Homilía en la Santa Misa del sábado de la V semana de Pascua, el 16 de mayo de 2020.
Fecha: 16/05/2020
Mis queridos hermanos (tanto los que estáis aquí, los que nos seguís a través de la televisión, pero que vivís o estáis en Granada, como lo que nos seguís desde otras partes de España o de fuera de España):
Para los granadinos, ahí uno percibe, en la cara incluso, la alegría de que se suaviza nuestra condición de internamiento, de estar encerrados en las casas y se suaviza también la posibilidad de participar de la Eucaristía, y de recibir los Sacramentos, lo cual es un motivo grande de alegría.
Al mismo tiempo, hablando todos estos días con distintas personas de distinto tipo y de distinto estado de vida, percibía en algunos casos como si dijesen “esto ya pasa y volvemos a situarnos donde estábamos antes”. Me parece, honestamente, una ilusión falsa. Como si pudiéramos ser felices simplemente porque las circunstancias fueran, o nos lo parecen, después de dos meses de estar confinados, más agradable el pasar a una situación nueva; como si todo lo que hemos vivido de bueno y de difícil, de duro y de doloroso, de bueno y de ocasión de gracia de Dios, es como si quisiéramos dejarlo atrás y olvidarlo. Que le pidamos al Señor que no olvidemos y que tampoco nos hagamos ilusiones falsas. Y son ilusiones falsas todas aquellas que no tienen por objeto al Señor y los bienes que el Señor nos da, los bienes de allá arriba, donde nos dice San Pablo “si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, no los de la tierra”. Porque todas las esperanzas que ponemos en los bienes de la tierra son frustrantes, en definitiva. Porque todas nos van a faltar. Me lo habéis oído decir ya más veces: la juventud pasará, nuestra salud pasará algún día, incluso cuando tenemos la alegría de que en este momento hemos salido de un peligro de muerte grande y tenemos el gozo evidente de esa recuperación de la salud. Algún día tendremos que despedir a nuestros seres queridos, y quiera Dios que podamos despedirlos, cosa que no hemos podido hacer en este tiempo. Pero si, para este mundo y para los bienes de este mundo exclusivamente, es nuestra esperanza y nuestra alegría, qué frustración tan grande el vivir, y todas las fatigas que cuesta vivir (y pienso en las fatigas del trabajos, en las fatigas de los ritmos de vida de tantas cosas, las fatigas de educar a los hijos, de formar una familia, de sostener una familia ya formada, de cuidar con ternura de los ancianos, de perdonarnos a nosotros mismos los males que hemos hecho, o pedir a los demás y al Señor que nos perdonen), todo eso que lleva la vida y que tiene la vida de dramático; si toda nuestra esperanza es para este mundo, lo digo con palabras de San Pablo, “somos los más desgraciados de los hombres”.
No. Nuestra esperanza, Señor, está en Ti. Y en este tiempo de estar encerrados era una ocasión de buscarTe a Ti, y era una oportunidad. Y una oportunidad grande de convertirnos, de dirigir nuestra mirada, volvernos, volvernos hacia Ti, volvernos hacia Tu rostro, que hemos tenido más tiempo de contemplar en nuestro silencio, en nuestros ratos de reflexión y de experimentar también la ternura y la misericordia de Tu mirada y de Tu rostro sobre nosotros. Y si ahora cambian las circunstancias un poco, bendito sea Dios, también será una ocasión de buscarte a Ti y de encontrarTe a Ti, y de crecer en nuestra relación conTigo.
Recuerdo -muchas veces en mi vida he recordado- que al cardenal Wyszyński que, aunque la película sobre el Papa Juan Pablo II creo que es la película “Karol”, lo contrapone un poco a Juan Pablo II (porque las películas tienen que hacer esos efectos dramáticos), fue en gran medida el maestro de Juan Pablo II. El cardenal Wyszyński estuvo dos años secuestrado. Una noche en Varsovia, vinieron los guardas o el ejército y se lo llevaron y estuvo dos años lejos. Él hablaba de su “diócesis viuda”, porque le faltaba su pastor, que era el representante del Esposo. Y ahí fue de las primeras veces que a mí se me hizo como muy patente, cómo un pastor o un sacerdote vive la relación con su Iglesia. Lloraba, lloraba porque sus diócesis estaban privadas de su pastor. Al principio, le maltrataron muchas veces, no tenía ningún libro, ni un lápiz, ni nada. Después, poco a poco, fueron suavizando, le trasladaban de una prisión a otra para que él no supiera dónde estaba, y siempre con la cabeza tapada y los ojos vendados. En los últimos meses, le llevaron incluso algún periódico y le dejaron ya celebrar la Eucaristía, y el día que le comunicaron que era libre para volver a Varsovia él había escrito en los últimos meses un diario de la cárcel, que es un texto precioso que si lo podéis encontrar a mí me ayudó mucho y tiene mucho que ver con el Evangelio de hoy. Pero el día que le dejaron libre dijo “es una gracia estar en la cárcel y es una gracia salir de la cárcel”. No escribió más que eso y ahí termina el diario.
