Homilía en la Santa Misa del III Domingo de Pascua, el 26 de abril de 2020.
Fecha: 26/04/2020
Mis queridos hermanos y hermanas:
Celebramos este tercer domingo de Pascua y le damos una vez más gracias al Señor. Se lo tendríamos que dar en toda Eucaristía, porque en realidad toda Eucaristía es una celebración de Cristo Resucitado, y especialmente la Eucaristía del domingo, el primer día de la semana, en el que desde el tiempo apostólico nos reunimos justamente porque en ese día (que no era el sábado, que no era el día más importante en el calendario romano y, de hecho, a los cristianos les costaba mucho porque era un día de trabajo y solían celebrar las Eucaristías con frecuencia por las noches, cuando podían, pero se reunían en aquel día) era el día en que Cristo había resucitado. Y la Eucaristía, nada en la Eucaristía, nada en la vida de la Iglesia ni en la vida cristiana tendría ningún sentido si Cristo no hubiera resucitado.
Algunas reflexiones que nos puedan servir de estas lecturas para vivir bien esta Eucaristía y para vivir bien este tiempo. Tiempo de Pascua y de dolor, al mismo tiempo. Tiempo de preocupación por tantos interrogantes, tanto sufrimiento que vemos de una manera y de otra y, al mismo tiempo, tiempo de gozo que nos permite tomarnos mucho más en serio lo que significa creer en Jesucristo, lo que significa afirmar la Resurrección. La novedad que esa afirmación lleva consigo.
El discurso de Pedro es el primer discurso del día de Pentecostés. De alguna manera es la primera homilía cristiana hecha al pueblo que estaba allí reunido para la fiesta de Pentecostés, y sencillamente, de alguna manera, es un discurso paradigmático. Yo quiero subrayar sólo una palabra cuando dice Pedro “de lo cual nosotros somos testigos”.
El lenguaje cristiano nunca es un discurso sobre verdades abstractas, y que uno podría comprender: creencias. En nuestra cultura se dice: “Usted tiene esas creencias”. Y las creencias son cosas que uno cree, como puede creer en ovnis o en otras cosas, ¿no? Pero el cristianismo −en el comienzo de la primera encíclica de Benedicto XVI lo decía con mucha claridad, y el Papa Francisco ha remitido a ese texto muchas veces− no es fruto de unas ideas geniales o estupendas, o incluso muy verdaderas. El cristianismo no es una serie de creencias, tampoco es una serie de principios morales, decía el Papa y lo sigue diciendo (ese texto lo ha citado muchas veces el Papa Francisco). Es el encuentro con Cristo vivo. Y sólo cuando uno ha experimentado ese Encuentro entonces puede hablar el lenguaje cristiano, que no son ideas. Es que el lenguaje cristiano o es un testimonio o no es nada.
¿Qué es un testimonio? No es el ejemplo. A veces, hemos dado toda la tendencia a la primacía de la moral en la vida cristiana, que no responde a la Tradición de la Iglesia. Entonces, muchas veces hemos confundido el testimonio con el buen ejemplo. Y dar testimonio es dar buen ejemplo. No. Dar testimonio es ser testigo de lo que a uno le ha pasado, de algo que ha visto, de lo cual nosotros somos testigos. Y dice: “Esto es lo que estáis viendo y oyendo”. Y hay que poder decirlo en presente. Es decir, dar testimonio es contar lo que a uno le ha pasado. El buen ladrón, que era un criminal, dio testimonio de Jesús en la cruz y ese testimonio le valió la vida eterna y ser el primero que conquistó, con Jesús, la vida eterna. Y la mujer pecadora que, rompiendo todas las reglas de aquella sociedad, entró en mitad de un banquete en casa del fariseo Simón y se puso a limpiar los pies de Jesús con sus lágrimas. El contexto exige que Jesús hubiese predicado ese sábado en la sinagoga y que Jesús hubiese anunciado el Reino de los Cielos y el perdón de los pecados, y aquella mujer, sintiéndose perdonada, acude a Jesús y pierde toda clase de vergüenza y se echa a los pies de Jesús, y Jesús la defiende cuando el fariseo dice “si éste supiera quién es esta mujer, no le dejaría hacer esto”, y Jesús le reprende al fariseo y le corrige. Dice: “Al que se le ha perdonado mucho, ama mucho, pero al que se le ha perdonado poco, poco ama”. Esa mujer estaba dando testimonio y era una pecadora, claro que sí. Y el publicano que, en el fondo del templo, decía “perdón, Señor, que soy un pobre pecador” daba testimonio. Sabía que Dios podía perdonarle y se dirigía a Dios consciente de ese perdón que él necesitaba.
Por lo tanto, el testimonio no es el buen ejemplo. Yo he oído decir muchas veces en mi vida: “Yo es que no puedo hacer apostolado, no puedo anunciar el Evangelio mientras no lo vida”. Si no es una cuestión de eso. Cuando pensamos eso, terminamos no anunciando el Evangelio nunca. Lo que tiene que haberme pasado es haberme encontrado con Jesucristo. Y si me he encontrado a Jesucristo, puedo ser muy torpe, puedo meter mil veces la pata, pero siempre podré decir “me he encontrado con el Señor, y sé de lo que estoy hablando, y Él ha cambiado mi vida, y Él me ha descubierto un horizonte y de eso puedo dar testimonio”.
