Imprimir Documento PDF
 

“Que el Señor nos fortalezca en este tiempo”

Homilía en la Santa Misa el martes de la IV semana Pascua de Pascua, el 5 de mayo de 2020.

Fecha: 05/05/2020

Muy queridos hermanos y hermanas;

muy queridos amigos, hermanos también, que nos unimos a través de las imágenes de la televisión:

La Lectura de los Hechos de los Apóstoles hoy nos dice una cosa muy simple: la Iglesia crecía. Y como se iban sumando al número de los discípulos muchos fieles, enseguida es verdad que el Señor se sirve de acontecimientos adversos para hacer el bien. La muerte de Esteban tuvo lugar en los dos o tres años, muy poquito tiempo que estuvo Herodes Antipas como rey de Judea y entonces tenían los judíos permiso para dar sentencias de muerte. En ese mismo momento también, poco después, seguramente mataron también a Santiago. El caso es que la persecución de Esteban, que dio lugar a una persecución en Jerusalén y el entorno de Jerusalén, hizo que los cristianos se dispersaran. Pero el que los cristianos se dispersaran, ¿para qué sirvió? Para que la Iglesia creciera, porque allí donde iba cada uno de ellos surgía de nuevo enseguida una comunidad de fieles de Jesucristo. Y así, muy pronto, la conversión de San Pablo tiene lugar también enseguida. Se van juntando aquel pequeño grupo y van haciendo verdad lo que la Virgen decía en el Magníficat: “Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones”.

Cuando la Iglesia empieza uno se da cuenta de que es un puñadito de personas, que todos se conocían entre sí, que son literalmente lo que nosotros decimos en español “cuatro gatos”, pero donde iba uno y allí crecía la Iglesia, iba otro y allí crecía la Iglesia. Y Antioquía ya está lejos, está donde el mapa justo da la vuelta para entrar en Turquía, de hecho, y Antioquía pertenece al Estado de Turquía. Allí fue donde, por primera vez, llamaron cristianos a los cristianos, nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Pero eso ya está muy lejos. Está más arriba del Líbano, está más arriba de la costa de Siria; y también crecía al mismo tiempo hacia el interior, hacia Mesopotamia.

Hay un grupito de estudiosos franceses (no voy a juzgar yo sus estudios, son de los dos o tres últimos años, y forman parte de lo que equivale en Francia a lo que nosotros llamamos el Consejo de Investigaciones Científicas). Hay una especie de barranco enorme en China, de cara a las costas de Japón, que tiene unas inscripciones y unos dibujos que nadie había entendido muy bien lo que eran y estaban allí, y que están datados entre los años 70 o por ahí, del siglo I; y la tesis de este grupo de investigadores franceses es que, sencillamente, a través de las rutas de la seda, la Iglesia llegó a China frente a las costas de Japón en torno a los años 70 o 60 del siglo I. La verdad es que las rutas de la seda eran una cosa muy organizada. También tenemos noticia, también es bastante verificable, que otro punto final de las rutas de la seda, y de las piedras preciosas y de las especias, era Kerala, una provincia del sur de la India. Y también del siglo I, de eso sí que hay documentación y certeza, el cristianismo había llegado allí. ¿Cómo había llegado allí? Porque unos cristianos de Mesopotamia, que eran mercaderes de seda o mercaderes de piedras preciosas o de perlas, por la costa del Golfo Pérsico bajaron hasta allí y era donde terminaba aquella gruta, que era de donde se nutría Roma. Roma se nutría de seda y de piedras preciosas del comercio con China y del comercio con la India, a través del río Éufrates y luego del Golfo Pérsico para abajo. Y eso está documentado.

