Homilía en la celebración de la Cena del Señor, el Jueves Santo, en la S.I Catedral, el 9 de abril de 2020.
Fecha: 09/04/2020
Mis queridos hermanos:
En la celebración de esta tarde, celebramos nuestro nacimiento, que es el nacimiento como Iglesia. Muchas veces me habéis oído decir que la Encarnación del Hijo de Dios era fruto del amor por la humanidad y que el Señor quería establecer con esa humanidad, y para eso fue preparando al Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, una Alianza nueva y eterna, es decir, una unión inconcebible, inimaginable si pensamos que el que se une a nuestra pobre humanidad es el mismo Dios.
No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que uno ama. Y Jesús, en los días de la preparación para la Pascua y en Su Pasión y muerte, nos amó hasta el extremo. Y hasta un extremo que nosotros no somos capaces de imaginar, porque nosotros siempre tenemos un límite, aunque no le pongamos ninguno (que siempre ponemos o tenemos tendencia a poner), aun cuando no le ponemos límite a nuestro amor, nuestro amor es pobre y llega hasta donde llega. El amor del Señor no conoce barreras. El amor del Señor no conoce límites, no conoce obstáculos de ninguna clase, y Se ha entregado a nosotros de una manera total y plena.
De esa unión del Hijo de Dios con la humanidad nace la Iglesia. Por eso os digo que hoy celebramos el día de nuestro nacimiento. Nace la Iglesia. Y el Señor le confía a esa Iglesia sus Sacramentos, simbolizados en la sangre y el agua que brotarán del costado abierto de Cristo, y recordados la noche antes de padecer cuando instituye el Sacerdocio y la Eucaristía, la Eucaristía y el Sacerdocio. La Iglesia hace los Sacramentos. Nosotros hacemos el Bautismo, hacemos la Eucaristía, hacemos la Confirmación. Pero, al mismo tiempo, los Sacramentos hacen la Iglesia. Los Sacramentos son la forma en los que el Señor ha querido quedarse en medio de nosotros. Y el centro y el culmen de toda esa Alianza Sacramental, que se inicia en el Bautismo, es siempre la Eucaristía. Hasta yo hablaba esta mañana también (ndr. Misa Crismal) del Sacramento del matrimonio, del amor esponsal del hombre y la mujer como un reflejo, como un símbolo, de la Alianza eterna de Cristo con Su Iglesia. Y aun esa alianza y ese amor y esa donación mutua de los esposos tiene su lugar de aprendizaje más pleno y más verdadero en el altar de la Eucaristía, en el lecho de la Eucaristía, donde Cristo renueva Su ofrenda y Su sacrificio para comunicarSe a nosotros y darnos su vida divina. Es un gesto pequeño y seguramente no caemos mucho en la cuenta de él, pero, cuando al principio de la Eucaristía se inciensa el altar, se perfuma en realidad el lecho, y cuando el sacerdote besa el altar al llegar a la Eucaristía, besa el lecho donde el Esposo, el Hijo de Dios, va a dar su vida por Su Pueblo, por Su Amada, por la Iglesia, y se va a entregar a ella.
Qué grande es ese Misterio. Qué grande es la Eucaristía. Y cómo lo vivimos tantas veces rutinariamente, empezando por mi, acostumbrados a celebrarla todos los días. Y, sin embargo, un día como hoy, y hasta con la ausencia de un pueblo cristiano numeroso (porque estamos todos recogidos en las casas) se hace más consciente, se hace más agudo y más fuerte el valor de lo que la Eucaristía significa. No hay amor más grande que el de dar la vida por aquellos a los que uno ama. Y un poco más tarde, diría el Señor: “Ya no os llamo siervos. Os llamo amigos. Y os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me he reservado nada. No os he escondido nada. Os he dado a entender lo que Yo venía a hacer entre vosotros, que era, justamente, ‘el dar Mi vida por vosotros’”. La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia.