Siempre, siempre, no habrá otro lenguaje cristiano que no sea el del testimonio. Naturalmente el testimonio implica, al menos, el interés por el bien de la otra persona. Y ese interés ya forma parte del mismo testimonio. Un afecto por el bien de la otra persona y una paciencia con su camino, que cada persona tiene que hacer su camino y nunca somos capaces de juzgar o de comprender las dificultades que una persona tiene.
Yo recuerdo a un hombre que era muy comilón y muy gordito, y siempre solía decirnos, cuando éramos jóvenes: “Vosotros veis lo que como pero no veis lo que me mortifico. Y tenía razón. No veíamos lo que se mortificaba. Entonces, nosotros vemos a lo mejor los defectos de la persona, pero no vemos el camino tan largo que ha hecho para conseguir no tener mas que esos defectos que nosotros seguimos viendo y juzgando. Por lo tanto, el afecto, el testimonio lleva siempre implícito, no el usar la verdad como quien usa una sartén para darle al otro en la cabeza, no usar mi experiencia de Jesucristo para darle con una sartén al otro en la cabeza, sino un afecto por el camino, por el destino, por la vida del otro y por el amor que Dios le tiene, y algo de ese amor. Volveré a eso en un momento.
El Evangelio nos habla de cómo los dos discípulos que iban camino de Emaús se encontraron con el Señor, y menciona dos cosas que sostienen el encuentro con Jesús. Una, son las Escrituras, la Palabra de Dios. Si uno se ha encontrado con Jesús, si uno ha conocido al Señor, alimentarse con la Palabra de Dios. A la hora de rezar, siempre que podáis, rezad con la Liturgia de las Horas. La Liturgia de las Horas es la oración de la Iglesia, es la oración en que podemos todos unirnos aquí y a distintas horas. Cuando San Pablo decía: “Orad sin interrupción”. Pues, uniéndonos a esa oración, nosotros ahora es de día, pero en otros sitios es de noche, y en todo el mundo se rezan esos mismos Salmos y se canta el Magníficat. “Desde donde sale el sol hasta el ocaso”. Nos unimos al Cuerpo de Cristo con esa oración, y la oración de los Salmos tiene una riqueza y la Palabra de Dios tiene una riqueza que no tiene ninguna clase de devoción, ni a los más grandes santos.
El Papa nos lo ha recordado este año de nuevo: hay que alimentar nuestra fe, nuestro encuentro con Jesucristo, en la lectura de la Lectura de la Palabra Divina. Y a la luz de la Palabra Divina se entiendo mucho de lo que nos pasa, y se entiende mucho del camino que quiere Dios para nosotros, de la paciencia de Dios y allí está el Señor. Otro sitio donde está siempre el Señor y no falla es en los Sacramentos. También ahí tenemos que hacer un pequeño cambio. “Ellos lo reconocieron al partir el pan”. Es una referencia a la Eucaristía. Pero la Eucaristía tiene que dejar de ser para vosotros una devoción privada y un momento donde yo me encuentro a solas con el Señor. Tiene que ser el momento donde Cristo viene a mi vida misteriosamente, me comunica Su vida y engendra en mí, por el Espíritu Santo, la vida nueva de un hijo de Dios.
Digo eso y sé que eso no es referido exclusivamente a la Eucaristía. Hablo de la vida sacramental de la Iglesia en general: el Bautismo, el Perdón de los Pecados… Si no cuidamos los sacramentos… Pero no los hagamos en un rito, en una costumbre. Que sea un momento de verdad, de Encuentro con el Señor y de encuentro también con el Pueblo de Dios, con el Cuerpo de Cristo, a quienes los sacerdotes tenemos la misión de servir. Entonces, la Palabra de Dios y los Sacramentos son nuestro alimento del encuentro con Cristo.
Y hay un tercer elemento, que estuvo en Emaús también, pero tiene que estar en nosotros. Porque la lectura de la Palabra de Dios y los Sacramentos se empobrecen si uno no puede reconocer la vida nueva del Resucitado en los que siguen a Jesucristo, en los que son Su Pueblo, en los que son parte de Su Cuerpo. Y ahí vuelvo a lo del amor del principio. ¿Qué tienen que poder reconocer los hombres en nosotros? La experiencia de haber sido perdonados y el amor a todos los hombres.
La Palabra de Dios sola sin el Pueblo de Dios, sin la experiencia de la Iglesia, sirve de poco, se empobrece. La experiencia de los Sacramentos, cuando son solo un rito o cuando venimos a la Eucaristía para pedir que me deje de doler el pie, sirve de poco. Tengo que sumergirme de alguna manera en lo que la Eucaristía es y lo que la Eucaristía contiene, y entonces mi vida en Cristo crece y se desarrolla. Y ese desarrollo es esencial a la experiencia del Encuentro con Cristo la experiencia de haber sido perdonados, y la experiencia de haber sido perdonado genera en el corazón el deseo de perdonar y de amar a los demás, que casi siempre ese amor tiene la forma de perdón. No amamos si no perdonamos. Lo decimos en el Padre Nuestro: “Perdónanos, de manera que nosotros podamos también perdonar a quienes nos ofenden”.
Que el Señor nos conceda esa vida nueva de Cristo resucitado y que resplandezca en toda la Iglesia, que resplandezca en el mundo como una luz, la luz de la mañana de Pascua.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de abril de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)