Homilía en la Santa Misa el jueves de la VII semana de Pascua, el 28 de mayo de 2020.
Fecha: 28/05/2020
Muy queridos hermanos y hermanas;
muy queridos hermanos y hermanas también que os unís a nosotros también a través de la televisión:
El texto de los Hechos de los Apóstoles es un comentario en la vida de Pablo de esa frase de Jesús: “Sed sencillos como las palomas y astutos como las serpientes”. Porque San Pablo empieza a predicar y él sabe que el judaísmo del tiempo de Jesús −y hasta la destrucción del Templo en el año 70− estaba seriamente dividido entre los fariseos, que eran quienes predicaban en las sinagogas de todas partes, y los saduceos que fundamentalmente eran los sumos sacerdotes y los círculos sacerdotales de Jerusalén. Tenían más influencia los fariseos que los saduceos. Los saduceos eran, por así decir, más conservadores en la fe tradicional antigua israelita. Y por eso la fe en la Resurrección, que fue un fruto del exilio y de la reflexión sobre Dios y sobre la vida humana después de la experiencia del exilio y más reciente, pues los saduceos no creían en la resurrección y los fariseos, sí. San Pablo, para salir del atolladero donde estaban, que no conducía a ninguna parte, dice: “Yo es que creo en la resurrección y por eso me persiguen”. Entonces, se lían entre ellos y él se escapa. Le coge el tribuno y se lo lleva, y ya veremos mañana cómo él apelará al césar y el haber apelado al césar hace que le tengan que llevar a Roma, y está en Roma en la cárcel y eso será ocasión de que el Evangelio empiece a extenderse en Roma. O sea, en lugar de querer librarse, él apela a Roma y quiere ir a Roma a llevar el Evangelio, y aunque le llevan como preso le da ocasión de dar testimonio de Jesucristo y de convertir a muchos estando en la cárcel en Roma. Que las cárceles de Roma en aquella época me imagino que no eran una cosa especialmente ni amable, ni bonita.
Sin embargo, lo más importante de las Lecturas de hoy es este pasaje evangélico donde Jesús sigue con su oración sacerdotal, en la que ejerce de mediador, de sacerdote, de pontífice −puente entre el Padre y nosotros−, donde nos promete pero ya nos avanza de alguna manera el don de su Espíritu, cuando le dice en primer lugar que Él nos ha entregado todo lo que ha oído al Padre y que se lo ha entregado porque les ha amado como el Padre le ha amado a Él. Nos ha entregado la Verdad que proviene del Padre. Yo os decía el otro día que hay dos cosas que provienen netamente del Espíritu Santo y que son siempre un testimonio de Jesucristo. Una, es el perdón, el perdón hasta el amor a los enemigos; porque sólo quien es de Dios y tiene el Espíritu de Dios es capaz de perdonar, y de perdonar de esa manera, de pasar página. Y nos pasamos la vida pasando páginas, de acuerdo. Porque siempre tenemos motivos para estar disgustados, siempre tenemos motivos para enfadarnos, siempre tenemos motivos para acusar o para juzgar a los demás. Fijaros que en el Padrenuestro hay una petición: “Perdónanos como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Y es verdad que los hombres, pecadores, nos ofendemos unos a otros de mil maneras, muchas veces hasta sin darnos cuenta, y nos ofendemos porque reina en nuestro corazón en lugar del amor de Dios reina la envidia, el egoísmo.
La envidia es una cosa muy mala. Yo cuando era jovencillo decía “tengo envidia, pero de la buena”. No hay envidia de la buena. Puede haber emulación y la emulación sí que puede ser algo bueno, pero la envidia es siempre mala, y somos muy envidiosos. Curiosamente, es uno de los pecados de los que menos se confiesa la gente, de tener envidia. Se da entre hermanos, se da entre hermanas, se da entre amigos, se da entre amigas, se da entre compañeros de trabajo, se da en todo en la vida, en todas las circunstancias. Es algo que nos envenena mucho la sangre, que nos quita mucho la libertad y la alegría. ¿Y cuál es la medicina? El perdón. Siempre. Cualquiera otra de las pasiones... El perdón es un signo. Y Dios mío, hay vidas que son como marcadas por el Señor de tal manera que tienen que vivir siempre perdonando, pero yo soy testigo de mil formas a lo largo de mis ya casi 48 años de vida sacerdotal, de cómo hay personas que han sabido perdonar, que han sabido olvidar, que han olvidado crímenes que han sido hechos con ellos. Los mártires que la Iglesia ha reconocido, u otras muertes que no eran mártires, pero los mártires que la Iglesia ha reconocido todos han muerto pidiendo que se perdonara, perdonando ellos y pidiendo a su familia a lo mejor en algunos casos… Tenemos en Granada un caso precioso en Murtas de alguien que le escribía a su mujer diciendo “por favor, perdonad a los que me han metido en la cárcel. Sé que voy a morir dentro de pocos días. Que sea el perdón la señal de vuestra vida”. Eso es un fruto del Espíritu Santo. Es un signo claro de que ahí está Dios, el perdón.
