite con ellas. Es una polis que tiene sus raíces en el Cielo. Somos otras
cosas también que dice San Pablo: somos un Cuerpo. Jesús habla de la Iglesia
como polis en más lugares de manera
explícita. Cuando dice “Yo, sobre esta roca, edificaré mi Iglesia y las puertas
del infierno no la derrotarán” está pintando el infierno como una ciudad que
tiene puertas, que se defiende de unos enemigos que atacan. Yo sé que nosotros
entendemos eso de manera casi al revés: es la Iglesia la que es atacada y
nosotros ahí, a ver si nos protegemos de los ataques del enemigo y a ver si nos
aseguramos un poco la paz o la vida. ¡Qué no! Que es al revés: es el infierno
el que es atacado por Cristo y por su Iglesia, pero si el infierno es una
ciudad que tiene puertas y quienes atacan son otra ciudad, que tiene por lo
menos arietes y por lo menos lanzas, ¿cuál es nuestro ariete? Jesucristo. No
busquemos la seguridad en otro lado. No busquemos la belleza y el bien y el
amor que anhelamos en otro lugar. Sólo cuando Le acogemos a Él como nuestro Señor
y nuestro Dios, el Dios de nuestro corazón más querido, todos los demás amores
encuentran su lugar y son bellos, y los puede uno disfrutar y dar gracias por
ellos. Cuando nos falta ese punto de enganche, todo se cae. Todo parece que se
puede sostener y no se sostiene; todo parece que puede darnos la felicidad y se
nos va de las manos como el agua. Sólo cuando uno conoce a Cristo como destino
nuestro, como la luz que da luz a todas las luces, que da luz al sol… La luz
eterna de la que todas nuestra cosas buenas y bellas en la vida participan;
cuando reconocemos eso, entonces gozamos esas cosas buenas.
Le damos gracias al
Señor por ellas. Todo se convierte en un regalo del Señor. La vida entera se
convierte en un regalo del Señor, que anticipa y nos abre el Reino de los
Cielos.
Mis queridos hermanos,
puesto que el Señor nos ha dado el don de conocer esta luz sin merecerlo ninguno
de nosotros, ninguno –, vamos a vivirlo. Y como esa luz está tan conectada con
el amor y el bien del amor, la Jornada contra el Hambre promovida por Manos
Unidas para toda la Iglesia es una llamada a una forma de amor. Hay muchas: dar
un tiempo a un enfermo, cuidar de una persona mayor… hay miles de formas,
tantas, millones de formas de darse y de querer, pero una también es ayudar a
esta realidad eclesial que es Manos Unidas que hace, desde hace muchos años,
cientos y miles de campañas y de lucha en lugares donde no tienen lo mínimo
para vivir.
Que seamos generosos
todos. Proclamamos nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de febrero de 2020
S.I Catedral de Granada