Homilía en la Misa del martes de la XXII semana del Tiempo Ordinario, el 1 de septiembre de 2020.
Fecha: 01/09/2020
El pasaje que hemos leído de la Primera Carta a los Corintios nos pone delante de la mirada del corazón y de la mente al Espíritu Santo, aquel que llamaban algunos teólogos de comienzos del siglo XX “El gran desconocido”.
Como si el cristianismo, habiendo reducido a Jesús poco menos que a un maestro de moral, aunque se rezase todo el Credo y se le confesase como Hijo de Dios, en la práctica, en nuestra vida, los Evangelios eran para enseñarnos cómo ser buenos, en lugar de para anunciar a Jesucristo. Y el Espíritu Santo, prácticamente no jugaba ningún papel en nuestra vida.
Es una Lectura preciosa para saborearla: “El Espíritu lo que nos hace posible conocer es darnos cuenta de los dones que de Dios recibimos, y el Espíritu de Dios es lo más íntimo de Dios”. Pero Dios nos ha introducido en ese Espíritu, que es el Espíritu de Jesucristo. Sólo quiero haceros caer en la cuenta de una cosa. No es sólo el Espíritu Santo el que no juega un papel especial en nuestra vida. Es el mismo corazón del cristianismo que nosotros conocemos (no voy a usar la palabra “creemos”): conocemos a un Dios que es Uno y Trino. Pero la Trinidad no juega realmente un papel en nosotros o, a lo sumo, nos parece eso… Hemos oído tantas veces decir que es un misterio insondable, que es inabarcable, pero también nosotros somos un misterio insondable, lo somos cada uno de nosotros para nosotros mismos y eso no nos impide asomarnos a esa Luz, a esa profundidad inmensa.
En español, cuando rezamos el Credo (fijaros que ese resumen de la fe, que es el Credo, que son veinte líneas, está todo él estructurado): “Creo en Dios Padre. Creo en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor”, y después “creo en el Espíritu Santo”. Voy sólo a subrayar una cosita que parece muy pequeña. Cuando nosotros pensamos en la Trinidad pensamos en tres personas y un solo Dios, y tres personas nos las imaginamos como tres personas humanas, de algún modo. O nos imaginamos sobre todo al Único Dios, porque como, además, las tres personas son idénticas en su dignidad, la unidad que hay entre ellas no es comparable a ninguna unidad de las que tenemos experiencia en la tierra; pero fijaros, en español decimos “creo en Dios Padre, creo en Jesucristo, creo en el Espíritu Santo”. En las fórmulas más antiguas del Credo, con cada una de las tres personas se tenía una relación diferente, y la Iglesia nos enseña a tener una relación diferente con cada una. ¿Y cómo lo decía en el Credo antiguo? Decía: Creo al Padre, creo a Dios Padre, que ha enviado a su Hijo, y creo en Él por Jesucristo, que me ha revelado al Padre; que me ha revelado el amor del Padre y su designio de amor, y al revelarme al Padre y a su designio de amor, al revelárnoslo a los hombres, nos ha revelado también “la sublimidad de nuestra vocación”, como le gustaba decir a San Juan Pablo II. Es decir, quién somos, para quién estamos hechos. Y eso nos lo ha revelado Jesucristo, que se hizo hombre, que padeció bajo Poncio Pilato, que murió, fue sepultado, resucitó y nos dio el Espíritu Santo. O sea, creemos al Padre, por el Hijo. Y la tercera parte del Credo decía “en el Espíritu Santo”. ¿Recordáis aquella frase de San Pablo: “Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ (y ‘Jesús es el Señor’ era el primer Credo cristiano, era el símbolo de la fe por el que los primeros cristianos de las primeras generaciones se reconocían unos a otros, cuando uno decía “Jesús es el Señor” sabía que quien tenía delante es un cristiano), sino en el Espíritu Santo”? Y ahí el griego emplea la preposición “en”, que significa “lugar en donde”. Es decir, es necesario haber recibido el Espíritu de Jesucristo, haber recibido el Espíritu de Dios, que lo hemos recibido en el Bautismo y en la Confirmación, y que lo recibimos siempre en todos los dones de Dios.