Y el otro signo es la unidad, la comunión. “Padre, que sean uno…”. Qué fuerte. Si es que lo que dice es tremendo: “Que sean uno como Tú en Mí y Yo en Ti”. Si Cristo está en el Padre, que es en todo igual al Padre sólo que no es Padre, es Hijo, y el Padre es igual al Hijo, porque el Padre pronuncia toda Su Palabra en una sola Palabra, da toda Su vida en un solo gesto, eterno de amor, y da todo su Ser. Por lo tanto, el Ser del Hijo es idéntico al del Padre, sólo que es recibido, y el del Padre, es dado, pero es idéntico. “Que sean uno, como Tú estás en Mi y Yo en Ti”. Y fijaros, lo pone como condición de que el mundo crea en Jesucristo.
¿Os acordáis que un día decía yo una frase de San Pablo: “Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ sino en el Espíritu Santo”? Es que para poder decir “Jesús es el Señor” y que la vida sea del Señor, uno tiene que tener el Espíritu Santo. Y el signo de que uno lo tiene es la comunión. En todas las Eucaristías. En las cuatro plegarias eucarísticas reconocidas para toda la Iglesia y en todas esas otras que se han añadido como apéndice hace veinte años o así, lo primero que se pide, después de la consagración, teniendo al Señor presente: “Padre, te pedimos humildemente que nos unas en el Espíritu Santo a quienes participamos del Cuerpo y la Sangre de tu Hijo”; o en la tercera, “haz que el Espíritu Santo nos conceda ser en Cristo, un solo Cuerpo y un solo Espíritu”. Es tremendo. Y eso es lo primero que se pide, porque es lo más importante, porque es el testimonio de la fe.
La fe no consiste en una serie de creencias. El cristianismo, como está vinculado al Acontecimiento de Cristo y al Hecho inimaginable, insondable y único de la Resurrección de Cristo, es una pertenencia, y es una pertenencia a una comunidad de personas. Yo soy cristiano porque reconozco a Cristo, pero lo reconozco en donde, lo decía muy bonitamente al comienzo de la primera de sus encíclicas Benedicto XVI: “El cristianismo no es fruto de unos principios morales o de una idea genial. El cristianismo consiste en el Encuentro con Jesucristo”. ¿Y dónde se encuentra uno con Jesucristo? ¿Dónde nos encontramos los hombres y las mujeres?, ¿dónde nos encontramos en nuestra vida? Nos encontramos a través de nuestra presencia y nuestra presencia es la presencia de nuestros cuerpos. ¿Dónde nos encontramos con Jesucristo? Nos encontramos en su Cuerpo, que es la Iglesia, que es nuestra comunión, que es decir que sois vosotros mi familia, mi casa, mi patria, mis amigos, mi yo, mi cuerpo. La frase no es mía, es de San Pablo: “Somos los unos miembros de los otros”, como se unen los miembros de un cuerpo.
Yo sé que la tradición del pensamiento liberal −y entiendo por liberal al estilo americano, el pensamiento moderno desde el siglo XVII para acá; el pensamiento ilustrado, el que preparaba el camino a la Ilustración−, somos individuos y luego nos juntamos según nos interese o no nos interese. Somos cada uno como celulitas, como bolitas, como cápsulas que se unen. De hecho, uno de los padres de la Ilustración dijo una cosa: “El todo no es más que la suma de las partes”. En el fondo, la sociedad no existe, sólo existen los individuos que se unen de acuerdo con sus intereses, siempre de manera temporal, accidental. Eso influye en el matrimonio, influye en la concepción del matrimonio: “Yo soy yo, tú eres tú y luego a lo mejor podemos estar más o menos juntos”. Y debilita. Ha debilitado extraordinariamente el significado del matrimonio y de la familia, que sólo se comprende ese gran Misterio a la luz del matrimonio de Cristo con su Iglesia. Pero la Iglesia es un cuerpo. Y San Pablo dice: “Somos los unos miembros de los otros”. Yo no puedo decir “yo” sin que de ese “yo” no tenerlo en cuenta porque me acuerde de ello, o de ella −porque la Iglesia es femenina−, sino porque forma parte de mí la Iglesia que el Señor me ha confiado, y yo soy miembro de ella y ella es parte de mi yo.
