Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa en la Catedral.
Fecha: 16/02/2020
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, hasta la muerte;
queridos
sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos:
El Evangelio de hoy es
tumultuoso porque es como una marea de oleaje grande que nos habla de muchas
cosas. San Mateo solía reunir palabras de Jesús que tenían más o menos que ver
con el mismo tema, y aunque hubiesen sido dichas en distintas ocasiones, las juntaba
ordenadamente. Así junta él una parte del Sermón de la Montaña al que pertenece
el texto que acabamos de leer en la Eucaristía. Así junta también las parábolas
en todo un grupo de parábolas en el capítulo XIII. Así vuelve luego a unir toda
una serie de recomendaciones para la comunidad, más adelante en el Evangelio,
como si fueran capítulos temáticos. Y el capítulo temático de hoy es la ley de
Jesús, la ley nueva, y en gran parte su relación con la ley antigua. En el uso
del tiempo de Jesús, ley no se refiere siempre a unos mandatos que hay que
cumplir. Cuando Jesús dice: “En verdad os digo, mis palabras no pasarán sin que
deje de cumplirse hasta la letra más pequeña o la tilde más pequeña de la Ley”,
está hablando más bien de las profecías. La palabra “torá” puede aplicarse en
el mundo judío a la ley estrictamente dicha, a la Ley de Moisés, es a los
mandatos de la Ley de Moisés; pero se puede referir también a toda la
Escritura, que más bien tiene que ver con la raíz “iluminar”, “luz”.
Cuando Jesús dice “no
dejará de cumplirse ninguna de las cosas más pequeñas de la Ley”, está hablando
también de las promesas que hay en la Escritura que hay en el Antiguo
Testamento; está hablando de las profecías del Antiguo Testamento, no solo de
los mandatos. Luego sí, luego pasa a hablar de los mandatos y, sobre todo, se
centra en la comparación de la Ley de Moisés y la Ley que Jesús trae cuando
proclama la llegada del Reino. Y esa Ley se distingue por varias cosas, una de
ellas, el que la Ley de Moisés es básicamente negativa; es decir, “no matarás,
no robarás, no adulterarás…” son, si queréis, los Mandamientos de la Ley de
Dios, que los teólogos muy posteriores dirán que pertenecen a la ley natural.
No estoy muy seguro de que eso sea verdad, pero lo que sí que es cierto es que
son como caminos muy básicos de sabiduría del hombre que quiere vivir según
Dios. Pero Jesús aquí lo que sí que hace es un contraste entre la Ley que Dios
había dado en el Sinaí y la Ley que Él mismo está ofreciendo, lo cual es ya muy
gordo, muy grave. Es uno de los pasajes del Evangelio donde uno puede decir
“bastaría este pasaje para que los judíos hubiesen lapidado allí mismo a Jesús,
o para que lo crucificaran”, porque Jesús dice “habéis oído a los antiguos
decir ‘no matarás’”, es ese “dijo” una forma pasiva, que no tiene sujeto
agente, era una de las formas que tenían los judíos para evitar nombrar a Dios
o referirse a Dios, porque siempre les parecía que el nombre de Dios o hasta la
palabra “Dios” era demasiado sagrada para usarla con ligereza. Cuando Jesús
dice “habéis oído que se dijo a los antiguos”, está diciendo siempre “sabéis,
habéis oído siempre en la sinagoga, en las escuelas sinagogales, que Dios dijo
a los antiguos, ‘no matarás’, pues bien, yo os digo…”. Ese atreverse a corregir
a Dios es una forma de proclamar de Jesús que su autoridad es del mismo nivel
que la del Dios del Sinaí, y eso es tremendo. Bastaría esas afirmaciones para
haber llevado a Jesús a la lapidación o a la pena de muerte. (…) Eran
afirmaciones en las que Jesús se proclamaba a Sí mismo, de manera indirecta,
evidentemente, como portador de una autoridad divina, no sólo como portador,
sino como detentor de esa autoridad divina, como reclamando para Sí mismo una
autoridad idéntica a la de Dios.
