Homilía en la Santa Misa del lunes de la V semana de Pascua, el 11 de mayo de 2020.
Fecha: 11/05/2020
Muy queridos hermanos y hermanas;
muy queridos hermanos, hermanas y amigos que nos unimos a esta celebración a través de las ondas de la televisión:
(…) El Señor nos sigue recordando su relación con Su Padre y cómo Él hace las obras que ha visto hacer a Su Padre y que todo lo que Él hace viene de su Padre, y empieza un tema nuevo en este discurso de despedida de Jesús, que es como el testamento de Jesús en la Última Cena, largo, pero lleno de perlas todo él, y donde dice una cosa preciosa y tremenda: “El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a Él, y haremos morada en Él”. De hecho, cuando San Pablo se dirige a los cristianos o a alguno de los otros apóstoles -San Pedro, por ejemplo, en esa preciosa Carta suya, que es toda una homilía Pascual-: “Somos templo de Dios. Somos morada de Dios”. Y eso es algo que jamás podríamos ser y que podríamos pensar en ser. También las Lecturas de ayer hablaban de que Dios edifica la Iglesia, porque somos un templo; un templo que un día, cuando Cristo sea todo en todos y el último enemigo en ser vencido, la muerte, haya sido derrotado, entonces será un templo que llenará el universo entero. Y nosotros somos piedras vivas de ese templo, que el Seños nos ha incorporado a Su misión y a Su tarea de hacer una humanidad nueva. Del Espíritu y del papel del Espíritu vamos a seguir hablando en los próximos días, porque, hasta el día de Pentecostés, todos los Evangelios nos hablan del Espíritu.
Yo quería, puesto que en estos días ha salido también el tema de la oración –“Lo que pidáis al Padre en mi nombre, yo os lo daré”-, quería señalar tres cosas que hacemos en la oración o tres maneras de hacer oración que, probablemente, no es pedir en el nombre de Jesús, y las señalo. Aunque el Señor es misericordioso y las entiende, pero no es la oración que nos hace crecer y que nos sirve. La primera forma es cuando Le pedimos al Señor bienes de este mundo, sobre todo si se los pedimos con ansiedad. Uno puede pedirLe al Señor “el pan nuestro de cada día”, es decir, lo único que necesita para vivir, pero a veces Le podemos pedir “que mi hijo saque este examen que es tremendo”. Pues, no sabemos si es un bien o es un mal lo que estamos pidiendo; o “que saque estas oposiciones y sea el número uno en estas oposiciones”. Pero el daño nos lo hacemos nosotros porque no estamos seguros cuando pedimos eso, y sobre todo si lo pedimos con ansiedad, es si realmente lo que nos importa es Dios o Dios es un instrumento para que se cumplan nuestros deseos y nuestra voluntad, y Le estamos usando.
Voy a poner el bien más grande que todos -y sé que decir esto, en el momento en que estamos viviendo y con todas las personas que han fallecido, que han sufrido y que están falleciendo y que sufren, con toda la entrega que han puesto de relieve médicos, sanitarios de otro tipo, y tantas personas, puede tener sus riesgos-; aun así, digo: muchas veces, en mi vida sacerdotal, “hay que confiar en Dios, que nos dé salud”. Yo siempre añado: “Que nos dé su gracia, pues la salud un día la vamos a perder”. Si podemos estar seguros de algo es que un día perderemos la salud o que nos moriremos sin haberla perdido, pero que nos vamos a morir de todas maneras. Y aunque nos dé mucha alegría que alguien, −y tengo personas cerca, y que he vivido esa alegría, y la vivo− después de luchar semanas al borde de la muerte, haya salido adelante, sin embargo, esa persona un día tendrá que irse. Lo que nosotros somos capaces de hacer es prolongar la vida unos pocos años, pero o creemos en la vida eterna o no creemos en la vida eterna. Le quitamos el sufrimiento de hoy, pero va a tener sufrimiento mañana, o va a tener una agonía mañana. Todas las cosas que las ciencias de la salud puedan hacer por nosotros no nos libran de nuestra condición mortal. ¿Qué es importante pedirLe al Señor la salud? ¡Pues, claro! Y si uno quiere a las personas, ¿cómo no va a serlo? ¿No lloró Jesús por la muerte de Lázaro y lo iba a resucitar? Claro que sí, pero veréis, la salud es -si queréis- el más grande de los bienes de este mundo, pero sigue siendo un bien de este mundo, y a veces pedimos la salud con tal ansiedad que da la impresión de que nuestro dios es la salud, y acudimos a Dios como un instrumento para que nos dé la salud. Y usar a Dios como un instrumento es quitarlo de Su categoría de Dios. Es usarlo como si fuera una especie de amuleto, pero es quitarle Su categoría de Dios.