Dios mío, si los cristianos viviéramos esto, el mundo creería. Y no tendríamos que predicar. Si los primeros cristianos no predicaban mucho. Predicaban a los que querían, pero no sentían como una misión el tener que llegar a la gente y llegar a todo el mundo. No, ellos vivían. Pero vivían de una manera tan especial y tan singular y tan particular que la gente se les pegaba. ¿Por qué? Pues, porque es bonito. Si es que no hay nada tan bonito como poder quererse como los cristianos podemos querernos. Con el mismo respeto. Es una frase que me lo habéis oído decir más veces: “Cuanto más afecto, más respeto y cuanto más respeto −el respeto no es distancia, no es formalismo exterior−, más posibilidad de afecto verdadero”. Y el afecto es la expresión humana, de criaturas humanas nuestras, como somos nosotros, del amor. Y el Señor nos ha pedido “amaros los unos a los otros como Yo os he amado”. Pero, ¿a que todos sabemos que la unidad la hace Dios? Que no somos nosotros, que no está en nuestras manos. Mira que queremos. Cuántas veces les he dicho a los chicos “¿cuántas veces habéis hecho propósito de no pelearos con vuestro padre o con vuestra madre por la hora de volver por la noche, porque sabéis que siempre termina en bronca? Y ¿a que no sirve de mucho hacerse el propósito porque a la semana siguiente vuelve a pasar?”. Digo: “Preguntadles a vuestros padres cuántas veces han hecho ellos el propósito de no volver a sacar el tema de aquella participación de aquellos olivos con la que siempre se terminan peleando marido y mujer”, o cualquier otro tema… ¿Y a que el mero propósito no funciona? Porque vuelve a salir el tema y vuelve uno a meter la pata. La comunión, hasta en un matrimonio. Nos educaban cuando éramos niños en que el matrimonio es una cosa natural. Y el matrimonio cristiano es un milagro más grande que las Bodas de Canáa y que la multiplicación de los panes. Y, por lo tanto, sólo con Jesucristo y con la presencia de Jesucristo, es capaz. Y fijaros que se ha esforzado el Señor en generar, en facilitar ese amor, creando una atracción entre el hombre y la mujer, pero entre la atracción y el amor hay un mundo. Muchos jóvenes, educados por años y años de Hollywood, lo identifican totalmente. Se creen que la atracción ya es amor. No. La atracción no tiene nada que ver con el amor. Puede haber atracción sin que haya amor. De hecho, Freud mismo lo decía en algún momento: “Cuanto mayor es la atracción, menos espacio hay para el amor, y el amor y la atracción son inversamente proporcionales”.
El Señor nos pide que nos amemos. Repito, si en el matrimonio mismo, con todo lo que el Señor ha querido facilitar el amor del hombre y la mujer, el amor y la unidad…, porque puede haber amor y no necesariamente unidad. La unidad es un Milagro. Que haya comunión en una comunidad cristiana, que haya comunión en una parroquia, que haya comunión en un grupo, en un movimiento, que haya comunión en una diócesis. Dios mío, esos milagros son, pero son la condición de la fe del mundo. Que puedan ver que, para mí, un cristiano, por el hecho de serlo, es de mi familia. Hemos sido educados en eso. “El todo es la suma de las partes”, decía uno de los padres de la Ilustración. Y en la primera Encíclica del Papa Francisco, en la “Evangelii Gaudium”, dice: “El todo es siempre más que las partes y anterior a las partes”. Y la gente dice, ¿qué tendrá que ver esto con una encíclica que está hablando de la misión en el mundo? ¿Por qué el Papa dice una cosa así? Está diciendo que la Iglesia no es la suma de una serie de individuos que tienen unas creencias. La Iglesia es la madre, el espacio, el ámbito, el útero donde nosotros nacemos y crecemos a la fe. Somos concebidos y crecemos en la fe, y es el lugar donde Cristo es generado, Cristo es visible. Se hace visible en nuestra comunión, se hace visible en eso, en que seamos uno, y eso se hace visible especialmente en el Sacramento de la Eucaristía. Yo no recibo un Cristo y cada uno de los que venís a comulgar recibís un Cristo diferente; yo no recibo un Cristo y los que comulgan en Bagdad reciben un Cristo diferente. No hay más que un Cristo. No hay más que un sacrificio de Cristo. No hay más que una Eucaristía de la que participamos todos, en la que participamos todos. Preocuparme por los cristianos del Vietnam o rezar por ellos no es rezar por otros para que tengan pensamientos parecidos a los nuestros. Es rezar por mi cuerpo. Es cuidar de mi cuerpo, es rezar por que se extienda la vida del Espíritu en otros lugares; la vida de Dios, del único Dios −Padre, Hijo y Espíritu Santo− en otros lugares.
