Homilía en la Eucaristía del XVII Domingo del Tiempo Ordinario, el 26 de julio de 2020.
Fecha: 26/07/2020
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos hermanos y amigos todos:
Con mucha frecuencia, cuando pensamos en lo que Dios quiere de nosotros, nos imaginamos siempre que la Voluntad de Dios son cosas difíciles o desagradables, o que espontáneamente nosotros no buscaríamos, no recogeríamos o no desearíamos para nuestra vida. Pues bien, las parábolas que constituyen el Evangelio de hoy nos ponen de manifiesto que no es ese el pensar del Señor, el sentir del Señor. De hecho, las tres parábolas constituyen una poderosísima llamada a tomarnos en serio nuestra inteligencia y a tomarnos en serio nuestra libertad, porque las dos primeras apelan precisamente a esa inteligencia nuestra: “¿Quién de vosotros que descubre que hay un tesoro escondido en un campo no vende lo que haga falta para hacerse con el campo y quedarse con el tesoro?”. Y lo mismo, un comerciante de perlas finas que encuentra una perla de gran valor, vende lo que haga falta para quedarse con esa perla. Ahí el Señor está apelando a nuestro interés por el bien. Lo que nos dice es que hay bienes más grandes que otros, unos bienes más grandes que otros, y el bien más grande es el Reino de los Cielos, del que el mismo Señor diría en otra ocasión “buscad el Reino de Dios y Su justicia (el Reino de Dios y su salvación) y todo lo demás se os dará por añadidura”.
La verdad es que caer en la cuenta del escasísimo valor que tiene la vida humana sin Dios y sin el Cielo, nos ayuda quizás a comprender mejor lo que dice aquí Jesús, porque el tesoro escondido es Dios y la vida que Jesús nos promete, que es la vida del Reino de los Cielos, que es Dios mismo, y la perla de gran valor es Dios mismo, y el Cielo, el Reino de los Cielos que el Señor nos promete, que es el Reino de su Hijo Jesucristo. Y es nuestra inteligencia la que escoge. A todos nos gusta mejor una buena joya que una joya de bisutería. Todos preferimos un bien que es muy valioso y muy grande, a bienes que son pequeños, mezquinos, o que sólo son apariencia, o que sólo son adorno y oropel.
Pues bien, el Señor nos invita a buscar los bienes más grandes. ¿Cuál es el bien más grande? El bien que da sentido a la vida humana. Os aseguro que si no hubiera Dios o no hubiera Cielo, no sólo no tendría ningún sentido el llevar las mascarillas, porque lo mismo daría vivir más que menos, sino que la misma fatiga de vivir, hasta los mismos goces grandes y alegrías que pueden dar la vida, estarían todos atravesados como por un cáncer; el cáncer de que la última palabra la tiene en nuestra vida el hecho de la muerte, algo de lo que todo ser humano tiene conciencia tan pronto como se despierta en nosotros eso que se ha llamado a veces “el uso de razón”, la inteligencia para comprender algo de este mundo y de lo que somos cada uno, y de lo que somos los hombres. Por poquito que tengamos, sabemos que nuestro horizonte inevitable es la muerte y si no hay Dios, y si no hay Cielo, no es que la muerte nos deje sin palabras, es que la vida no tiene sentido. Entonces, da lo mismo vivir que morir. Entonces, da lo mismo todo en realidad, porque la última palabra en nuestra vida la tendría el silencio, el olvido, la nada. Nuestra inteligencia se revela contra eso, pero no somos capaces de representarnos, de acoger la vida.
Cuando Jesucristo viene y dice “dichosos los que lloráis, porque vuestro es el Reino de los Cielos, porque reiréis. Dichosos vosotros, pobres seres humanos, todos, destinados a una vida de fatigas y a la muerte, porque vuestro es el Reino de los Cielos”; el anuncio de ese Reino es el anuncio del gran tesoro, que, además, uno puede comprender y comparar. Cuando la vida no tiene sentido, todo es tan absurdo, hasta amar, hasta la amistad, hasta el trabajo. Y, sin embargo, cuando acogemos en nuestra vida la promesa y a la Persona de Jesucristo, todo, hasta lo más pequeño, adquiere un valor infinito. El gesto más pequeño de afecto, de solidaridad, de amor, tiene un valor infinito, porque nada se pierde en la misericordia infinita de Dios. Nada.