Quienes hemos sido educados en la fe y hemos vivido en ambientes cristianos toda la vida, naturalmente sólo en un momento de angustia puede uno… Pero hay otra cosa que pedimos y que también pone su centro en nosotros. Y es que es un rasgo de la cultura moderna el que el centro de las cosas somos nosotros, y que el universo entero existe para hacernos a nosotros felices, y que hasta la familia existe para que yo pueda ser feliz, y les exijo a los demás, muchas veces el marido a la mujer o la mujer al marido, o los hijos a los padres, que tienen que darles los caprichos o tienen que darles todo, y les exigimos a los demás que nos hagan felices. Y acudimos a Dios un poco de la misma manera. Pero cuando hemos sido educados en cristiano, Le pedimos a Dios que nos haga perfectos y se lo pedimos de la misma manera en que le estaríamos pidiendo los bienes de este mundo: que nos haga virtuosos, que nos haga santos. Y muchas veces, uno se pregunta, “pero, Señor, ¿busco de verdad Tu Gloria o lo que busco es poder hacer la oración del fariseo y decirTe: ‘Te doy gracias, Señor, por lo bueno que soy’? ¿Estoy buscándoTe a Ti?”. Acordaos siempre de la parábola del fariseo y el publicano. El fariseo cumplía todas las cosas, seguro que las cumplía, y el publicano tenía razón cuando decía “ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador”, seguro que lo era. Pero la oración del publicano agradó a Dios y la del fariseo no. De tal manera que Le estamos pidiendo muchas veces a Dios, siendo el centro nosotros mismos de lo que pedimos: queremos tener tal virtud que no tenemos, sabemos que tenemos tal defecto y nos hace mucho daño ese defecto…
Y yo os voy a dar una clave de discernimiento aquí que yo creo que sirve. Hay una manera de enrabietarse contra nuestros defectos y contra nuestros pecados que no es de Dios, cuando eso nos produce como un gusto de flagelarse es nuestro orgullo herido. “Yo creía que era así de bueno y descubro que no lo soy, descubro mi pobreza y descubro mi pequeñez, y me asombro y me enfado conmigo mismo, y me enfado a veces con Dios porque no ha hecho lo perfecto que a mí me gustaría ser.
El proyecto que tiene Dios sobre mi y su designio sobre mí es infinitamente más bello que cualquier cosa que yo pueda imaginar. Me sorprende a veces hasta a veces en los cantos de la Iglesia (no me refiero aquí, eh, Pruden), pero es muy frecuente que el sujeto de esos cantos somos nosotros y lo que nosotros hacemos y lo que nosotros por Dios. Qué pocas veces cantamos, describimos, contamos lo que Dios hace por nosotros, que eso es a lo que tendríamos que mirar. DarLe Gloria. La Eucaristía es acción de gracias.
La vida de un cristiano es una vida en acción de gracias. Que crezca en nosotros la gratitud. Que crezca en nosotros esa actitud de dar gloria a Dios, porque deseamos que Dios sea glorificado. Y menos pedirLe, incluso, nuestra perfección o nuestras virtudes. “Señor, apártate de mí -le dijo San Pedro- que soy un pobre pecador”. Pues eso, “Señor, apártate de mí que soy un pobre pecador”.
Pero Tú eres grande. Tú has venido a nosotros. Tú vienes a nosotros. Y vienes a nosotros en cada Eucaristía. Eso es lo que tenemos que dejarnos sorprender por ello. Que vengas a nosotros, que nos quieras. Que no te canses de querernos. Que tu amor sea fiel. Que no te eches atrás en Tu designio, que no tires la toalla conmigo, que no la tires con nadie, que no la tires con nosotros, tan pobres. Pues, eso genera la alabanza a Dios, genera la acción de gracias, genera el dar gloria a Dios, y eso tendría que ser el centro de la oración. No en vano la oración cristiana por excelencia es la que estamos haciendo en este momento, es la Eucaristía. Y Eucaristía significa acción de gracias. El cristiano es, por definición, un hombre que vive en sus entrañas más profundas, en su espina dorsal, la gratitud. La gratitud de lo que el Señor ha hecho, hace y nos ha prometido hacer por nosotros, y a lo que nos abandonamos y nos confiamos porque Dios es fiel.
La única petición, que es la que además vamos a hacer estos días más intensamente: “Ven, Espíritu Santo”. Fijaros que al Espíritu Santo normalmente no se le piden cosas, se le pide que venga. Justamente, para que podamos orar como hay que orar: “Ven, Espíritu Santo”.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)
11 de mayo de 2020
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