Todo es gracia. Todas las circunstancias, hasta la experiencia de nuestra propia limitación y de nuestra pobreza o de nuestros pecados, es una gracia si el Señor nos concede la gracia de darnos cuenta de ello, para alzar la mirada y suplicarLe que su misericordia se ejerza más fuertemente en nosotros. Y os digo otra anécdota de ese mismo libro que también tiene que ver con el Evangelio de hoy, que lo que nos dice fundamentalmente es que si al Señor le han perseguido, nos van a perseguir a nosotros también, por lo tanto que la persecución no os escandalice, no nos escandalice a nadie. Hay muchas maneras de perseguir y no es que piense yo ahora que estemos… Como dice también San Pablo en la Carta a los Hebreos, “no hemos llegado a la sangre en el testimonio de Jesucristo”, por lo tanto tampoco se trata de soliviantar nada. Pero la persecución ha acompañado siempre al Señor y ha acompañado siempre a la Iglesia. “No es el discípulo más que su maestro. No es el siervo más que su amo”. Bastante tiene el discípulo con ser como su maestro y el siervo como su amo. Pero nosotros, muy fácilmente, yo no sé por qué mecanismos complejos también, o porque nuestro cristianismo es a veces más ideológico que experiencia de salvación, sentimos como aversión a quienes nos persiguen o a quienes nos hacen pasar la vida un poco difícil o nos ponen dificultades, como garbancitos en el zapato, y nos irritamos, y nos irritamos profundamente. Yo no digo que haya sido capaz de vivir eso, pero sí que Le he pedido la gracia al Señor de entenderlo, y de entenderlo a la luz de la misericordia que Él tiene conmigo y que yo le pido que tenga conmigo. Cuando dice, “amad a los que os odian, orad por los que os persiguen, bendecid a los que os maldicen”, esa es la reacción cristiana, en el sentido de que ésa fue y ha sido la reacción de los mártires a lo largo de la Historia, y siempre, siempre, es un rasgo. Mientras que el cristianismo ideológico trata de defender sus posiciones. El Papa dice de “conquistar espacios o de defender espacios conquistados”, eso es un cristianismo más ideológico.
La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, reacciona ante el mal, aparte de que la persecución, a veces, nos la hemos ganado a pulso por cómo hemos visto al mundo, por cómo nos hemos relacionado con el mundo, por cómo hemos tratado a veces a personas que no eran creyentes o cómo hemos tratado a veces a los pecadores. Pero, cuando no hay ningún motivo para esa persecución más que el odio a la fe, si somos de Cristo, nuestra reacción no puede ser más que la de Cristo. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Y os cuento esa segunda anécdota que os iba a contar del diario del cardenal Wyszyński. Hubo un día en que los guardias o los soldados que le tenían a él en la cárcel, le maltrataron físicamente de una manera más dura de lo que era la habitual. Estaban enfadados o borrachos o alguna cosa, y él ese día escribió en su diario una frase preciosa: “Un cristiano no conoce más que dos clases de hombres: los que son hermanos suyos y los que todavía no saben que lo son”.
Que el Señor nos conceda esa sabiduría en la mirada al ser humano y, sobre todo, en la mirada a quienes no nos ven con simpatía. Ojalá, nosotros podamos mirar a los hombres, a todos, con una mirada que refleje el amor de Cristo, pero eso no nos garantiza que le agrademos al mundo, qué va. Repito, “si al Señor le han llamado belcebú, cuánto más van a llamar a los siervos de su casa”. No, no tenemos garantizada la paz ni la tranquilidad, pero sí tenemos garantizado el Espíritu del Señor, y el Espíritu del Señor es ése.
Que nos conceda esa sabiduría. No conocemos más que a dos clases de hombres, los que son hermanos nuestros y los que todavía no saben que lo son. Es decir, que lo son todos, también los que nos odian.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
16 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)