Homilía en la Santa Misa en la Solemnidad de San José, el 19 de marzo de 2020.
Fecha: 19/03/2020
Queridos hermanos que estáis aquí físicamente, presentes en esta Eucaristía;
muy queridos hermanos,
amigos que os unís a ella o que participáis de ella, o que sencillamente os la
habéis encontrado a través de la televisión y estáis siguiéndola en este
momento:
Comienzo por hacer un
pequeño testimonio. Hace unos minutos cuando estaba comenzando a preparar esta
Eucaristía, me han dado la noticia de que estaba muriendo una persona que ha
trabajado muchos años aquí en las oficinas del Arzobispado, en Recepción. No
está falleciendo en estos momentos del coronavirus, sino de un cáncer que tenía
siendo joven, desde hace varios años y con el que ha estado luchando hasta hoy
mismo. Ella pertenece a un grupo que se llama la Fraternidad de San José y no
es casual tampoco el que el Señor haya querido llevársela consigo en este
momento. Quienes la hemos conocido sabemos que hemos tenido en ella un don y un
privilegio inmenso. Jamás yo le he visto una mala cara, una mala respuesta,
algo que no fuera una sonrisa permanente. Hace apenas tres, dos días, yo pude
hablar con ella y, aunque le costaba mucho hablar, estaba perfectamente
preparada para el Encuentro con el Señor. Ella decía: “Lo que pasa es que a
veces no tengo fuerzas. El dolor es tan fuerte que no tengo fuerzas para
ofrecer el dolor por lo que están pasando en el mundo, por la Iglesia, por
vosotros”.
Pongo este testimonio porque,
hablando también con su familia, en estos momentos lo más duro es el no poder
estar con ella. El no poder acompañarnos físicamente. El tener que dejar morir
a alguien en la soledad y, al mismo tiempo, no poder tener el consuelo de un
abrazo, de un beso, de una caricia.
Es, probablemente, más
difícil y más duro eso que ninguna otra cosa. La menciono a ella, pero soy
consciente de cuántos cientos o miles de familias, solamente en España, están
viviendo la misma situación. Y yo quisiera que ofreciéramos la Misa por todos
ellos, para que les supliquemos al Señor, por intercesión de San José, custodio
de la Iglesia, custodio de la Sagrada Familia, que esta plaga, de la que no
buscamos culpables, no destruya más vidas, no destruya nuestra humanidad. Yo me
acordaba también esta mañana que decía el Señor: “Si tuvierais fe como un grano
de mostaza, podríais decirle a esta montaña échate al mar”. Señor, está claro
que no tengo la fe como un grano de mostaza, pero hay en el pueblo cristiano
muchas personas que tienen esa fe. Oremos. Oremos juntos. PidámosLe, no
simplemente el cese de la plaga y no simplemente el que a nosotros no nos
toque, o que no toque a nuestros seres queridos, que también eso hay que
pedirlo, pero pidámosLe también si nos toca, lo que se puede aprender en una
situación de éstas.
Y hay algunas cosas
especialmente importantes. La más importante de todas, me parece a mí, y sirve
lo mismo para las familias que para todos nosotros, que para el personal
sanitario que están en estos momentos comportándose de una manera tan heroica
en muchas ocasiones: estamos hechos para la comunión, estamos hechos para
ayudarnos unos a otros, estamos hechos para estar cerca unos de otros, para
estar unidos. Cuando eso físicamente, como en estos momentos, no es posible,
tenemos que buscar otros modos de poder expresar el cariño, de poder expresar
el afecto, la comunión. Y para quienes tenemos fe, tenemos el tesoro de esa cláusula
del Credo que es “creo en la comunión de los santos”.
Somos miembros todos
del mismo Cuerpo de Cristo. Somos miembros los unos de los otros. Nadie puede -podemos
decir- “soy autónomo, soy independiente, después de mí el diluvio, lo
importante es que me salve yo”, porque no es verdad. Es una gran mentira lo de
que somos autónomos y cada uno hacemos nuestra vida. Estamos todos unidos por
unos lazos profundísimos, por el hecho mismo de la Creación. Pero estamos,
además, quienes tenemos la gracia de haber conocido al Señor, unidos por los
vínculos que el Espíritu Santo une a los miembros del Cuerpo de Cristo como
nuestra alma une los miembros de nuestro cuerpo.
Mis queridos hermanos,
vivamos esta comunión. El dolor separa. El dolor nos hace difícil hasta la
expresión del afecto en muchas ocasiones, o tiene una tendencia a separar. Pero
es el enemigo el que se sirve del dolor para crear barreras y muros entre
nosotros. Teniendo todas las normas de prudencia que tenemos que tener, no
favoreciendo para nada que por amor a nuestros hermanos y también a nosotros
mismos el que el virus se extienda por culpa nuestra; sin embargo, tenemos que
sentir la necesidad unos de otros, la comunión de unos con otros, la
disposición del corazón a estar disponibles, a orar, y a estar unidos a todos
aquellos que sufren, especialmente a los que sufren en soledad, los que no
tienen a nadie que se ocupen de ellos, los que viven en soledad y viven con
pánico de que les pueda tocar a ellos si no tienen a quién llamar o a quién
acudir.
Que nuestra comunión
intensificada, multiplicada por todos los medios a nuestro alcance, pueda
también llegar y servir de consuelo a cada uno. Y si nosotros, o nadie de este
mundo, somos capaces de llegar, que el Señor abra su corazón y les haga llegar
Su luz, que tiene maneras de hacerlo.
Yo se lo pido para mí,
se lo pido para vosotros, se lo pido para todos los que estáis en estos
momentos unidos a esta Eucaristía por la televisión, y se lo pido para todos
los hombres, puesto que no es un problema ni de España, ni de Europa, sino del mundo
entero. Que eso no nos haga más individualista de lo que ya éramos. Que nos
haga más solidarios. Que recuperemos algo de nuestra humanidad perdida y que
esa humanidad pueda florecer en la soledad de estos días, en el silencio a
veces aterrador de estos días, que podamos aprender a recuperar esa humanidad
nuestra y que florezca en vosotros y en el mundo entero.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de marzo de 2020
Iglesia parroquial
Sagrario-Catedral (Granada)