Homilía en la Santa Misa en el V Domingo de Cuaresma.
Fecha: 29/03/2020
Mis queridos hermanos y hermanas (también aquellos que nos escucháis y os unís a esta Eucaristía gracias a la televisión, tanto la televisión diocesana como la televisión municipal):
Qué consuelo tan grande poder celebrar
la Eucaristía y alimentarnos de la Palabra de Dios, y escuchar especialmente en
este Evangelio y en estas Lecturas de hoy esa palabra tan potente de Jesús. Qué
necesidad tenemos todos de ese consuelo en estos momentos, bien porque hemos
perdido a alguna persona cercana, querida, y ni siquiera a veces nos hemos
podido despedir de ella; bien porque nos libera, nos alivia el temor de la
muerte, que es algo que atenaza nuestras vidas y que sólo la Palabra de Cristo
y el Acontecimiento de la Resurrección de Cristo nos arranca de ese poder que
nos tiene, con tanta frecuencia, atenazados.
Mis queridos hermanos, son días de
llanto en muchos sentidos y no nos tiene que escandalizar el llanto ni el
miedo. Qué fácil es identificarnos con las palabras de Marta: “Señor, si
hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. Qué fácil nos es
preguntarnos dónde está el Señor en estos momentos de sufrimiento y de silencio.
Silencio del mundo. Cada uno, dentro de nuestras propias casas. Y qué bello
resultan al mismo tiempo todos los gestos de tantas personas que ayudan con sus
cantos, con sus aplausos, con sus gestos de Comunión, a través de las redes o a
través del teléfono mismo, que quitan de nuestra conciencia el dominio de la
soledad, que es la peor de las consejeras. No estamos hechos para estar solos.
Estamos hechos para ser una comunidad, para ser una familia. Como el Papa decía
el otro día: “Estamos todos en la misma barca”. Todos, todos los hombres, en
estos momentos, y todos remamos en una única dirección. Remamos en la dirección
de ayudarnos a vivir este tiempo de dificultad y no hay ayuda más potente, más
verdadera, que recordar que ha habido un nombre que, porque era el Hijo de
Dios, se ha enfrentado con la muerte en su Pasión, se ha enfrentado con el
pecado, se ha dejado devorar por la muerte y por el pecado para arrancar a la
muerte de su poder sobre nosotros, para arrancarnos a todos nosotros del poder
de la muerte.
La muerte no es muerte verdadera para
nosotros, Señor, lo sabemos. La muerte es una sombra. La muerte es una muerte
pasajera porque quien ha resucitado, el Padre que ha resucitado a Jesús,
también nos resucitará con Él; porque la Voluntad del Señor es que “donde Yo
estoy, también estéis vosotros”; que el lugar donde Él ha introducido nuestra
carne, después de su Resurrección, sea también el lugar de nuestra morada. Nuestra
morada donde no tendremos que estar ya encerrados, donde podremos compartir
todo con nuestros seres queridos; compartir la alegría del triunfo del amor de
Dios sobre todas las formas del mal: de nuestras torpezas, de nuestros errores,
de nuestras equivocaciones y de nuestros males que nos hacemos tantas veces
unos a otros y que nos hacemos tantas veces a nosotros mismos.
Señor, Tú que eres la Resurrección y la Vida,
sostennos en la esperanza de la resurrección en estos días de duelo y de dolor
y de inquietud. Tú que eres la Resurrección y la Vida, afírmanos en la
esperanza de que nuestra morada definitiva está en el Cielo, está conTigo. ConTigo
y con todos nuestros seres queridos, porque todos somos hijos tuyos y todos
anhelamos poder descansar en Ti.
Recuerdo las palabras que dijo el mismo
día de su muerte alguien que ha fallecido hace poco más de un mes y entraba en
su casa y se sintió muy mal, falleció de un infarto, y dijo: “Yo creo que ha
llegado la hora de cambiar de casa”. Morir es cambiar de casa. Morir es ir a
nuestro definitivo hogar. Por eso digo que la muerte de este mundo no es más
que una sombra. Hay una muerte peor que la misma muerte que es la muerte de la
desesperanza, la muerte de la soledad sin Dios, de la soledad sin nada y sin la
certeza o la compañía de quien da sentido a nuestra vida y a nuestra muerte; de
quien se ha abrazado en su cruz a nuestra vida y a nuestra muerte, de forma que
nunca, nunca, nadie estemos solos. Podemos sentirnos solos, pero es un engaño
del Enemigo. Claro que nos sentimos solos muchas veces, pero es un engaño del Enemigo,
nunca estamos solos, siempre está el Señor con nosotros. Con todos y con cada
uno de nosotros, nunca nos deja abandonados.
Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor,
danos la certeza de que Tú eres la Resurrección y la Vida, y de que, si te
tenemos a Ti, la muerte no es más que un paso a la vida definitiva, un paso a
nuestro hogar definitivo… Como terminar el viaje y llegar a casa, al hogar
caliente. Tener la gracia, pedirLe al Señor la gracia de vivir es arrancarnos a
los mil temores que nos asaltan y que nos encojen el corazón. Como hijos de
Dios podemos vivir con el corazón ensanchado, porque nuestra morada eterna no
está aquí, nuestro destino definitivo no está aquí. Nuestro destino definitivo
está en el Señor, que nos ama, que nos perdona, que nos ofrece constantemente Su
misericordia y Su regazo y Su protección, y Su hogar para que sea también
nuestro hogar, para que, donde Él está, estemos también nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29
de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)