Cristo Rey
Fecha: 21/11/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 659, 6-7
Es posible que nos resulte un tanto sorprendente el que la Iglesia haya escogido para evangelio de la festividad de Cristo Rey, con la que se cierra el año litúrgico, una parte del relato de la crucifixión. Y es posible esa sorpresa porque estamos acostumbrados a ver la gloria del Señor sólo en sus manifestaciones grandiosas: ver a Jesús resucitado como Rey no nos resulta difícil; imaginarlo en su segunda venida, rodeado de poder, “cuando todos los enemigos hayan sido sometidos”, menos aún. Incluso admirar su realeza cuando muestra en la vida pública su dominio sobre la tempestad o sobre los demonios. Pero parece que es en la cruz donde menos visible está su poder. Allí sólo se percibe la humillación, el anonadamiento y la muerte.
Sin embargo, pensar así sería hacer, en cierto modo, nuestros los pensamientos de quienes crucificaron a Jesús. Para comprender el porqué de esta lectura en una fiesta como hoy, hemos de caer en la cuenta de la profunda ironía que esconde el letrero colocado en la cruz; en esa ironía se expresa una de las verdades más hondas de nuestra religión. En repetidas ocasiones a lo largo del Antiguo Testamento, para anunciar la futura salvación, se pregona para entonces la aparición de un Rey justo, que traerá a Israel la paz, la prosperidad y la reconciliación. Es decir, se pintaba ese tiempo de salvación con los rasgos de un tiempo ideal: el pueblo en paz y el Señor gobernándolo con justicia. Como lo más parecido que había en el recuerdo de Israel a ese tiempo era el reinado de David, se hablaba de un nuevo David, de un “retoño del reinado de José”. Pero este tipo de anuncios, entendidos a la medida de las ilusiones humanas, había hecho surgir en buena parte de los judíos unas esperanzas políticas desmesuradas, y en todos, la imagen del tiempo de salvación como una época gloriosa. Por eso, cuando desde el principio Jesús se presenta como aquel en quien se realizan estas profecías, los judíos no podían menos de sentirse sorprendidos. Y cuando Jesús, el galileo de porta humilde, rodeado de gentes humildes también, se atribuye el poder de perdonar los pecados y se proclama Señor del Sábado y de la Ley, los mismos judíos veían en ello una arrogancia sin límites, una blasfemia que no podía quedar impune. Esa arrogancia le costó a Jesús la cruz. Y por eso sus acusadores clavaron sobre ello, con tono de mofa, el letrero de que habla el evangelio de hoy: Este es el Rey de los judíos.
Lo que sucede es que, por una de esas paradojas que parecen gustarle a Dios, el letrero resultó ser más verdad de lo que pensaban quienes lo pusieron. Y es que los enemigos de la obra de Dios, a los que había que derrotar al sonar la hora de la salvación, no eran los asirios ni los romanos, sino la maldad y el pecado de los hombres. Pues bien, en la cruz esos enemigos han sido juzgados y condenados en la carne del propio Hijo de Dios. En la cruz, la muerte ha sido vencida, y ha perdido su dominio sobre el hombre. En la cruz, Dios ha tenido misericordia de los pobres –los pecadores, todos nosotros- y ha restablecido la paz. En realidad, ha dado cumplimiento de manera insospechada a lo más hondo de las profecías del Antiguo Testamento a que aludíamos antes. ¿Qué cómo lo sabemos? Porque Dios ha dado la razón a Jesús en contra de quienes lo condenaron, al resucitarlo de entre los muertos. Por eso, la Iglesia ha escogido este evangelio para la misa de hoy: la cruz será ya un signo de victoria, porque Jesús crucificado ha hecho resplandecer la gloria y el poder de Dios donde sólo Él podía hacerlo: en el reino del pecado, de las tinieblas y de la muerte.
F. Javier Martínez