¿En qué dirección
corrige el Señor la ley del Sinaí, la ley judía? No en el sentido de hacer
excepciones o de suavizarla, sino en el sentido de profundizarla y de una
manera también que hace posible vivirla. Porque si la ley –eso San Pablo lo subrayará
mucho más– se recibe como unos mandatos que tiene que cumplir, qué fácil es
cumplir una ley sin haberla interiorizado, qué fácil es cumplir unos
mandamientos sin hacerlos uno suyos, qué fácil es hacer ciertas cosas que son
como contrarias o hacerlas de una manera, sabiendo que son contrarias a nuestro
corazón, incluso deseando en nuestro corazón que eso no fuera un mandamiento,
que no hubiera que hacer eso. Y Jesús pone la conexión entre la Voluntad de
Dios y nuestro corazón en el centro de todo. “Os quitaré el corazón de piedra y
pondré en vosotros un corazón de carne”. Jesús ha venido para arrancar de
nosotros el corazón de piedra; que puedo cumplir la Ley, pero, como decimos
tantas veces, cumplo y miento, de una manera de cumplir sin que mi corazón esté
en lo que estoy cumpliendo, quejándose a lo mejor de que Dios haya pedido, por
así decir, eso a los hombres, mostrándoles ese camino. No conscientes de que
ese camino es un camino de libertad, de vida, de plenitud, de salvación. Cuando
Dios ordena algo, cuando Dios señala un camino, lo señala para nuestro bien.
Los padres se lo dicen mucho a los hijos y casi siempre, o muchas veces, es
verdad; no siempre. En los padres de este mundo, eso es verdad, que las cosas
estén pensadas, ordenadas para su bien. Pero cuando Dios quiere algo, Dios no
quiere nada más que nuestra felicidad, nuestra plenitud como personas humanas,
el cumplimiento de nuestras vidas y de nuestras personas, la fecundidad de nuestras
vidas.
Por eso es tan
importante que Jesús pone la Ley en nuestro corazón: “No matarás”. Tienes que
pedirLe al Señor un corazón que te haga desear el bien de tu hermano por encima
de todo. Por eso se explica que diga “quien llama a su hermano imbécil” (que se
puede usar que lo podemos decir de una manera, casi jugando, medio en broma,
diciendo “bobo”), pero quien insulta a su hermano por razón de odio está
haciendo parecido a matar a su hermano y lo importante es que, al mismo tiempo,
uno se mata a sí mismo; es decir, quien insulta a su hermano, quien alimenta en
su corazón odio hacia el otro se mata a sí mismo, no vive en el corazón de
Dios. Lo mismo en relación con el adulterio. (…)
Pero lo cierto es que
el Señor, ¿cómo corrige la Ley antigua? Dice “no cometerás adulterio”. No, no
basta con eso, sino “el que mira a una mujer”… o, diríamos hoy, “cuando un
hombre y una mujer se miran con deseo de poseerse sin que ese deseo sea un
deseo limpio, y sin que ese deseo tenga el marco del matrimonio, pues ya ha
adulterado en su corazón. ¿Qué significa eso? Significa que tenemos que educar
nuestro corazón, porque la moral cristiana nunca es una moral de poner límites,
de recortar. No es una moral puritana, no es una moral estrecha. La estrechez
puritana es más bien propia de deterioros, de desarrollos espurios de la fe y
de la tradición moral cristiana. Lo que tenemos que hacer es que se eduque
nuestro corazón. ¡Dios nos ama a cada uno! Dios ama a cada hombre y a cada
mujer y nos ama a cada uno con un amor infinito. ¿A qué nos está invitando? Me
detengo en este pasaje que habla del adulterio. ¡Amar como Dios nos ama! El
amor de Dios es puro y es amor, y os mira a cada hombre y a cada mujer con un
amor infinito, que es verdadero amor, y que no tiene nada que ver con la
lujuria, no tiene nada que ver con la avaricia (que la lujuria es una forma de
avaricia descaradamente). Un deseo de poseer, de adueñarse, de convertir al
otro en un objeto de mi placer. Es de lo que está hablando Jesús.
PedirLe al Señor que
eduque nuestro corazón. Para eso tenemos que pedir el Espíritu Santo. Sólo el
Espíritu Santo nos permite amar a nuestros enemigos. Sólo el Espíritu Santo nos
permite no despreciar a quien espontáneamente sentimos el deseo de despreciar.