Por eso, el Evangelio de hoy hace verdaderas las palabras del Salmo: “Tu Gracia vale más que la vida”. Y es nuestra inteligencia. La Iglesia ha defendido siempre que el acto de fe no es un acto contra la inteligencia. Puede serlo contra la razón si por razón se entiende la capacidad de medir las cosas, pero nosotros mismos no somos capaces de medirnos a nosotros mismos. La inteligencia es mucho más grande que la razón y la Iglesia ha defendido siempre que el acto de fe, que la fe en Dios, que la fe en Jesucristo, que la fe cristiana, es un acto de la inteligencia humana. Creemos en Ti, Señor, porque vemos lo que sucede cuanto sucede en nuestras vidas cuando Te perdemos. Y, al revés. Vemos los frutos que da en nuestra vida el acogerTe y el tratar de vivir según tu enseñanza y sabiduría.
Mis queridos hermanos, el Señor nos invita a los bienes y a los bienes más grandes. “Desead -decía San Pablo- los bienes de allá arriba y no los de la tierra”. Desead los bienes donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Desead a Dios, que es el bien supremo. PedidLe, suplicadle que no nos falte, Señor, Tu misericordia, Tu compasión, Tu gracia.
Decía que la tercera parábola es una invitación a la libertad, porque habla de cómo en algún momento… compara con el pescador que recoge en su red a todos. Ese pescador puede ser la muerte y, de alguna manera, Dios separará nuestras vidas, nuestras obras. No porque eso haya que tomarlo al pie de la letra, como no hay que tomar ninguna de las parábolas de Jesús, sino comprender lo que enseñan. Es una invitación de nuevo: “Tratad de ser peces buenos”. ¿Y cómo se es pez bueno?, ¿cómo se llega al Reino de Dios? Acogiendo, buscando el tesoro, buscando la perla, buscándoTe a Ti, Señor. Suplicando que Tu Presencia y Tu Gracia, que no nos abandona jamás, sepamos reconocerla, sepamos acogerla, sostenga nuestra esperanza.
En este fin de semana muchas de las Eucaristías que se celebran en toda España tienen como finalidad primera el pedir por las víctimas de todo este periodo de pandemia. Las víctimas físicas, por supuesto los que han fallecido como consecuencia del virus, también sus familias, a veces tan heridas por muertes inesperadas o muertes que no se han podido acompañar, pero también los heridos por ese virus moral que es la epidemia del miedo o la epidemia de la desesperanza. Hay que pedirLe al Señor que nos libre de esas epidemias, que pueden ser más duraderas, más peligrosas que el propio virus.
Somos hijos libres de Dios, hemos nacido para la vida eterna. No es la muerte el mal más grande. Es perder a Dios el verdadero mal. Es vivir sin la esperanza del Cielo el que es el mal más grande. Señor, líbranos de ese mal y acoge; acoge a todos los que han muerto, acoge los dolores de ellos y de sus familias. Acoge a todos nosotros. Acoge -la tienes acogida, la tienes abrazada- a toda la humanidad. Acógenos en esa misericordia que es el tesoro escondido en el campo, que es la perla más preciosa, que es la sabiduría más grande. ¿De qué sirve saber muchas cosas sobre los átomos si no sabemos quiénes somos, cuál es la meta de nuestra vida, cuál es el fin de nuestra vida? Y eso, sólo conTigo y en Ti, lo conocemos y lo descubrimos. Por eso, esa sabiduría, que es el conocerTe a Ti, vale más que todas las ciencias y que todos los conocimientos de los hombres.
Mis queridos hermanos, pedimos esa sabiduría, ese discernimiento para nosotros, y para todos nuestros amigos, para nuestras familias y para toda la humanidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada
Palabras finales de Mons. Martínez antes de la bendición final en la Eucaristía.
Hemos recibido al Señor en nuestro cuerpo. Que Su Presencia haga florecer en nosotros esa alegría que nada ni nadie tiene el poder de destruir. Como decía San Pablo, “¿dónde está, muerte, tu victoria?, ¿dónde está tu aguijón?”. Qué Él nos conceda esa alegría que no acaba y que culmina en la vida eterna.