Homilía en la Santa Misa del viernes de la III semana de Pascua, el 1 de mayo de 2020.
Fecha: 01/05/2020
Muy queridos hermanos y hermanas (también aquellos que os unís a esta Eucaristía a través de las imágenes de la televisión y que ya formáis parte de nuestra familia, aunque no conozcamos vuestras caras):
Las dos Lecturas de hoy son de las Lecturas claves. Ayer y antes de ayer, el Evangelio nos decía el Señor en el Evangelio de San Juan: “Yo soy el pan de vida”. La Persona de Jesucristo es la plenitud y el cumplimiento de los anhelos más profundos de nuestro corazón, de ese anhelo con el que el Señor nos ha creado, como cuando decía San Agustín en las Confesiones “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. El pan de la vida, el pan que sostiene nuestra condición de hijos de Dios, después de recibir el Bautismo, es la Eucaristía, donde Cristo mismo se nos da de una manera misteriosa. Yo suelo decir, porque también lo decía un Padre de la Iglesia, de los muy grandes, y lo pone en labios de la Virgen: “Piensan los de lejos que han tenido menos suerte que yo que te he tenido en mis brazos, y en mis rodillas y en mi regazo, y no es verdad. Porque ellos también Te han conocido y muchos de los que Te vieron cuando estabas en mis rodillas, sin embargo, no Te conocieron”. Entonces, nosotros somos de esos de lejos -que decía ese Padre de la Iglesia-, que hemos conocido a Jesucristo, y no sólo lo conocemos, sino que nos alimenta. Nos alimenta con Su Cuerpo y Él mismo se hace parte de nuestro cuerpo, puesto que el pan consagrado que consumimos, “el pan de la Alianza nueva y eterna”, se hace parte de nosotros y es el Señor el que está en nosotros y el que vive en nosotros.
La importancia de la Eucaristía -no en vano, el Concilio, recogiendo una frase del principio también de los primeros siglos cristianos, dice “la Eucaristía es la fuente y el culmen de la vida de la Iglesia”. La “fuente” porque, la vida de la Iglesia, la vida del pueblo cristiano, la vida del Cuerpo de Cristo, surge y emerge constantemente del don que es Cristo para cada uno de nosotros en la Eucaristía, y que nos hace a nosotros miembros de Su Cuerpo, es decir, miembros de Cristo y miembros los unos de los otros. Y al mismo tiempo, la “plenitud”, porque en la Eucaristía -es verdad que con dolores de huesos, es verdad que teniendo que pasar un día por la muerte, es verdad que con enfermedades, es verdad que con las pruebas y las dificultades que tiene vivir en este mundo donde el pecado nos toca, nos afecta, por fuera y por dentro-, pues, con todo ello, pero ya tenemos al Señor. “Esta es la vida eterna, que Te conozcan a Ti, único Dios verdadero y a Tu Enviado, Jesucristo”. Ya nos hace partícipes de la vida del Cielo aquí. Por lo tanto, es un Evangelio, este del discurso del pan de vida, que es una de las muchas joyas del Evangelio.
Y de la conversión de San Pablo, le debemos a San Pablo el que nosotros formemos parte de la Iglesia. Fue él prácticamente quien luchó y defendió, a costa de estar en la cárcel y de ser azotado muchas veces por los tribunales locales de las comunidades judías que visitaban, el que si Cristo ha resucitado, ha resucitado y eso es algo que tiene significado para todo hombre en cuanto hombre y no sólo para los que conocen o cumplen la ley judía. Es más, en la Carta a los Gálatas, San Pablo llega a razonar de la siguiente manera, un poco de manera rabínica, pero os lo resumo y se entiende bastante bien: Jesús fue crucificado, aunque fuera crucificado por decisión del procurador romano; fue crucificado por blasfemia y, por lo tanto, por el Sanedrín judío, y en cumplimiento de la Ley, porque la Ley mandaba no crucificar −porque era una forma de muerte romana− pero sí condenar a muerte a los que blasfemaban, y declararse Hijo de Dios, o reclamar para sí la autoridad de Dios como hace Jesús constantemente en el Evangelio, era una blasfemia, y por lo tanto merecía la muerte. Y San Pablo dice: “Si la ley ha condenado a Jesús, pero Dios ha resucitado a Su Hijo, con eso la Ley ha quedado abrogada”, y por lo tanto “nosotros ya no estamos bajo la Ley, sino bajo la Gracia”, que es la certeza del Espíritu Santo que el Señor comunica a través de Su Hijo a quienes creen en Él.
