Homilía en la Santa Misa del martes de la VII semana de Pascua, el 26 de mayo de 2020.
Fecha: 26/05/2020
Queridos hermanos y hermanas, tanto los que estáis aquí en la parroquia del Sagrario como los que os unís a esta Eucaristía desde vuestras casas por medio de la televisión:
Yo os invito hoy a que demos gracias a Dios. A que demos gracias a Dios por sus dones constantes. En primer lugar, por el don de la vida, pero, como dice el Pregón pascual, “¿de qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?”. Qué frágil sería el don de la vida si fuera la vida lo único que tenemos; si fuera esta vida lo único que tenemos. Sin embargo, por eso, si os fijáis en la plegaria eucarística, en eso que se llama el “prefacio”, que empieza justo antes de cantar el Sanctus, se dice: “Es justo y necesario, es nuestro deber y nuestra salvación darTe gracias siempre y en todo lugar. Señor, Padre Santo, Dios Todopoderoso y Eterno”. Y la razón de dar gracias es siempre por Jesucristo, nuestro Señor.
Fijaros que eso se dice en una Eucaristía en la que a lo mejor se está celebrando el funeral de un niño pequeño y, sin embargo, se dice “es justo y necesario darTe gracias siempre y en todo lugar. Por Jesucristo, nuestro Señor”. Porque, efectivamente, “¿de qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?” ¿De qué sirve esta vida si esta vida es lo único que hay? Qué frágil, qué pequeña es, qué corta. Qué incapaz de saciar los anhelos infinitos de verdad, de belleza y de amor que hay en todos nosotros, en cada uno de nuestros corazones.
Gracias a Jesucristo, la vida ha cambiado y gracias a Jesucristo, nosotros podemos vivir con un corazón nuevo. ¿Recordáis aquella promesa de uno de los profetas, Jeremías?: “Arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”? El corazón que el Espíritu Santo siembra en nosotros es el corazón de carne que nos permite vivir como hijos de Dios, en medio de nuestra debilidad, pero como hijos de Dios. Y como tenemos ese don del Espíritu en nosotros, como lo tenemos todos los días… Muchos de los que estamos aquí esta tarde, todos los días venimos y recibimos al Señor. Podemos dar gracias por ese don, tan inmerecido como la vida, pero infinitamente más grande que la vida misma, porque la vida sin Cristo no tendría sentido y gracias a Cristo, no sólo lo tiene, sino que genera en nuestro corazón una fortaleza y una firmeza que nosotros no seríamos nunca capaz de darnos a nosotros mismos.
“Bendito el Señor cada día”, decíamos hoy en el Salmo. “Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. Nuestro Dios es un Dios que salva. El Señor Dios nos hace escapar de la muerte”. Bendito eres, Señor. Bendito seas, por tu obra con nosotros y por tu obra en el mundo. Porque la Redención de Cristo es para todos y Dios tiene los brazos abiertos para todos y, aunque son millones los que no conocen al Señor y la vida es para ellos muchísimo más dura… Sólo hay dos formas de vivir cuando uno no conoce a Jesucristo. Una es la distracción y la evasión, que amargan el corazón del hombre: cuando uno vive disperso hacia afuera, consumiendo, gastando, bebiendo… buscando satisfacciones inmediatas, a veces en el alcohol, en el sexo, en la droga. Todo eso destruye al hombre y el hombre tiene dentro de sí la conciencia de esa destrucción, y una prueba de ello es que ni el arte de nuestro tiempo ni la música, una gran parte de la música de nuestro tiempo, ni el arte en general, ni la literatura de nuestro tiempo, son literaturas desesperadas, son amargas. Las mismas canciones que cantan los chicos son terriblemente desesperadas, terriblemente carentes de todo horizonte. Eso habla de la amargura que hay en el fondo del corazón. La otra respuesta posible es la tragedia. Los griegos, cuando empezaba a hacer crisis la tradición religiosa que ellos habían recibido de Homero y empezaron a pensar cuál era el puesto del hombre en la vida y en la naturaleza, descubren la tragedia, como la otra posibilidad. Y quien se toma la vida humana en serio pero no tiene motivos para una esperanza más allá de la muerte, para una vida más allá de la muerte y una vida eterna, desemboca en una de las dos cosas. Por poner un ejemplo del mundo contemporáneo donde eso se ve: en lo mejor del cine japonés son siempre tragedias y no es casualidad que Akira Kurosawa, por ejemplo, se inspire tanto en Shakespeare. Fuera de Jesucristo, la vida humana es trágica y, como el hombre no vive fácilmente en la tragedia, entonces busca evadirse, busca entretenerse, busca matar el tiempo. Pero nosotros no matamos el tiempo. Es el tiempo el que nos mata a nosotros.
