Homilía en la Santa Misa de la Vigilia Pascual, en la S.I Catedral, el 11 de abril de 2020.
Fecha: 11/04/2020
Queridos hermanos sacerdotes;
queridos hermanos y amigos (sobre todo quienes hoy, con esta catedral vacía, nos seguís a través de las pantallas de nuestra televisión diocesana):
Puede parecer que celebrar una Vigilia Pascual sin el bullicio de un pueblo grande, radiante de alegría, que estrena sus trajes de fiesta, que canta de una manera bella y gozosa la Resurrección de Cristo, no parece a lo mejor una celebración pascual. Y sin embargo, lo que nosotros celebramos esta noche, lo que celebramos el día de Pascua, lo que celebramos en realidad cada vez que celebramos la Eucaristía y cada vez que vamos a Misa, como se suele decir, es justamente que Cristo ha resucitado, que está vivo. Y que está vivo para ti, para mí; que está vivo para nosotros. Que Su amor desea comunicarnos esa vida Suya, de tal manera que podamos decir con verdad lo que hemos cantado en el Aleluya anterior al Evangelio: “No he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor”. Y esa frase significa algo mucho más profundo y más grande y más fuerte que decir “no me va a alcanzar el coronavirus” (claro que me puede alcanzar). Y aunque consiguiera vencer al coronavirus, como tantas personas, gracias a Dios, lo consiguen, seguiría siendo un hombre mortal, y meses más tarde o años más tarde, o ciertamente no mucho tiempo después, tendría que abandonar este mundo y tendría que dejar esta vida y, o tengo un horizonte diferente y nuevo, o no tengo nada. ¿De qué me sirve vivir más años si voy a vivir toda mi vida luchando con enfermedades y luchando con mis propios límites o enfadado con la realidad? Porque nunca la realidad responde al anhelo y a la profundidad del deseo que hay en nuestro corazón. No. Cuando decimos “no he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor”, nos estamos refiriendo a lo que en verdad celebramos esta noche, a lo que celebra el cristianismo, lo único que celebra el cristianismo: que Cristo ha vencido, y ha vencido en Su Pasión y en Su Resurrección, al pecado y a la muerte. Ha vencido a nuestro pecado y ha vencido a nuestra muerte.
“No he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor”. Y esa certeza, fijaros que es un acontecimiento. Uno piensa en los Evangelios y los Evangelios son una larga historia de la Pasión, con un prólogo muy largo, para afirmar en el último minuto un hecho; el hecho que se acaba de proclamar esta noche: ¡no está aquí, ha Resucitado! Ha vencido. Ha vencido, pero, al vencer Él, somos nosotros quienes vencemos. Su victoria sobre la muerte es nuestra victoria sobre la muerte. Su Resurrección es la prenda de nuestra resurrección. Una prenda que no es que no deje señales, porque desde que Cristo sale vivo del sepulcro y se aparece y se encuentra por primera vez con aquellas mujeres −que, por cierto, si fuera una historia inventada por los apóstoles nunca, nunca hubieran puesto en boca de unas mujeres su primer testimonio porque, en el mundo judío en el que Jesús y los apóstoles vivían, el testimonio de unas mujeres no tenía ninguna clase de valor, ninguna, por lo tanto, si lo cuentan, es porque fue así-, en ese encuentro con las mujeres, desde aquella mañana de Pascua, se inaugura una nueva Creación. La vida es distinta para quien acoge ese acontecimiento la vida es una realidad nueva, las relaciones humanas son una realidad nueva, los sentidos, el trabajo, el orden de cada día, el pasado y el futuro, el peso de nuestros límites y la alegría de nuestros gozos.
Todo tiene una dimensión diferente porque todo está a la luz de la eternidad. El triunfo de Cristo sobre la muerte nos ha abierto y nos lo ha abierto para siempre. Los veinte siglos de Iglesia que hay entre la mañana de Pascua y nosotros están llenos de debilidades, de miserias, de pecados. Los hombres no somos muy diferentes de como podrían ser los hombres de cualquier otra época, y hasta los hombres de cualquier cultura, pero nuestra historia está llena de hombres y mujeres, y niños y niñas, que resplandecen de humanidad; de una humanidad esplendorosa, que no se puede decir como irracional. Es todo lo contrario. Lo que brilla es justamente una humanidad plena, que no censura nada, que no censura la razón, que no censura la libertad, que no censura los afectos humanos. Sin censurar nada de lo humano, esa humanidad explota, por así decir, a la luz de ese punto tan frágil, tan aparentemente débil que es la Resurrección de Cristo.
Un pensador francés, ya de comienzos del siglo XXI, decía en una ocasión que el hecho de la Resurrección era como una especie de “agujero negro” en la historia, pero sin ese “agujero negro” en la historia no se explicaría ni la belleza de la santidad, ni la belleza del arte cristiano, ni la explosión de alegría, de esperanza, de amor (quiero subrayar el amor, porque lo que hace Cristo al vencer al pecado y a la muerte es revelar que todo el sentido de su vida era justamente el amor de Dios por nosotros. Que en Su amor estaba dándose a nosotros el amor de Dios por nosotros; que Su Pasión y en Su muerte no era un ejercicio de masoquismo ni una enseñanza simplemente ejemplar de cómo uno sufre por sus ideas o cosas así. No. Era el amor de Dios dándose a nosotros, entregándose a nosotros).