Yo os decía que los evangelistas son santos de los que no podemos prescindir. Pues, de San Pablo tampoco. Sí que quiero subrayar de su conversión una cosa. Ponemos nosotros mucho de relieve, cuando hablamos de la conversión de San Pablo, que Dios le tiró del caballo y lo ponemos como ejemplo de una intervención de Dios inapelable. O sea, tú vas haciendo tus planes, Dios te tira del caballo y se acabó la historia. Bueno, pues no se acabó la historia. El hecho de que él se quedó ciego, de que tuvo que intervenir Ananías y de que se quedó allí unos días con los discípulos y que después empezó a dar allí testimonio de lo que le había sucedido, de lo que le había sucedido a él. Esto tiene lugar entre seis y siete años después de la crucifixión de Jesús. Él había estado como un adolescente en la lapidación de Esteban (lo dice también los Hechos de los Apóstoles, que un jovencillo llamada Saulo estaba allí presente). Había tenido una formación judía y rabínica impecable “y sólo -dirá él en la Carta a los Gálatas- cuando el Señor Dios quiso revelar en mí a Su Hijo, entonces tuve que reconocer la verdad contra la que había luchado”. Y dice: “Dios no me lo tuvo en cuenta porque lo hacía por ignorancia”, es decir, porque no conocía a Jesucristo “mas que según la carne”. Y ese conocer “según la carne” es a la manera humana, sin haber caído en la cuenta, sin haber sido revelado quién era Jesucristo. Por lo tanto, gracias a San Pablo, los gentiles, y nosotros somos cristianos que venimos de la gentilidad, hemos sido injertados en las promesas hechas a Abraham, al Pueblo de Israel en la Alianza, en la Alianza hecha al Pueblo de Israel, que el Señor no ha retirado nunca y de la cual ahora nosotros simplemente somos como un injerto en ese tronco dispuestos a florecer.
No quiero terminar sin decir una cosa que no tiene directamente que ver con las Lecturas. Hoy, todo el mundo está preguntándose en su interior, y a veces en su exterior en las conversaciones que tenemos, la economía que viene, el mundo que viene. Cuando oímos decir que no ha habido una recesión tan fuerte en 75 años, Dios mío, nos retrotraemos a unos tiempos que nadie, muchos no recordamos ya, porque hemos nacido después, pero de los que lo recuerdan nadie quisiera recordar. Y yo quiero decir, igual que he estado unos días haciendo referencia al Cielo, voy a seguir haciendo referencia a esto un poquito. Pues hay que reconstruir una sociedad de nuevo. No pensemos que nos lo van a hacer otros. Lo que no hagamos nosotros, lo que cada uno no hagamos en nuestro entorno, en el entorno de nuestra familia, en el entorno de nuestros amigos, en nuestra comunidad cristiana, no nos lo va a dar hecho nadie. Yo he oído muchas veces “tenemos que reinventarnos”. Pues sí, tenemos que reinventarnos. Y los cristianos, de algún modo, también tenemos que reinventarnos. Reinventarnos no significa ver qué se nos ocurre y que se nos ocurran las cosas más abstrusas, sino justamente reconocer la esencia de la esperanza que brota de la Resurrección de Jesucristo y de la fe en la Resurrección de Jesucristo, y dejar que florezca de una manera que no le pongamos trabas. Pero si tiene que haber un cambio, y tiene que haberlo, ese cambio no va a venir, dejadme que lo diga como lo siento y como lo pienso, y lo he pensado muchas veces, aunque es la primera vez, creo, que lo digo predicando: ningún tipo de élites o de las llamadas élites va a cambiar el mundo. Sólo un pueblo. Es uno de los pensamientos más queridos del Papa Francisco. Los verdaderos cambios nacen de un pueblo y nosotros somos parte del Pueblo de Dios. Somos ese Pueblo. Las cosas grandes no nacen de las grandes decisiones que hacen los grandes, aunque los telediarios y todas las cosas nos invitan a pensar que ellos son los que llevan la Historia. ¡No, no! Cada uno de nosotros somos protagonistas de la Historia porque Cristo ha resucitado.
