Homilía en la Misa del martes de la V semana de Pascua, el 12 de mayo de 2020.
Fecha: 12/05/2020
Muy queridos hermanos y hermanas (también los que estáis por aquí repartidos y los que nos seguís por las imágenes de televisión):
En los días que faltan hasta el día de Pentecostés, un motivo central de todas las Lecturas es la revelación y sobre todo la promesa por parte de Jesús del Espíritu Santo. Y eso es una ocasión para que, en estos días, nosotros nos dispongamos como a hacer nuestra lo que es distintivo de la fe cristiana, que muchos, desde el principio, lo vieron como el aspecto distintivo de la fe cristiana con respecto al judaísmo -por supuesto que está el Acontecimiento de Jesucristo y la fe en Jesucristo-, pero está el hecho de que Dios es una comunión de personas: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y no hay más que un solo Dios. Eso forma parte de la esencia de nuestra fe. Terminamos todas las oraciones diciendo “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Cuando hacemos la señal de la cruz, decimos “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. El Credo tiene la estructura “Creo en Dios Padre…”. Luego, en el Credo hay una cosa bonita, que no nos damos cuenta nosotros, y es que cuando el Credo se formulaba por primera vez o las primeras veces en lengua griega nosotros decimos “creo en el Padre, creo en Dios Hijo y creo en Dios Espíritu Santo”, y usamos la misma preposición; en griego, se usaban tres preposiciones diferentes: “Creo AL Padre, POR Jesucristo, EN el Espíritu Santo”, de tal manera que uno comprendía que no era simplemente como tres individuos de la misma especie. Nosotros tendemos a entender las tres Personas como nos pasa con nosotros. Para nosotros, las personas son las personas individuales y entonces eso significaría tres dioses. Pero no es así. No hay más que un solo Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Yo, antes de meterme en este misterio grande y bellísimo, quiero recordar lo que decía mi madre y una vez creo que ya os lo dije a vosotros: que por muy misteriosa que parezca la fe, es mucho más misterioso cómo se puede vivir sin fe, verdaderamente. Y no es tan misteriosa, porque, claro que no vamos a comprender nunca, ni aquí ni en la vida eterna. En la vida eterna progresaremos infinitamente, pero lo infinito se llama infinito porque no tiene fin, nunca ya habremos sabido todo lo que tenemos que podemos saber de Dios o todo lo que tenemos que saber de Dios y ya nos quedaremos quietos en la vida eterna. Ni soñarlo. En la vida eterna creceremos en conocimiento y en amor toda la eternidad y nunca habremos agotado, nunca podremos hacer de Dios un objeto como yo lo hago de un móvil o lo hago de un reloj o lo hago de una cosa que tengo entre mis manos. Siempre seré yo el que estaré sostenido y viviendo en Dios, sin llegar a agotar nunca su realidad en nuestras mentes ni en nuestro corazón.
En la manera de entender Padre, Hijo y Espíritu Santo como tres personas, os decía que la manera más fácil de entenderlo es como si fueran tres individuos, como aquí, Pruden, Emmanuel y yo, los tres somos tres seres humanos. Pues, lo mismo. Eso serían tres dioses. Evidentemente, no es ésa la fe cristiana. “Creo en un solo Dios”. Entonces, ¿qué relación hay ahí entre ellos? Lo primero que quiero decir es que no es una relación numérica. Desde el siglo XVI para acá ha habido gente, en el mundo de la Reforma Protestante sobre todo, que decía: “Creer en un Dios Trino, creer en la Trinidad de Dios, es creer en una contradicción, porque una cosa no puede ser uno y tres a la vez”. Se llaman unitarios y han sido todos, esos grupos protestantes, que han rechazado finalmente la fe en la Trinidad y que no se distinguen mucho de los deístas. Sí, algún Dios debe de haber, pero es un Dios que está metido en el fondo, en la inteligencia del hombre. No son tres iguales con los que tenemos la misma relación. Nosotros hemos conocido a Jesucristo y, a través de Jesucristo, Él nos ha dado a conocer al Padre, porque Él hablaba constantemente de “mi Padre y vuestro Padre”, “mi Dios y vuestro Dios”. Es verdad que, como todos estos días nos venían recordando, sus acciones las justificaba porque es así como Dios actúa, pero tenía una relación con el Padre verdaderamente única, de absoluta confianza y de obediencia. Y luego, Él promete el Espíritu Santo, pero los discípulos, ¿cómo conocieron el Espíritu Santo? Pues, porque veían cómo cambiaban sus vidas y eso no se podía explicar. La alegría que tenían, su manera de vivir y de perder el temor, o de vivir con el temor a la persecución pero no importarles que la persecución acabase con ellos. No tenía explicación más que por la presencia de algo divino. Y sabían que eso divino no era Jesús, y sabían que tampoco era el Padre… y tenían que reconocer a la fuerza que ese era el Espíritu Santo que el Señor les habría prometido. “La libertad gloriosa de los hijos de Dios”. La vida nueva. El Espíritu, que es el Espíritu de Jesús, el Hijo de Dios que lo comparte lo entrega a nosotros, para que nosotros vivamos de ese Espíritu y seamos −Él lo es por naturaleza− nosotros hijos adoptivos.