Viendo la llama del cirio todos los años a mí me sugiere justo la fragilidad del hecho de la Resurrección, pero un hecho frágil, una llama muy frágil, un golpe de viento un poco fuerte (algún año nos ha pasado encendiéndolo en la plaza de las Pasiegas, venía un golpe de viento fuerte y lo apagaba)… pero Dios es fiel y esa frágil llama ha atravesado la historia. Y ha atravesado la historia haciendo florecer y fructificar una humanidad que es la santidad tan bella, que no hay nada en la historia ni comparable ni de lejos, y si nuestro mundo desea verdaderamente vivir de una manera plenamente humana, yo os invito hermanos y amigos, seáis quienes seáis: acercaos al Señor, acercaos a Jesucristo; que Jesucristo es Amor. Acercaos a esa luz y dejad que esa luz ilumine y penetre y llegue hasta el fondo de vuestras vidas, y dejad que la esperanza cierta de veinticuatro kilates, sólida, de la vida eterna, empape nuestro corazón y dirija nuestros deseos y oriente nuestras acciones y nuestros trabajos, y oriente nuestras relaciones humanas.
Si experimentáis el Encuentro con Jesucristo, yo os aseguro que, con muchas fragilidades, siendo débiles como somos, como seguiréis siendo, como sigo yo siendo, daremos gracias todos los días de nuestra vida y nos parecerá que la vida es demasiado corta para darLe a Dios gracias. Soy consciente, muy consciente, de cuánto sufrimiento hay en este mundo alrededor nuestro, en este momento, en todo nuestro mundo, también en nuestra ciudad, también en nuestra diócesis, también en nuestra España. Dios mío, para nada me siento desvinculado de ese sufrimiento. Todo lo contrario. Porque ese sufrimiento es el sufrimiento de Cristo, es el sufrimiento también de todos nosotros. Queremos, sencillamente, compartirlo y ofreceros lo más precioso que tenemos, que es la esperanza en Cristo, la esperanza de la vida eterna, la certeza de que “no he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor”.
En las Lecturas que hemos ido leyendo, largas, del Antiguo Testamento, donde empieza con la Creación porque la Resurrección de Cristo es una nueva Creación, realmente empieza un mundo nuevo cuando uno descubre cuál es su significado y cuál es su valor para nuestra vida humana. Pero luego, es la historia de la Alianza con Abraham, es la historia de la liberación del Pueblo de Israel, poderosísima. Sigue siendo misteriosa. De aquel pequeño Pueblo al lado de los imperios que había y, sin embargo, es un Pueblo que sigue vivo, porque Dios es fiel y no retira jamás su Alianza, y no la retirará jamás. Cómo se explica la permanencia de ese Pueblo en la historia, los historiadores no saben decirlo, realmente no saben. Lo mismo os puedo decir con la Iglesia. La llamita frágil que es la Iglesia. Cuántos momentos de persecución ha vivido, cuántos momentos hasta de pobreza espiritual, si queréis, en muchos sentidos, de falta de santidad, de mediocridad… Y, sin embargo, la llamita de la Resurrección renace una y otra vez, porque el amor de Dios no lo apagan los planes ni los proyectos de los hombres.
Todas las Lecturas que hemos leído es la historia de la Alianza de Dios con su Pueblo, en la que el Pueblo peca una vez, y Dios le perdona; y peca otra vez, y Dios le perdona; y peca otra vez, y nunca está a la altura de las exigencias de la Alianza ni de lo que Dios le da. Y, sin embargo, una y otra y otra vez, Le dice el Señor: “Ya no te llamarán abandonada, a ti te llamarán mi favorita y a tu tierra, desposada”, porque te lo dice el Señor que te quiere.
Dios no ha abandonado a su Pueblo. Dios no abandona a su Pueblo, no nos abandona. En medio también de esta situación tan dura y tan difícil, el Señor no abandona. Algún día podremos celebrar dignamente los funerales de tantas personas que se van sin despedirnos, pero los celebraremos con la certeza de decir “no he de morir, viviré y cantaré las hazañas del Señor”. Y daremos gracias juntos a Dios por Su designio de amor, que ni siquiera la muerte tiene el poder de destruir.
Que así sea para todos vosotros. Que así sea, ojalá, para todos los hombres. Que así sea para mí y para todas las personas que estamos aquí celebrando en este momento esta Eucaristía, pero que así sea, sobre todo, para todo este mundo nuestro al que amamos, porque Cristo lo ha amado hasta el final, hasta dar su vida por él, por nosotros, por nuestro mundo, por nuestra sociedad, por los que vivimos hoy.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de abril de 2020
S.I Catedral de Granada