Lo cierto es que yo vi una vez un mapa de las iglesias de las que teníamos noticia, de una manera o de otra, que estaban fundadas antes de la conversión del emperador Constantino. Eran cientos. Comunidades cristianas, que, a lo mejor, eran de diez, de quince, de cien. Pero, muchísimas. Incluso había dos en territorios que marcan que hoy son dos puntitos colorados −porque eso era en un Atlas histórico y de la historia de la Iglesia−, y en donde había habido una noticia de tipo arqueológico porque había aparecido una lamparita con una cruz, un dibujo cristiano o cosas así; y en el territorio del Reino Unido, antes del año 308 o 310, hay dos puntitos rojos de dos lugares donde hay noticias de que había iglesias; pero el norte de África estaba lleno, la costa de Turquía estaba llena... Antes de la conversión de Constantino, hubo aquí en Medina Elvira el primer Concilio de la Iglesia del que se conservan las Actas, y en ese Concilio firmaron 80 obispos, y alguno más al norte de los Pirineos, pero la mayoría eran de la zona de la Bética (sólo en el territorio de lo que es la Diócesis de Córdoba, había 8 obispos). Probablemente, las comunidades cristianas que tenían esos obispos eran más pequeñas que las que hoy tiene un párroco de Cabra, porque Cabra era una de las diócesis de donde firma el obispo. Lo presidió el obispo Ossio de Córdoba, que luego estuvo en Nicea, en Turquía, en el Bósforo, presidiendo el Concilio de Nicea.

Quiero decir que el cristianismo creció y no dejó de expandirse. San Agustín decía, varios siglos después, que gracias a que el Señor no se apoyó en ninguno de los poderes del mundo sino en unos pocos pescadores de Galilea, podemos darnos cuenta de que el crecimiento de la Iglesia es obra de Dios y no de los cálculos humanos. Porque si hubiese elegido a grandes filósofos, a grandes estrategas o a grandes militares, dudaríamos si eso no hubiera sido un crecimiento provocado por los hombres. No estuvo provocado por los hombres. Estaba provocado por el testimonio. En la mitad del siglo II, Tertuliano, un escritor del norte de África, lo dice con toda claridad. Es el que dijo que “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Ese mismo decía: “No se nace cristiano, ninguno hemos nacido cristiano, sino que nos hacemos cristianos”. ¿Y cómo nos hacemos? Ante el testimonio de descubrir cómo, por ejemplo, en un viaje nos salen unos bandidos y cómo reaccionan los cristianos en lugar de cómo reaccionan los paganos al hecho de que les han desvalijado y robado. A unos chicos griegos -que, a comienzos del siglo IV o finales del III, tenían todo el orgullo de la cultura y sabiduría griega, y serían de clase media alta porque estaban haciendo un viaje de geografía por la zona del Mar Rojo que bordea Arabia con África- les asaltaron unos piratas y los cogieron prisioneros. Los vendieron como esclavos en el reino de Etiopía, en Aksum, que era la capital del reino de Etiopía, pero como sabían griego el rey de Aksum los puso como maestros de sus hijos. Ellos daban testimonio de su fe y lo explicaron así. Cuando murió al rey y escogieron a uno de sus hijos como príncipes, él dijo “yo soy cristiano”, y se lo explicó a la gente. Eran dos hermanos y uno de ellos cogió un barquito Nilo arriba para poder decirle a San Atanasio que ahí abajo, a tres mil kilómetros, hay un pueblo que es cristiano y que quieren bautizarse. Y San Atanasio sin más lo ordenó obispo y le dijo: “Vuélvete para allá y así puedes ir formando sacerdotes”.

De esas historias os podría contar muchas. Una esclava que los hunos, los habitantes de los montes que hay en el Cáucaso, entre Rusia y Turquía, unos bárbaros del Cáucaso bajaron y saquearon un pueblo y se llevaron a la gente, a los jóvenes y a las mujeres, que eran lo que solían llevarse, y se llevaron a una esclava, que dio la casualidad de que era cristiana. Alguien la compró y la tuvo allí en Georgia; y también el hijo del rey de la ciudad de Tiblisi, que hoy es la capital de Georgia, estaba enfermo, y los sacerdotes y los magos de la religión pagana rezaban y rezaban, y los dueños de esta chica dijeron: “Nosotros tenemos una esclava que reza a un Dios que es diferente que es muy extraño, que ella dice que es uno que ha muerto crucificado pero que está vivo”. “Llamadla y que rece”. El caso es que el chico se curó y el pueblo de Georgia, por aquella esclava, se convirtió. La esclava escribió una carta a Constantino diciéndole “aquí hay un pueblo cristiano, pero no tenemos sacerdotes”. El rey de la ciudad le propuso que construyera una iglesia, pero no había nada mas que aquella mujer y el testimonio que había dado.