Pero no es una cuestión de tres en uno, porque los números, en realidad, sólo se pueden aplicar a cosas y Dios nunca es una cosa. Pero, incluso en nuestra experiencia humana (y no voy a hablar de la experiencia que es más importante para acercarse al misterio de la Trinidad, que es la del amor), hay cosas que enumeramos y todas las cosas que enumeramos se parten, se miden, se cuentan y si yo tengo dos peras o tengo tres peras y doy una pera, me he quedado sin esa pera. Si tengo diez lápices y doy dos lápices, me quedo con ocho. O sea, lo que doy, lo pierdo, siempre que son cosas físicas. Un filósofo de los que empezaron la filosofía moderna decía “la res extensa”, la cosa que tiene extensión y que, por lo tanto, puede medirse. Eso se parte y, si doy algo, me quedo con la parte que me queda, nada más. Pero todos nosotros tenemos experiencia de dar cosas que no sólo no se pierden cuando se dan, sino que se incrementan. Y entonces, ahí las matemáticas empiezan a funcionar de otra manera, y funcionan en nosotros y en nuestra vida. Me encuentro con una persona que ha perdido su alegría y yo consigo, con la ayuda del Señor, comunicarle algo de alegría o devolverle la alegría: ¿me he quedado yo sin la alegría que he dado? No. Mi alegría es mayor porque la otra persona está alegre y la persona se lleva su alegría, que es suya a partir de ese momento. Y lo mismo sucede con la esperanza. Una persona que no tiene esperanza, yo le comunico la esperanza y no la pierdo. Sino, al revés, la esperanza se fortifica. Juan Pablo II dijo, no pocas veces, “la fe crece y se fortalece dándola”. Cuando uno da la fe y cuando uno la comunica, se hace más fuerte en nosotros. Y no digamos nada el amor. Uno da amor y el propio amor crece, y las ganas de amar y de dar más, crecen en nosotros también.
Por lo tanto, nosotros tenemos una experiencia humana de cosas que no son sólo los números, ni el uno ni el tres, sino que se miden de otra manera, que funcionan de otra manera, y que cuanto más se dan, más crecen. Y eso nos puede empezar a ayudar a entender, por ejemplo, cómo el Padre engendra al Hijo y cómo el Hijo es uno con el Padre, y todo lo que es del Padre es del Hijo… y ahí lo que juega es una diferencia profunda entre Dios y las criaturas. Yo he oído algunas veces a algún matrimonio decir “la Iglesia anuncia y predica la apertura a la vida, pero Dios no ha tenido más que un hijo”. Pues, eso tiene que ver conque nosotros somos criaturas y nosotros no damos la vida entera cuando la damos, y lo que damos no es la Vida, sino esta vida. Entonces, la multiplicidad es un rasgo nuestro, como criaturas, pero cuando Dios Se da, Se da entero. De tal manera que en la Doctrina de la Iglesia, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, en todo son idénticos menos que el Padre no es Hijo y el Hijo no es Padre. Pero el Padre da toda Su vida al Hijo, cosa que no sucede en las familias humanas. Nosotros podemos hacer a los hijos partícipes de nuestra vida y ellos adquieren su vida propia, pero, porque somos criaturas, estamos atados a la multiplicidad, no damos la vida entera, los padres tienen uno o varios hijos, pero los tienen sucesivamente… Nunca nos damos por entero, porque somos criaturas y no podemos, y tenemos que darnos a trocitos. Dios dice una palabra y esa palabra la dice toda la eternidad, y es una sola palabra, y la está diciendo eternamente y no se agota. Mientras que yo tengo que decir muchas palabras para transmitir una idea. ¿Por qué? Pues, porque soy criatura y estoy vinculado a la limitación y a la pequeñez de las criaturas, pero Dios Se entrega, el Padre entrega toda la vida. Dios, que es Amor, entrega toda la vida y no se reserva nada, por lo tanto, no tiene para dar después, y Su Hijo es idéntico, sólo que es engendrado, y el Padre es el que engendra. Y el Espíritu Santo es el amor de los dos que tienen una característica también personal.
Pero quiero que comprendáis esto. Que Dios Se da. A nosotros Se nos da a la medida, como cuando llenamos una jarra de agua, de la jarra, y la jarra nuestra es pequeñita, pero Dios Se da de una vez para siempre y todo. Entonces, el amor del Padre se da por entero al Hijo. Y por eso, todas esas frases de San Juan que nos parecen tan raras: “El Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre”, “ha puesto todo en las manos del Hijo”, “sólo el Padre conoce al Hijo, sólo el Hijo conoce al Padre y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”. El Señor ha querido revelarnos.
Sólo porque Dios es Trinidad, porque Dios es Trino -Padre, Hijo y Espíritu Santo- podemos decir que Dios es Amor. Es muy curioso, pero las religiones estrictamente monoteístas le atribuyen a Dios, con razón, sentimientos de compasión, pero no se atreven a decir que Dios es Amor, porque el amor requiere, justamente, una comunión de personas, si no, no hay amor verdadero. Si Dios no fuera el Dios Trino, siempre tendríamos la sospecha de que Dios habría creado el mundo porque estaba muy aburrido en su eternidad. Sólo porque Dios es Amor y no necesita la Creación, crea la Creación −pero la crea el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo− y la crea en una sobreabundancia de Su amor.
Continuaremos porque el Señor mandó a sus apóstoles: “Id y bautizad a todos los pueblos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Así termina el Evangelio de San Mateo. Si esos son los nombres en que hemos sido bautizados, alguna importancia tiene que tener que Dios sea Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aunque nosotros lo tenemos en la sombra o en el subconsciente de la conciencia. No le damos apenas importancia. Hablamos de Dios, hablamos de Jesús, invocamos el Espíritu Santo para que nos ayude a portarnos mejor, pero, en realidad, no nos asomamos, no tenemos suficiente conciencia de que nuestra identidad de cristianos es el Credo en el Dios Trino. Nuestra fe es la fe en el Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aproximarnos un poquito, acercarnos un poquito a lo que eso significa, me parece que en estas semanas que nos acercamos para Pentecostés vale la pena.
Señor, comunícanos Tu vida y danos sabiduría para vivirla y para contarla.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
12 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)