El drama es un invento cristiano. De hecho, no lo hay fuera de la Tradición cristiana, no existe. La vida puede ser muy dramática, pero el drama sucede siempre en conversación con alguien. Dios está en el fondo del drama, aunque el autor que lo haya hecho haya perdido ya la conciencia de que las raíces del drama están en la vida de la Iglesia. En el segundo acto, en el tercer acto puede uno estar perdido, y sin embargo terminan bien. Ese “terminar bien” es un residuo, por muy secularizado que se quiera, de la experiencia cristiana. Nosotros sabemos que la Historia termina bien. Y fijaros que, en las Lecturas de hoy, las dos Lecturas son dos despedidas. Curiosamente, porque estamos leyendo los Hechos de los Apóstoles y ha tocado esta despedida de San Pablo donde San Pablo les dice a los presbíteros de Éfeso, cuando va ya a embarcar, que les ha enseñado enteramente el Evangelio de Jesucristo; que no se ha reservado él para sí nada; que se ha entregado a ellos a lo largo de su misión con todas sus fuerzas. Y eso es prácticamente un eco de lo que en este pasaje del Evangelio de San Juan dice a Jesús, donde también se está despidiendo de sus discípulos en la Última Cena y les dice: “Yo os he revelado todo lo que he oído a mi Padre”.
En la despedida de San Pablo: “Sé que ninguno de vosotros entre quienes he pasado predicando el Reino volverá a ver mi rostro”. San Pablo tenía conciencia de que lo que le aguardaba en Jerusalén eran persecuciones, y efectivamente. ¿A qué iba él a Jerusalén? A llevar una colecta que había hecho entre las Iglesias formadas por paganos. ¿Qué es lo que pretendía él con esa colecta? Una cosa muy importante que no consiguió. Y es que, ¿recordáis que todos los judíos tenían que pagar el templo dos siclos al año como un tributo para la vida del templo? En el Evangelio sale cuando Jesús le dice a San Pedro “¿de quiénes se toma el tributo, de los hijos o de los siervos?”, y San Pedro le dice, “de los siervos”, y responde Jesús, “entonces los hijos están exentos”. Él encuentra los dos siclos en un pez y dice: “Ve y paga el tributo por ti y por mí”. Y San Pablo quería llevar esa colecta a Jerusalén para que los judíos, y los hermanos de Judea especialmente, sintieran que lo que estaba sucediendo en Grecia y en Macedonia, con personas que no estaban circuncidadas, que no pertenecían al pueblo judío, por el Bautismo pertenecían al mismo tronco, al mismo pueblo. Digo que fracasó, porque lo que sucedió es que a San Pablo lo apresaron en Jerusalén y luego él apeló a Roma y se lo volvieron a llevar para Roma y allí, después de evangelizar desde la cárcel y desde dentro de la cárcel, moriría. Y el Señor también dice algo que nos da ternura: “Ya no voy a estar en el mundo (ndr. es lo mismo que cuando San Pablo dice “ya no vais a volver a ver mi rostro”), pero ellos están en el mundo mientras yo voy a Ti”, como diciéndole “Padre, cuida de ellos”.
Y vuelvo a la acción de gracias del principio, porque lo que le dice Jesús aquí es “ellos están en el mundo, mientras yo voy a Ti”. ¿Cómo vuelve Jesús a nosotros? Como ha dicho estos días, mediante su Espíritu, dándonos su Espíritu. Pero estamos en el mundo y ¿qué es lo que hace Jesús en este tiempo? Aparte de comunicarse a nosotros, dándonos su Espíritu a través de los sacramentos… incluso cuando recibimos el Cuerpo de Cristo, lo que se nos comunica en el Cuerpo de Cristo es el Espíritu de Cristo, es el Espíritu Santo. Formalmente, decía Santo Tomás, lo que recibimos siempre en todos los sacramentos es el Espíritu Santo, en una modalidad concreta en cada uno de ellos y en la modalidad de la Eucaristía es el don mismo de Cristo que viene a nosotros, pero viene para que su Espíritu, que está siempre con Él, viva en nosotros. Pero nosotros estamos en el mundo y Jesús tiene ternura, tiene compasión de nosotros.
Señor, cuida de nosotros. Tu misión en toda la Historia es interceder por nosotros y podemos dar gracias, sencillamente, y las damos de todo corazón, porque sabemos que nosotros somos frágiles, nosotros podemos cegarnos, podemos darte la espalda, podemos olvidarnos de Ti y, sin embargo, Tú, que tienes contados los cabellos de nuestra cabeza, no te olvidas de nosotros. Estás siempre intercediendo. Ni un segundo, ni una milésima de segundo, te apartas de nosotros. Ese es el motivo más grande que nosotros, que hemos conocido al Señor, tenemos para estar contentos siempre y para darte gracias siempre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)