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“Donde está el Señor crece nuestra humanidad”

Homilía en la Santa del XIII Domingo del Tiempo Ordinario, el 28 de junio de 2020.

Fecha: 28/06/2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;

queridos hermanos y amigos todos:

 

No resisto hoy empezar mi homilía sin hacer referencia a un par de anécdotas que tienen que ver con las mascarillas.

 

Una niña de no más de cinco años ve a su madre con la mascarilla y le dice “mamá, te han tachado la sonrisa”. Me pareció una frase preciosa. Y el otro día iba yo por la calle Marqués de Gerona, tropiezo con una mujer mayor y dos hijas también ya mayores, y se pararon conmigo, estuvimos un momentito hablando y les cuento esta anécdota y me dice la madre “pero, no se ha fijado D. Javier que el hecho de llevar la mascarilla nos obliga a mirarnos los unos a los otros a los ojos”. Y es verdad que yo no me había fijado en eso, aunque sí que era consciente que en la vida normal, que yo trato de mirar mucho a las personas a los ojos, resulta que tengo la experiencia de que las personas rehúyen la mirada a los ojos. Es muy frecuente, en la mayor parte de los casos, casi siempre, como que se rehúye, aunque te conozcan, bajan la mirada, por la calle me refiero, en muchas ocasiones, mirar a los ojos… Y es verdad que la mascarilla no nos deja más que los ojos. Yo creo que la sonrisa y los ojos son en el rostro humano (y decir el rostro humano es decir casi el cuerpo humano) el lugar donde más se reconoce que somos imagen y semejanza de Dios. Y por lo tanto, es precioso.

 

Diréis, ¿y esto que tiene que ver con las Lecturas de hoy? Tiene que ver con las Lecturas de hoy, porque, en realidad, lo que el Evangelio nos dice es que en nuestras relaciones humanas; que todas nuestras relaciones, hasta con las cosas más pequeñas (el Evangelio pone la imagen del vaso de agua, a mí me gusta mucho poner a veces la imagen de una hoja de árbol), todo tiene que ver con Dios. Hasta lo más pequeño. La Creación es como un primer esbozo de los Sacramentos de Dios. Es decir, de los lugares en los que Dios está presente y se hace presente, y se nos da. Y Dios se nos da en un vaso de agua. Dios mío, qué cosa hay más preciosa y más sagrada que un vaso de agua cuando uno está muerto de sed, cuando uno lleva a lo mejor días de camino sin beber, o así, o en un lugar donde no hay agua. No nos damos cuenta, tenemos agua, abrimos el grifo y tenemos toda el agua que queremos, pero no nos damos cuenta de lo que significa un vaso de agua en un lugar que está situado al borde del desierto. Bueno, pues, ni siquiera un vaso de agua queda sin recompensa. Recordáis en el Evangelio la multiplicación de los panes, las bodas de Canaá, donde faltó el vino y faltó la alegría, pero estaba Jesucristo, y como estaba Jesucristo se multiplicó abundantemente un vino mucho mejor que el que habían preparado los novios. Y por lo tanto, una alegría desbordante.

 

Y lo mismo, en la multiplicación de los panes, sobraron doce cestas. Donde está el Señor crece nuestra humanidad. Y ahí no es sólo lo que dice la Lectura del Antiguo Testamento, que porque esa familia se había portado bien con Eliseo Dios les premia y les recompensa. Es que Dios recompensa el gesto más pequeño. Es que Dios está en todas las cosas, menos en el pecado. Y en nada está tanto como en la criatura humana, como en el ser humano. Todas las demás cosas han sido creadas en función del hombre, de la humanidad del hombre. Todas son un regalo de Dios, para que podamos reconocer Su Gracia y Su Presencia. Y sin embargo, como le gustaba decir a san Juan Pablo II: “El hombre es la única criatura que Dios ha amado por sí misma”. La hoja del árbol y el vaso del agua las ha amado en función de nosotros, las ha creado para nosotros, para que nosotros podamos ver en ellas esa participación del Ser de Dios que nos permite dar gracias. Dar gracias porque existe la sombra, dar gracias porque existen las flores, dar gracias porque existe el cielo azul, y un amanecer, y un atardecer, y porque existen las montañas. Y sin embargo, tú, seas quien seas, yo (mi pobre yo) ha sido infinitamente amado por el Señor, no en función de nada, sino para que pueda vivir contento, para que pueda dar gracias, vivir en la gratitud porque Dios me ama. La única criatura que Dios ha amado por sí misma, en función de ninguna otra cosa, porque Dios te quiere a ti, te desea a ti. Pero te quiere a ti no porque Él necesite nada o quiera sacar nada de ti. Si somos participación misma en el Ser de Dios… y nada pone tanto de manifiesto eso como la profundidad de nuestra humanidad, que, si queréis, es la profundidad de nuestro rostro. Me lo habéis oído decir muchas veces, ningún animal se ríe, las hienas no se ríen, sólo hacen un ruido que se parece un poco a una risa cínica, pero no se ríen. Sólo el ser humano es capaz de reír, por tanto la risa forma parte, como el llanto, son formas creadas de oración, formas creadas de súplica o de acción de gracias, son expresión de nuestra imagen de Dios. Y la mirada humana, que ve siempre infinitamente más allá de las cosas que ve, porque siempre estamos mirando al infinito, también cuando miramos una obra de arte, también cuando escuchamos una pieza musical, cuando descubrimos cualquier belleza, cualquier verdad, siempre el horizonte de la verdad es infinitamente más grande. A mi no me gusta cuando la gente dice “pero, ¿tú te crees que posees la verdad?”. Digo, “no, no, yo no poseo la verdad, la Verdad me posee a mí, que no es lo mismo”. Como me posee la belleza, como me posee el bien. Claro que tengo anhelo de verdad, pero sé que nunca…, porque no soy Dios, soy una criatura, y la verdad me es dada, y la gozo y la disfruto. Ese es el orden del designio de Dios. Y diréis, “pero, esto suena como a poco religioso, o como a poco piadoso”. Yo sólo sé que el Señor dijo en una ocasión, “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”. Es decir, Cristo ha venido, no para hacernos buenos, aunque es verdad que reconocer a Jesucristo nos hace capaces de amar de una manera que ni siquiera nos podemos imaginar o que no nos imaginamos habitualmente, y por lo tanto claro que nos aproxima a Dios. Nos hace partícipes de la Bondad, de la Belleza y de la Verdad de Dios.