Así crecía la Iglesia y así sigue creciendo la Iglesia. Que no ha dejado de crecer. Yo ya lo he dicho muchas veces que China es un país donde el cristianismo crece extraordinariamente; que en Vietnam, que es un país donde la Iglesia está perseguida, hace tres años hubo 135.000 bautismos de adultos en un año. Que el Señor no deja de enredar y que hasta estas circunstancias que parecen difíciles, que lo son, Dios mío... ¿Vosotros creéis que las almas de tantos difuntos que nosotros hemos perdido van a dejarnos solos, no van a interceder por este mundo y no van a generar más vida? Pues claro que sí. El Señor es el Señor de la Historia.

“Yo y el Padre somos Uno”, decía Jesús. Él es el camino y la meta, al mismo tiempo, de la misma manera que Él es el sacerdote verdadero −no ninguno de los tres que estamos aquí, el verdadero sacerdote es Jesucristo−, y al mismo tiempo la víctima, que se ofrece al Padre y se ofrece por nuestras manos por todos nosotros, y se da a todos nosotros. Él es el Camino, la Verdad y la Vida, es decir, la meta de nuestra inteligencia y de nuestro corazón.

Que el Señor nos fortaleza en la vida que nos ha dado. Que nos fortalezca en el amor a la Iglesia. Somos hijos de un pueblo de santos. Somos hijos de un pueblo de mártires, no lo olvidéis; algunos muy cercanos a nosotros. En Vietnam la Iglesia crece tanto porque Vietnam ha sido una Iglesia martirial desde el principio, de una manera tremenda y preciosa, al mismo tiempo.

Sigue siendo costumbre que en los altares haya unas reliquias de santos. Pero esa costumbre viene de los primeros siglos de la Iglesia, porque a los cristianos les gustaba celebrar la Eucaristía encima de un sepulcro de un mártir. Les parecía que era el sitio mejor para celebrar la Eucaristía, y hasta a veces movían el sepulcro de un mártir para que pudiese ser un altar. ¿Y sabéis por qué? Porque la vida del mártir es la que explica mejor las palabras que el sacerdote dice en la consagración: “Tomad, comed, esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros. Tomad, bebed, esta es mi Sangre, que se entrega por vosotros”. Eso el sacerdote lo dice con sus labios, con su boca, y el mártir lo ha hecho con su vida. Por eso sigue siendo una norma en la Iglesia que los altares deben estar fijo y, si se puede, deben tener reliquias de santos, y si se puede, de mártires.

Que el Señor nos fortalezca en este tiempo y nos ayude a crecer en la vida nueva que Jesucristo nos da.

Todavía, antes de la oración, dejadme deciros otra cosa. Georgia y Armenia siguen siendo hoy dos pueblos cristianos que han vivido 90 años bajo el dominio del comunismo soviético, de la Unión Soviética, y aunque quemaron muchas iglesias e hicieron muchos destrozos, uno va hoy y como si no hubiera existido. Las iglesias están llenas, la fe no se ha alterado lo más mínimo y en Georgia todavía menos, en donde nuestra esclava, que se llamaba Nina, por cierto, como si no hubiera pasado nada. Noventa años de dominio soviético y siguen celebrando la fiesta más grande de Georgia, la fiesta del icono de Jesús.

Que el Señor es fiel. Que nunca hay motivos para temer.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de mayo de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)

Escuchar homilía

arriba ⇑