Al pedir el Espíritu Santo, que pidamos el don de la unidad y que seamos constructores de unidad en torno a la Eucaristía. Los chicos de hoy se unen porque son los frikis del manga, y se hacen pandillas porque son frikis del Manga, o se unen por un tipo de música, por el modo de vestir… Cuando en la Iglesia nos unimos por ese tipo de cosas, nos morimos. La Acción Católica, que fue una de las realidades más viva que hubo en los años 50 y 60 en la Iglesia Católica en España y en el mundo, murió porque en lugar de ser unidos por el adjetivo “católico”, empezaron a ser unidos porque había Acción Católica de obreros, Acción Católica de estudiantes, Acción Católica de empresarios, Acción Católica de oficinistas, Acción Católica de jóvenes, Acción Católica de niños… Yo fui aspirante a Acción Católica cuando tenía 8 u 11 años hasta que me fui al seminario, y le tengo mucho cariño, pero en el momento en que nos dividimos por cosas que eran clases sociales o espacios laborales, aquello estaba condenado a morir. Primero se introdujo toda la ideología que llenaba las clases sociales entonces, sea la ideología liberal en la Acción Católica de empresarios, que defendía los intereses de los empresarios, y la Acción Católica de obreros, que defendía los intereses de los obreros. Eso no es la Iglesia de Dios. La Iglesia de Dios tiene como su centro la Eucaristía y caben desde personas recién nacidas, hasta personas mientras vivan y puedan venir a la Iglesia. Y caben personas de todas las clases sociales, porque todos somos un solo cuerpo. Y es verdad que los miembros del cuerpo son distintos: el pelo no es igual que los ojos, los ojos no son igual que las uñas, las manos no son igual que los pies y los miembros en el interior nuestro son todos muy diferentes, pero si el cuerpo es atacado, todos van a lo mismo. ¿Cuál es nuestro principio de unidad? Jesucristo. ¿Dónde se nos da, se nos alimenta, se nos alimenta y se nos ofrece la vida de Jesucristo? En la Eucaristía, y eso es lo único que salvaguarda la unidad de la Iglesia. Y la unidad de la Iglesia es indispensable para que el mundo tome en serio el anuncio de Jesucristo, y allí, en pequeñito, donde estemos cada uno.
Que el Señor nos conceda ser instrumentos de esa unidad, contribuir a esa unidad. ¿Cómo contribuimos? La poquita experiencia que yo tengo, incluso con personas no católicas, de otras denominaciones y confesiones cristianas, es precisamente que a medida que nos acercamos más al Señor, más cerca estamos unos de otros. Y puede haber divisiones importantes. Por ejemplo, yo sé que la Iglesia Católica, por razones de la lógica sacramental, del signo que hace visible a Jesucristo, que era un varón, no concede el sacerdocio de la mujer. Lo dijo Juan Pablo II con toda claridad y, además, como proclamación pontificia solemne de una manera definitiva, lo cual no tiene nada que ver con la dignidad, que es idéntica, y de ser más alta por alguna parte, Cristo, por lo que da su vida es por Su Esposa. Por lo tanto, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve? Jesús dijo que el que está en la mesa, y es la esposa, y él era el que servía. Por lo tanto, en la Tradición cristiana, que no es la de la familia patriarcal, el centro de la familia es la mujer, y lo otro son desviaciones.
Que el Señor nos ayude a ser creadores instrumentos de unidad. Que supliquemos el don de la unidad en todas las circunstancias de nuestra vida, y que cualquier creatividad que surja en la Iglesia y que no tenga como centro la Eucaristía y que se identifique por otras cosas, no es la Iglesia de Jesucristo, una, santa, católica y apostólica. Esa es la Iglesia que construye el Espíritu Santo. Pero el primer rasgo de la Iglesia es “una”. Y hay que desearla.
Me había perdido yo con lo del sacerdocio de la mujer. Yo tengo personas a las que quiero mucho y una es una mujer teóloga, ordenada en la Iglesia anglicana, y estoy deseando poder traducir y que se pueda publicar un librito suyo que se llama “En defensa de la parroquia”. En la Iglesia anglicana han permitido que se empiece a unir la gente, o sea, que se formen parroquias que no se juntan por el hecho del Bautismo y la Eucaristía, sino que se juntan porque les gusta un tipo de música pop u otra cosa. Eso convierte a la Iglesia en una secta. La Iglesia es para todos y está abierta a todos. En cuanto empezamos a hacer separaciones de clases sociales o de otro tipo, y en cuanto lo que nos une no es el estar bautizados, estamos creando una secta. ¿Y por qué quiero traducir ese libro y que se traduzca? Pues, porque me parece que aquí no estamos como en la Iglesia anglicana, pero a veces vamos por el mismo camino, porque copiamos de lo que se hace en Estados Unidos y de lo que se hace en Inglaterra, y me parece mejor decirlo que no decirlo.
Que el Espíritu Santo nos conceda la unidad en Cristo de ser uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en Ti. Dios mío, no somos capaces de imaginar esa unidad. No somos capaces de imaginar la unidad a la que el Señor nos llama y que nos concede el don de vivir cuando se la pedimos sinceramente.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
28 de mayo de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)