En la misma Eucaristía es verdad que recibimos el Cuerpo de Jesucristo. Pero el Cuerpo de Jesucristo viene a nosotros para comunicarnos su Espíritu. Formalmente, es decir, en su sentido más profundo, lo que recibimos a través del Cuerpo de Cristo es siempre el Espíritu Santo. Ese es como un lugar en el que nuestras vidas se sitúan. Y por eso nuestra relación con el Padre es una relación de finalidad. Anhelamos llegar al Padre. Tenemos la certeza de llegar por Jesucristo. Y para eso nos ha sido dado el Espíritu Santo, que es “el lugar en donde” se sitúan nuestras vidas. Y en el Espíritu Santo creemos en todo lo que viene después: en la Iglesia, santa y católica, en el perdón de los pecados, en la comunión de los santos, en la vida eterna, en la resurrección de la carne. Sólo en el Espíritu Santo. Esa es la novedad de la mente acerca de nuestra vida y de nuestro futuro y de nuestro significado, que creer en el Espíritu Santo nos da. Y digo creer en el Espíritu Santo, situarse en el Espíritu Santo. Tampoco la oración de la Iglesia es igual. Es verdad que siempre terminamos “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo”, o siempre empezamos una oración diciendo “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Pero nuestra relación con los tres no es igual tampoco. Al Padre le pedimos todo y se lo pedimos por Jesucristo.
En la liturgia, que es maestra de la fe, se lo pedimos siempre “por Jesucristo, nuestro Señor”, por intercesión de Jesucristo. Y ya esa petición está hecha EN el Espíritu Santo. Pero al Espíritu Santo no se le reza, no se objetiva. De la misma manera que yo no puedo objetivarme a mí mismo, o sea, yo no puedo convertir mi espíritu, mi yo, en un objeto de contemplación como si fuera exterior a mí, como os veo a vosotros vuestro rostro o como veo esta catedral o como veo un paisaje; no puedo hacer de mí un paisaje, no puedo hacer de mí un objeto que yo miro desde fuera. Yo sólo puedo mirar desde mí. Pues, al Espíritu Santo la Iglesia no le ve nunca desde fuera. Es el propio alma de la Iglesia. El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo. Cuando San Pablo dice “vivo yo pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”, vive Cristo comunicándonos Su Espíritu. Es decir, quien vive formalmente en nosotros es el Espíritu Santo. Entonces, por eso la Iglesia no tiene muchas oraciones al Espíritu Santo, y todas las que tiene dicen solo una cosa: “Ven, ven Espíritu Santo, ven a nosotros”. Ven y derrama tus dones sobre nosotros. Llena nuestra vida, cólmanos, abre nuestros ojos al horizonte a la novedad que Cristo nos ha dado, que no es la mirada del mundo. Todo ser humano participa del Espíritu de Dios, por ser un ser humano, de algún modo. Pero nosotros es que vivimos en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es como el líquido de la matriz donde el niño crece. Nosotros crecemos en el Espíritu Santo, en el seno de la Iglesia, hasta configurar en nosotros el hombre perfecto: Jesucristo, el Hijo de Dios. Somos hijos en el Hijo, porque poseemos el mismo Espíritu del Hijo.
Dios mío, que descubramos un poquito toda esa riqueza de horizonte que se nos abre; que supliquemos la venida del Espíritu Santo; que comprendamos que la gente no tiene por qué creer en la vida eterna, no tiene por qué creer en un montón de cosas, porque necesitan tener el Espíritu Santo para ello, y a nosotros se nos ha dado gratis.
El Señor nos haga más conscientes de ese don; que anhelemos ese don; que lo pidamos. Y que en ese don se multipliquen los dones de Cristo en nuestras vidas, en nuestros corazones y en nuestras acciones, y en nuestros deseos, y en nuestros pensamientos. Que cambie de ser hombres del mundo a ser hijos de Dios, que piensan como Dios, que sienten como Dios, que juzgan las cosas del mundo y de la Historia con la mirada de Dios y no con la mirada del hombre mundano, que no conoce el Espíritu de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
1 de septiembre de 2020