Homilía en la Santa Misa el lunes de la XXII semana del Tiempo Ordinario, el 31 de agosto de 2020.
Fecha: 31/08/2020
Muy queridos hermanos:
La liturgia de hoy comienza a proponernos el Evangelio de San Lucas. Como sabéis, a lo largo del año, leemos los tres evangelistas sinópticos, y luego el cuarto, el Evangelio de San Juan, repartido en ciertas partes del año: un poco antes de la Pasión, en torno a la multiplicación de los panes se leen los episodios del discurso del Pan de vida, y en otros momentos se leen los distintos encuentros en los que está compuesto el Evangelio de San Juan.
San Lucas nos pone al comienzo del ministerio público de Jesús la predicación de Jesús en Nazaret. Y lo propone precisamente como un ejemplo de lo que era la predicación de Jesús. Una predicación que, al igual que dirá San Pablo (“Yo no vine a vosotros con sabiduría humana ni tratando de conquistar vuestros corazones o de atraeros mediante esa sabiduría humana, sino que puse ante vosotros a Cristo crucificado y vine con el Espíritu y el poder de Dios”), así Jesús comienza su predicación haciendo referencia a un pasaje de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre Mi”. Y lo que dice Jesús, después de leer el pasaje de Isaías, es tremendo. Tan tremendo como podía ser la frase de San Juan, “Yo soy el camino, la Verdad, y la Vida”, con la única diferencia de que aquí lo que Jesús dice se dirige a judíos. Dice: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Pero decir eso era decir “todo lo que han esperando los profetas, todo lo que han anunciando y las promesas que les hizo a los Padres se están cumpliendo aquí”. Y eso es lo mismo que decir “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Yo quiero deciros que hoy se cumple, esta mañana, aquí, entre vosotros, se cumple esta Escritura que Jesús anunció en Nazaret. Y se cumple con mucha más potencia del Espíritu –quisiera yo decir-, porque aquellos que le escuchaban en Nazaret tenían delante a Jesús, es cierto. Y le escuchaban y veían Su rostro. Pero podían pensar que no era nada más que un rabino y, en todo caso, alguien que estaba fuera de ellos. En cambio, nosotros, esta mañana y todas las mañanas, Le recibimos en nuestro cuerpo. Se une a nosotros y Se da a nosotros con toda la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos. El Cristo vivo, triunfador del pecado y de la muerte, os hace Su Esposa por esa unión. Hasta tal punto, que la unión esponsal palidece al lado de la unión de Cristo, del Hijo de Dios con nosotros, para comunicarnos Su vida divina. Y palidece tanto que no sólo somos Su Esposa, sino que somos Su cuerpo. Es tal la fuerza de Su unión que no basta la unión esponsal para expresarla. De hecho, es el único matrimonio en el que se cumple aquello que estaba en el principio, en el designio del matrimonio cuando Dios crea al hombre y la mujer -“Serán los dos una sola carne”-; pues, Dios se hace con nosotros una sola carne.
Digo esto con toda conciencia de que estamos en un día especial. Especial por su ambigüedad. No se sabe si es el final de las vacaciones, el comienzo de curso… Especial porque todas las circunstancias que lo rodean hacen que el mundo viva lleno de interrogantes y de preguntas, y nosotros que somos miembros, parte de ese mundo, tal vez también.
Y yo quisiera fortalecer vuestros corazones y vuestra esperanza. Hoy se cumple todo el designio de Dios para el mundo. Y se cumple en vosotros, y se cumple en nosotros. Y eso da lugar a una novedad siempre nueva, eterna. Lo decía san Agustín: “Tarde te amé, belleza eterna y siempre nueva”. Esa belleza “eterna y siempre nueva” se nos da, y se nos da en plenitud, de tal manera que podríamos decir “somos los más desdichados de los hombres hoy, aquí; si el Señor nos abre el corazón, comienza un mundo nuevo, comienza la creación”. Y comienza con toda la frescura del primer día de la Creación, o si queréis, de la mañana de Pascua. Y nos da el Señor la posibilidad de vivir en una alegría fresca, impoluta, transparente, luminosa (aunque llevemos mascarillas, aunque estemos muy preocupados por saber cómo va a empezar el curso, aunque nos preocupen –diríamos- los avatares de una política que cada vez tiene menos sustancia, y menos interés). No. Hoy empieza el mundo. ¿Por qué? Porque Cristo viene a mi, Dios viene a mí y empieza un mundo nuevo.
De hecho, participar de la Misa si el Señor nos diera su Espíritu sería el comienzo de una cultura nueva, que la necesita el mundo, que la necesitamos nosotros. Y cuando digo cultura no digo fuentes de información que tenemos demasiadas; demasiadas, por todos los costados. Cuando digo cultura tampoco digo más técnica o más saberes para hacer cosas bellas y hermosas. La única tarea hermosa que tenemos que hacer es nuestra propia vida. Una cultura nueva empieza con un “yo” transformado, con unas relaciones transformadas; una cultura nueva empieza con unas relaciones nuevas entre nosotros y donde estemos nosotros. Porque donde estéis vosotros está Cristo. Porque es verdad de cada uno de vosotros; lo que decía San Pablo: “Vivo yo pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”. Es Cristo que vive en cada uno, y quien mira a través de nuestros ojos y hace gestos a través de nuestras manos, y habla a través de nuestra palabra.
San Pedro Poveda solía pedir a las primera teresianas en aquellos momentos bien difíciles, justo en los comienzos de la República y que habían prohibido los crucifijos en las escuelas; y en lugar de lamentarse de que los habían prohibido, les pedía a las primeras chicas que eran miembros de la Institución Teresiana: “No hacen falta crucifijos. Estáis vosotras. Sed cada una un crucifijo viviente. Mostrad cada una el amor infinito de Dios a este mundo que no quiere acogerlo”.
Señor, Tú vienes a nosotros. Hoy se cumple esta Escritura. Hoy se cumplen todas las Escrituras. Se cumplen sobreabundantemente, de una manera que jamás los judíos que escuchaban a Jesús en Nazaret podrían haberse imaginado. Se cumplen de una manera que, con la gracia del Señor y con el poder del Espíritu del Señor, empieza un mundo nuevo, empieza una creación nueva.
Señor, haznos instrumentos, pobres, que lo somos, pero resplandece Tú en nosotros de forma que esa novedad que Tú has traído a la tierra pueda extenderse a través de los gestos pequeños e insignificantes de nuestra propia vida.
Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
31 de agosto de 2020
S.I Catedral de Granada