Y eso significa que es posible, que no tenemos que resignarnos… Yo veo que, en estos días, mucha gente lo que quiere es que se vuelva a la situación anterior y mantener las categorías que había antes. No van a funcionar. Si es que no van a funcionar. Son las que nos han llevado donde estamos. Es como querer curarse de la cocaína con la metadona, y todos me entendéis. Sencillamente, no funciona. Es una manera más civilizada o más suave de morir, pero de las dos maneras se muere. Si es el mundo que hemos hecho el que nos ha llevado donde estamos. Pues, habrá que pensar en otro mundo. Habrá que pensar de nuevo qué significa la cultura rural y qué significa las comunidades de tamaño humano, que no exijan transportes o procedimientos complicadísimos. Habrá que redescubrir lo que significa una cultura local y una economía local. Habrá que, de repente, empezar a sostener economías familiares, todo lo que se pueda, desde donde se pueda. Y hay autores, y son cristianos y lo llevan diciendo a lo largo del siglo XX, y algunos incluso antes del comienzo del siglo XX, cuando se intuía ya este mundo, y algunos profetas lo incluyeron. Y son todos cristianos, pero son todos cristianos que están marginados ahí, que los tenemos fuera y algunos ni los conocemos. Si yo os digo un nombre, E.F. Schumacher, ¿a qué no os suena de nada? Pues, este señor de joven fue marxista. En los años 50, después de la II Guerra Mundial, era el secretario general en Inglaterra del Sindicato del carbón y del acero, cosa que en los años 50 era alguien muy importante en Inglaterra, casi tan importante como la Casa Real o como la Reina de Inglaterra, en cuanto al poder fáctico que tenía. Fue uno de los hombres que influyeron en el nacimiento, que eran todos cristianos, alguno está en proceso de beatificación, de los que construyeron los primeros pasos de la Comunidad Europea. Y este hombre, que era marxista en su juventud, hasta que salió la Humanae Vitae; se convirtió leyendo la Encíclica Humanae Vitae sobre el valor de la vida humana, la Encíclica de Pablo VI que escandalizó a tanta gente. Y era un hombre que tenía dos Doctorados por Harvard, no era un sindicalista que había crecido en el aparato del sindicato, para nada. Un hombre sumamente inteligente. Y sólo escribió unos cuantos libritos después de su conversión. El primero de ellos: “Lo pequeño es hermoso”. Yo me encontré con ese libro cuando estaba estudiando en América. Mi descanso era fisgar en las librerías de la universidad, que además tenían cafeterías y además maquinitas de café en las cuales uno podía sentarse y fisgar en los libros y leer un trozo mientras comprabas. Y me llamó la atención -“Lo pequeño es hermoso” ya es un título un poquito provocador-, pero luego el subtítulo es todavía más provocador: “Manual de economía como si la gente importase”. ¿Por qué? Porque en la economía ortodoxa, la economía que rige nuestro mundo, la gente no importa; no importa más que el beneficio, no importa más que el dinero. Y el ser humano, la persona humana, y nosotros muchas veces vamos arrastrados por ese impulso a nivel mundial, y sólo hay una manera de salirse de ese impulso que son las pequeñas realidades que uno puede hacer con sus vecinos, con sus amigos (y eso se puede hacer también en una gran ciudad). “Lo pequeño es hermoso”. Fue un libro que se publicó en los años 70, en la época del desarrollo, en los países en vías de desarrollo, y algunos de los grandes periódicos americanos lo consideró tan importante que lo publicaron capítulo por capítulo, el libro entero en el periódico. Está en internet. Es un autor católico. También está en las librerías, pero pasa por ser un hombre de izquierdas y él, cuando habla de su libro, dice: “Mi economía está basada en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino”.
Os voy a hablar de más figuras. En el siglo XX tenemos una pila de ellas y nos van a servir para repensar un poquito cosas, y os traeré textos y los colgaré en la página de la diócesis. Por ejemplo, sobre la agricultura, sobre la cultura local, cómo es necesario que las comunidades económicas sean comunidades donde la gente se conozca, no grandes sociedades anónimas donde nadie conocemos a nadie y nadie nos sentimos responsables de nada, etc. Pero ahí hay mucho que pensar. Una nueva economía, una nueva polis, una nueva vida social y política, ¿hecha de qué? Pues, de la conciencia que somos miembros los unos de los otros. De que yo no puedo decir “yo” sin acordarme de Pruden o de cualquiera de las personas que conozco y que forman parte de mi familia y del Cuerpo de Cristo. Y que eso requiere una sensibilidad de estar atentos unos a otros. De ahí nace una polis, que es capaz de luchar por el bien común, que es capaz de amar el bien común. Que, veréis, no se mete quizás en cuestiones de partidos políticos y cosas así, pero que construye una ciudad humana, una ciudad armoniosa, una ciudad donde uno pueda, por la noche, dar gracias al Señor por el tipo de compañeros de camino que hacen el camino de la vida conmigo. Y ésa, ésa es la ciudad de Dios en medio de la ciudad de este mundo. Ésa es la ciudad nueva que ha brotado y que ha empezado a crecer en la mañana de Pascua, y que no dejaré de crecer, mientras el mundo sea mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)