Homilía en la Santa Misa el Martes de Pascua, el 14 de abril de 2020.
Fecha: 14/04/2020
Mis queridos hermanos:
A lo largo de toda esta semana, vamos a estar viendo los encuentros de distintas personas con Jesús, con Jesús vivo y resucitado. Y son unos Evangelios singulares en el sentido que no son Evangelios de los que nosotros podemos extraer consejos morales o consejos sobre determinadas maneras de actuar en esto o en lo otro. Y en ese sentido parecen como un poquito decepcionantes, en el sentido en que sólo cuentan el hecho de que hubo personas que vieron, se encontraron con Jesús, y esas personas fueron primero las mujeres, María Magdalena. Hay una de la que no nos hablan los Evangelios, pero que la Tradición cristiana ha dado siempre por supuesta, que fue la primera, y es un encuentro de Jesús con Su madre y que ha permanecido, además, en la tradición popular (en cuántos sitios el Domingo de Pascua hay un encuentro de Cristo resucitado con la Virgen, en cantidad de pueblos se celebra la “procesión del Encuentro”, se suele llamar. Era casi un niño cuando la vi por primera vez en un pueblo de Ávila).
Y la Tradición ha reconocido siempre que la Virgen, que había sufrido como nadie la muerte de Jesús, era la primera que pudo gozar de Su Resurrección, que pudo verLe vivo y encontrarse con Él. Pero todos estos relatos en realidad sólo son eso, encuentros, primero con las mujeres, luego de los Doce, mañana de los de Emaús, un día u otro de aquellas personas que se encontraron con Cristo Resucitado. Y digo, no hay ahí consejos morales sobre cómo tiene uno que hacer esta cosa o la otra, pero está en esos encuentros, en esos relatos, en esos testimonios de ese Encuentro la fuente de toda la vida moral. Porque lo que cambia en nuestras vidas cuando hemos conocido a Jesucristo, cuando nos hemos encontrado con Jesucristo no es que hacemos estas cosas de una manera o de otra, que algo empezamos a hacer o que practicamos, hacemos, tomamos parte en ciertas prácticas religiosas. Lo que cambia fundamentalmente es nuestra visión de la vida, nuestra experiencia de la vida. Y si la Iglesia es la Iglesia de Jesucristo y somos una Iglesia viva, lo que tienen que encontrar los hombres del siglo XXI, como los del siglo IV, o los del siglo XII, lo que tienen que encontrarse en nosotros es con esa realidad nueva de quien vive de la luz que brota del Hecho, el Acontecimiento único en la historia, de la Resurrección de Cristo: “Fuente de la libertad verdadera”, decía la oración que os la volveré a leer.
“Fuente de la libertad verdadera”. Es decir, que los que hemos conocidos la Resurrección de Jesucristo, ¿qué es lo que somos? Libres. ¿Libres, de qué? En primer lugar, de la obsesión con el temor a la muerte. No es que no temamos a la muerte, Dios mío, ni la consideremos un bien o le quitemos ninguna importancia, no. Dios sabe que no. Pero sí que somos libres de que eso se convierta en una obsesión. Vivir para retrasar la muerte, no. Vivimos para vivir y la muerte no tiene dominio sobre nosotros, sobre nuestras conciencias, sobre nuestras psicologías de algún modo. Y ésa es la primera libertad de todas, porque es verdad lo que dice la Carta a los Hebreos (que ya he hecho yo referencia varias veces en estos días, también de la Semana Santa), Tú has querido participar de nuestra carne y de nuestra sangre para librarnos de aquél, es decir, de Satanás, del Demonio, del Enemigo, que, por temor a la muerte, nos tiene toda la vida sometidos a esclavitud. Y es verdad que la vida de quien no tiene más horizonte que la muerte es una vida de esclavo. La nuestra es una vida de hijos de Dios. ¿Qué somos torpes? ¡Pues, claro! ¿Qué cometemos muchas torpezas? ¡Pues, claro! ¿Qué tenemos límites y nos equivocamos, y nuestra misma historia nos determina en algunas cosas? ¡Pues, claro! Pero la Resurrección de Cristo es la condición de posibilidad de una libertad nueva, de una confianza nueva. ¿Por qué? Fijaros que el mundo actual tiende a concebir la libertad como que nadie se meta en tu vida. De acuerdo. Nadie interfiere contigo. De acuerdo. Cuando sucede esa libertad uno no tiene nada que haga la vida interesante. Absolutamente nada, más que su propia soledad y la soledad es una cosa muy poco libre. Porque quien se siente muy solo termina siendo esclavo de las cosas más tontas y de los instintos más bajos, y de las estupideces más vacías. No.