Sólo el Espíritu Santo nos permite mirar a cada hombre y a cada mujer con un
afecto semejante a aquel con el que nosotros somos mirados por Dios, y deseamos
ser mirados por Dios, y deseamos ser mirados por las personas que nos quieren
bien. Sólo eso es la moral de los hijos de Dios. Sólo eso pone de manifiesto en
el mundo una novedad. Ser cristiano no es tener unas reglas. Ser cristianos es
tener un corazón nuevo, y eso es lo que tenemos que pedirLe al Señor. Señor,
danos ese corazón nuevo que permita que nuestra mirada sobre el mundo. Que
nuestra relación con los demás, con uno mismo, con las cosas, con el pasado, con
nuestro pasado, con nuestras heridas, también con nuestro futuro, pueda ser una
mirada que se parece a Tu mirada. Una mirada llena de misericordia, de ternura,
de afecto. Un afecto que no está reñido para nada con el respeto, ¡al revés!
Que se cuida mediante el respeto. El verdadero afecto se cuida cuidando el
respeto, y a veces preservar un afecto requiere una cierta distancia,
precisamente porque uno ve que un afecto o una amistad es tan bella que no
quiere estropearla.
Mis queridos hermanos,
el Señor nos abre todo un horizonte. Es el horizonte de la moral cristiana. Yo
quiero que sepáis que ese horizonte no es de preceptos, no es de leyes. No es
un precepto que trata de encoger y agobiar nuestro corazón. Es una vida de hijos
de Dios. Es la vida de la libertad gloriosa de los hijos de Dios que, porque
participan en la vida de Dios, miran todo y tratan todo con el mismo amor con
el que Dios nos trata a nosotros, con el que nosotros deseamos ser tratados por
Dios. Cuando nosotros miramos el mundo así, todo en nuestra vida cambia. Todos
sabéis, muchos sabéis que en estos últimos días se ha estado celebrando en
Madrid, se está hoy celebrando en Madrid todavía, un congreso de fieles
cristianos laicos de toda la Iglesia en España sobre el lema “Iglesia en
salida”. Tenemos que salir a anunciar el Evangelio al mundo. ¿Me dejáis decir
muy sintéticamente que el verdadero anuncio del Evangelio es esa mirada nueva
que nosotros podemos tener sobre las cosas y que el mundo es incapaz de tener? Que
el verdadero anuncio del Evangelio es renunciar a esa avaricia que dice San
Pablo que es la fuente de todos los males y que, en diversas formas, es lo que
nos hace unas veces odiar, otras veces amar inadecuadamente, otras veces luchar
con los demás para apoderarnos de bienes de este mundo, de poder o de situación
o de cosas de ese tipo.
PedidLe al Señor que
nos dé un corazón más parecido al corazón de Dios. Entonces, toda nuestra vida,
ese anuncio del Evangelio, nuestros gestos más pequeños, nuestras relaciones
humanas, nuestras peticiones de perdón cuando nos damos cuenta mil veces al día
o muchas veces al día que nos hemos equivocado, y no pasa nada por pedir
perdón. No pasa nada por equivocarse. No pasa nada por meter la pata si uno es
consciente de que la Misericordia de Dios me acoge siempre, nos acoge siempre.
Hasta esa petición de perdón es muchas veces un anuncio del Evangelio. Porque
para pedir perdón hace falta que nuestro corazón esté moldeado un poco a la
medida de Dios.
Vamos a profesar
nuestra fe y a pedirLe al Señor que cambie nuestros corazones, para que
nuestras obras espontáneamente surjan de nosotros como obras de quienes se
saben hijos de Dios, habitados por Dios, llenos de Dios. Quienes nos sabemos
que somos criaturas llenas de Dios que en todo lo que son y lo que hacen,
desean que se manifieste el amor de Dios al mundo y a los hombres. Ese sería un
Pueblo de Dios en salida. Esa sería una vida que mostraría, en un mundo tan
confuso, tan oscuro, tan perdido, sencillamente que vivimos a la luz de Dios.
Que así sea en vuestras
vidas, en vuestras familias, en vuestros trabajos. Que así sea también en el
mío. Que así sea en todos nosotros. Que quien nos vea pueda decir, como dice
una vez un pasaje de la Escritura, “esta es la cosecha que ha bendecido el
Señor”. Un buen campo resplandeciente, lleno, bien crecido y bien cuajado de
tallos y de espigas. “Este es el pueblo que ha bendecido el Señor, ésta es la
cosecha que ha bendecido el Señor”. Y lo dirán si reconocen en nosotros el
corazón nuevo. No que somos perfectos, y mucho menos que pretendemos serlo o
parecerlo a los ojos de los demás, sino, sencillamente, que vivimos
humildemente a la luz de Dios, a la luz de Su corazón y de Su amor.
Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
16 de febrero de 2020
S.I Catedral de Granada