 

Pero Cristo ha venido para que estemos contentos. Cristo ha derramado Su Sangre para que yo pueda vivir contento. ¿Pero, como voy a vivir contento con este hijo que tanto me preocupa, con esta familia política que nos hace la vida imposible, con este señor que nos cae tan mal y le tenemos de vecino justo al lado, o con esta persona con la que me he casado y que no responde para nada a mis necesidades de ser feliz, sea el marido o sea la mujer? Los hijos tampoco responden… Y ahí el designio de Dios es poder dar gracias. Pero ahí introduce el Evangelio una cosa que es la paradoja central del Evangelio y es que para poder amar todas las cosas, también las difíciles (no sólo las difíciles, hay un montón de cosas preciosas en el mundo que uno goza amándolas, pero también las difíciles) el Señor tiene que estar en el centro y ahí es donde entra lo que dice el Evangelio “el que ama a su padre o a su madre más que a Mi no es digno de Mi”. Y en un mundo sin Dios nos pasan dos cosas: tendemos a hacer de la familia, del amor, de los esposos, del amor de los padres y los hijos (tal vez sobre todo del amor de los padres y los hijos) una cierta idolatría. Las madres quieren ser las madres perfectas, quieren tener los hijos perfectos, muchas veces se enfadan porque su marido no es perfecto, el marido se enfada porque su mujer no es perfecta y ese enfado pone de manifiesto que esperamos de las criaturas más de lo que pueden dar. Es verdad que siempre vemos más que las criaturas, porque nuestro horizonte es siempre Dios.

 

Hablamos hoy de que la familia está muy en peligro y es verdad. Y tratamos de proteger a la familia y es verdad, y hay que hacerlo. Pero es curioso que en el Evangelio hay más frases poniendo en guardia contra los peligros de la familia que defendiendo la familia. Muchas más. Es decir, justo la de hoy: “El que ama a su padre o a su madre más que a Mi no es digno de Mi”. ¿Significa eso que tenemos que dejar de amar? No. Significa que tenemos que tener al Señor en el centro para poder amar como es posible amar al padre, a la madre, al esposo, a los hermanos, a los hijos, a los compañeros de trabajo, a los amigos. En cuanto el Señor no está en el centro, la familia se convierte como una idolatría y la consecuencia de esa idolatría es el resentimiento. Porque la idolatría siempre, los ídolos siempre nos devoran un poquito o mucho. El ídolo que más devora y el Señor puso en guardia contra ese ídolo de una manera muy fuerte es el dinero. Nos devora, nos mata. El culto al dinero, el culto a la acumulación. Y tenemos tanto culto a la acumulación que también concebimos a veces las relaciones humanas como una forma de acumulación. Posesiones que tenemos. No, no. Vuelvo a los ojos, vuelvo al rostro, vuelvo a la alegría y a la sonrisa. No. Los seres humanos son una ocasión, son imagen y semejanza de Dios. Pero son criaturas y uno puede reconocerlas dos cosas, cuando uno conoce que la plenitud de nuestro corazón es Jesucristo, entonces uno puede dar gracias por la verdad, por la belleza, por el bien, por la bondad de las personas sin desear apoderarse de ellas, sino reconociendo el bien que cada persona, única, irrepetible, amada por Dios con un amor infinito, representa en la historia de mi vida, en la historia de nuestras vidas. Y viviendo así somos ese pueblo precioso, una bandera desplegada en medio de las naciones que deseamos ser, que estamos muy lejos de ser, pero que deseamos ser si Cristo está en el medio de nuestras vidas, de nuestras familias, de nuestras relaciones de comunidad, de nuestras parroquias, de nuestras relaciones humanas, todas ellas.

 

Seremos capaces de amar todas las realidades como necesitan ser amadas y como Dios quiere que las amemos. Sabiendo que no son Dios, no les damos culto, nuestra felicidad no depende de ellas, porque depende de Dios, ni siquiera de las cosas más sagradas o más queridas como son los padres, pero saber eso nos hace posible amar a los padres, amarlo todo, vivir contentos, dar gracias.

 

Mis queridos hermanos, vamos a pedirLe al Señor que Él nos dé, multiplique sobre nosotros o en nosotros los signos de esa Presencia suya para que podamos amar todas las cosas y amarnos unos a otros como Él nos ama. Y reconocer, en esos ojos que ahora estamos obligados a mirar, reconocer siempre en la profundidad de esos ojos la Presencia viva de Dios, la imagen viva de Dios. La imagen y la semejanza de Dios. Que así sea para todos.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

28 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

 

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