Lo que despierta nuestra libertad es que alguien te pueda decir “te quiero”, o que alguien te pueda decir “tu vida me importa”, aunque no te lo diga con esas palabras, pero te lo dice y tú notas que tu vida es importante para alguien. Cuando tu vida es importante para alguien, entonces uno adquiere una libertad: la libertad de vivir bien. Empieza a vivir mejor. Desde luego, mucho mejor que en esa libertad puramente negativa en la que cada hombre vive solo en su noche. Cada hombre y cada mujer.
Señor, Tú no has dado la libertad y Tu Resurrección nos anuncia que nuestro horizonte es el del Reino eterno. Vamos a pedirlo muchas veces en estos días. Enséñanos a buscar los bienes eternos, los bienes que permanecen. ¿Cuáles son esos bienes? El amor. Que no hay otro. Que todo lo que hemos celebrado es Tu amor infinito por nosotros, Tu amor sin límites por nosotros. Y que no hay otra manera de vivir libremente que compartir, que acoger ese amor y compartirlo unos con otros, y desear compartirlo, cada vez con más gente, cada vez con más personas, con toda sencillez.
Que el Señor, que nos ha dado la libertad verdadera, que nos conceda vivir en esa libertad, que es una frase, una expresión preciosa de San Pablo, a la que yo tengo muchísimo apego: “La libertad gloriosa de los hijos de Dios”.
Habéis visto cómo a los niños les gusta presumir de “mi papá es…”, “pues el mío es más que el tuyo”… (a los niños pequeños, por lo menos antes les gustaba mucho). “Pues, el mío es general; pues, el mío es más que general, el mío es el presidente”, cosas de este tipo. Bueno, pues nuestro papá es Dios. Y seremos pobres, y pasaremos por la muerte, claro que sí, pero nuestro papá es Dios y no nos va a dejar. Y por tanto, podemos vivir descuidados. Ese vivir descuidados como los niños antes de que hubiera el coronavirus, podían jugar descuidados. (…) un niño que juega descuidado, un niño que tiene a sus padres y que cuenta con el amor de sus padres no tiene preocupación por nada en este mundo. Señor, esa es la libertad verdadera. ¿Seríamos capaces de vivir así? Concédenoslo Tú.
Hemos cantando una cosa que dice “Cristo ha resucitado, resucitemos con Él”. A mi me da miedo que lo entendamos mal, porque claro que yo quiero resucitar con Jesús, pero, ¿es algo que depende de mí?, ¿es algo que yo pueda hacer?, ¿es algo que yo puedo empeñarme en resucitar? No, Señor. Yo acojo la verdad de Tu Resurrección, Te pido vivirla de una manera cada vez más plena, más hermosa, más fresca, y eso es. Y a la medida de Tu Gracia, dame el don de responderTe y de vivir como una persona nueva, porque no es lo mismo el mundo antes de la Resurrección de Cristo que después de la Resurrección de Cristo. Eso se presta a una cosa: no será lo mismo el mundo antes de esta historia que estamos viviendo, tan tremenda, como será después. Pero que el mundo de después pueda ser un mundo de hijos libres de Dios ésa es nuestra súplica y ése es nuestro empeño. De hijos libres de Dios que se tratan como hermanos, que se quieren como hermanos, que quieren al menos aprender a quererse como hermanos. Esa puede ser nuestra súplica cuando decimos que resucitaremos con Él. Pero no es una cuestión de empeño.
La victoria sobre la muerte es de Jesucristo y lo grande es que nos hace participar en ella. ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! Qué alegría tan pura que no necesita olvidarse de nada del dolor ni del mal que hay en el mundo. Por eso es la alegría verdadera. Por eso nuestra libertad es la libertad verdadera.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
14 de abril de 2020
Iglesia Parroquial Sagrario-Catedral (Granada)