En esta celebración de esta tarde hace falta uno de los ritos. Un rito extraordinariamente expresivo, extraordinariamente bello, que hace el Obispo, pero que serviría para toda la Iglesia si entendemos lo que es la Eucaristía. Es el lavatorio de los pies, de un grupo de hombres y mujeres a los que, como a los discípulos, la noche de la Última Cena Jesús les lava los pies. Y es muy curiosa esa conversación breve que tiene Jesús con Pedro. Dice: “Señor, ¿Tú lavarme a mí los pies? Ni se te ocurra”. El lavar los pies era un oficio que hacían los esclavos. ¿Qué hizo con Jesús aquella mujer pecadora en la casa del fariseo Simeón y le lavó los pies con sus cabellos y los enjugó con sus lágrimas? Pero era un oficio de esclavos y Jesús quiere hacer ese oficio de esclavo. Pero, ¿cuándo lo hace? Lo hace en la cruz. Cuando le dice Jesús a Pedro “si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo”, no se está refiriendo al gesto de lavarle los pies en ese momento; se está refiriendo a que ese gesto es un signo de lo que Él va a hacer con la humanidad entera en la cruz. Señor, lávanos los pies, como a Pedro; los pies, las manos, la cabeza. Lávanos todo el cuerpo. Digo que falta el gesto del lavatorio de los pies y es un gesto que expresa como pocos también el significado de la Iglesia. Si Cristo se ha dado a nosotros; si Cristo se ha entregado a nosotros con un amor sin límites, es para que nosotros nos entreguemos unos a otros y también por el bien del mundo; por el mundo como Él lo ha hecho.
Al final, es toda la novedad de la vida que Cristo nos da. Queda resumida en algo tan sencillo, tan grande y tan inaccesible a nuestras pobres fuerzas como eso. Y tan accesible cuando acogemos al Señor en nuestra vida: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. “Amad a este mundo por el que Yo me entrego, por el que Yo ofrezco mi vida, por el que Yo voy a vivir, hasta el miedo y la angustia del Huerto de los olivos (o hasta todas las heridas y los dolores y las humillaciones del vía crucis, y hasta la muerte horrenda en la cruz) por amor a vosotros. No hay mayor amor que el de dar la vida por aquellos a los que uno ama”. Tú, Señor, la has dado por nosotros; la das por nosotros. Nos ofreces Tu vida cada vez que celebramos la Eucaristía de nuevo, para hacernos parte de Ti y a nosotros parte Tuya, y Tú parte nuestra, de forma que nosotros podamos seguir siendo Tu Presencia viva en medio del mundo. La Presencia de un amor que no se fatiga, que no se cansa, que no se agota, porque tiene su fuente en Ti. Un amor por los hombres, por todos los hombres, por la vida del mundo.
Que el Señor nos conceda vivir según esa vocación. Será ser la Iglesia que el Señor ha querido que naciera de Su costado abierto.
Naturalmente, es muy fácil hablar del lavatorio, de lo que significa, de nuestro amor por el mundo y que se quede en palabras bonitas. Hoy, la Iglesia entera, en el mundo entero, celebra el Día del amor fraterno. Y ese amor fraterno en estas circunstancias nuestras del mundo de hoy tiene connotaciones muy concretas. Sin saber y llenos de incertidumbres qué evolución va a tener esto y cómo va a acabar esto, ciertamente vamos a ver muchas necesidades humanas muy cerca de nosotros. Si, en este momento, no tenemos la ocasión o no es la circunstancia la que permite hacer una limosna que nos sirva en este tiempo de confinamiento, que nos sirva para ahorrar, para ser más sobrios (consumimos menos, gastamos menos), podemos acumular alguna ayuda significativa para nuestros hermanos necesitados. Va a haber muchos. Muchos más de los que nos imaginamos o esperamos y que puedan encontrar en nosotros siempre la generosidad de quienes están dispuestos a compartir lo que somos y lo que tenemos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de abril de 2020
S. I Catedral de Granada