Homilía en la Santa Misa en el XXV Domingo del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral, el 20 de septiembre de 2020.
Fecha: 20/09/2020
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos hermanos y amigos:
Os confieso que este Evangelio a mi siempre me da una cierta vergüenza y os explico por qué. Porque yo soy de los de “la primera hora”. En realidad, no recuerdo cuándo empecé a ser cristiano, porque mis recuerdos de mis primeras oraciones o de mi primera participación en la vida de la Iglesia se hunden en mi infancia, igual que aprendí español, porque era la lengua de mis padres; igual que aprendí a decir “papá” y “mamá”, aprendí a santiguarme. No es que a lo mejor pueda presumir mucho a lo largo de la jornada y a lo largo del día, pero sí que sé que soy obrero “de primera hora”, que recibí el don de la fe casi al mismo tiempo que el don de la vida. Hoy, soy consciente de que eso es una gracia absolutamente inmerecida y de que la vida entera sería demasiado corta para darLe gracias al Señor por lo que eso significa. Pero seguramente he tenido muchas veces la tentación de esa envidia de la que habla el Evangelio, de clasificar a las personas en los que son cristianos o los que no lo son, o los que a mi me parecen más buenos y los que no lo son. Y todo eso pone de manifiesto no haber comprendido al Señor. “¿Vas a tener tú envidia por que yo sea bueno?”, cuando todo lo que soy lo he recibido gratis.
Los obreros de la primera hora de la parábola se parecen un poco a la parábola del hermano mayor del hijo pródigo, que se entristece de que su hermano, que ha destrozado la herencia del padre y tal vez la riqueza de la familia, malamente marchándose de casa, destrozando –como dice el Evangelio- su fortuna con malas mujeres, terminando siendo un pastor de cerdos, que era lo más horroroso que podría ser alguien en la tradición judía. Y el padre corre cuando lo ve. Está esperando. Y es al hermano mayor al que aquello le molesta y reclama justicia. Dice, “yo llevo toda la vida sirviéndote y nunca me he apartado de ti, y nunca hemos celebrado una fiesta tú y yo con mis amigos”. “Y este hijo tuyo –dice-, que se ha gastado tu fortuna con malas mujeres vuelve a casa y le matas el ternero cebado” (lo mejor que tenía una familia). También él tenía envidia porque el padre era bueno.
En esa envidia se esconde muchas veces nuestra idea de la justicia: queremos que Dios sea justo, pero siempre tendemos a querer que Dios sea justo con los demás. Casi siempre nos ofende el mal comportamiento de los demás, o lo que vemos mal en los demás, y Le pedimos a Dios, sobre todo si nos hace daño a nosotros, que sea justo con ellos; o que les ayude a razonar; que les ayude a cambiar de vida. Estamos pidiendo siempre misericordia. Somos nosotros los que somos injustos. Porque queremos misericordia para nosotros y justicia para los demás. Buen negocio, pero no es muy justo.
Si pedimos justicia para los demás, que Dios sea justo con nosotros también. Pero, cuántas veces Le pedimos a Dios que sea justo con nosotros, que nos pague como merecemos. Yo os confieso que casi nunca tengo el valor de hacerlo. Porque, Señor, si me pagas como merezco, Dios mío, habiendo recibido tanto. Precisamente, porque he recibido tanto. Y sin embargo, no puedo presumir de que vivo para Ti y de que Tú eres para mi lo más querido en mi vida y lo único que realmente me importa. No puedo presumir de eso. Además, si presumiera, sería una mentira, porque siempre podría vivir más para Ti y para mis hermanos, que es como Tú quieres que viva. Cómo voy a tener el valor de pedir que seas justo conmigo. Pero, cuántas veces pido que seas justo con mis prójimos, que seas justo con mis hermanos. O no lo pido, pero lo siento en mi corazón. A lo mejor, no llego a decirLe “Señor, castígale”. Me irrita el mal de los demás y no me irrita el mío.
La palabra justicia es como la palabra amor. Es una palabra que tienen tantos significados. Llamamos amor a tantas cosas que no lo son. Es una palabra tan rica, que tantas veces lo consideramos apenas de una manera superficial. Lo mismo la justicia. Hay una justicia del mundo liberal, del mundo moderno: darle a cada uno lo que le corresponde. ¿Qué es lo que le corresponde? La interpretación moderna es “cada uno según lo que aporte”. Fijaros que esta concepción de la justicia es una cosa que envenena muchos matrimonios, especialmente matrimonios jóvenes, porque uno está midiendo fácilmente lo que aporta el otro. Y cuando uno empieza a introducir esa medida de justicia en una relación matrimonial (que tendría que ser lo más parecido a la relación de Dios con su criatura, de Dios con la humanidad, de Dios con la Iglesia, con Su Esposa), resulta que no funciona ese tipo de justicia. Si tienen que cuadrar las cuentas a final de mes… Pero, como no conocemos otro tipo de justicia, a cada uno hay que darle según lo que aporte. Estamos perdidos, otra vez. Se convierten las relaciones humanas en unas relaciones de desconfianza. Se convierten las relaciones humanas en una exigencia siempre para con el otro, como si el otro estuviera siempre espiado por mi. Yo me convierto en el policía del otro. Y eso envenena la vida humana, porque no estamos hechos para eso. Ese tipo de justicia tiene su puesto, probablemente en las leyes penales, pero nada más. Y hasta en las leyes penales, si es una sociedad que ha conocido a Dios… Yo recuerdo (por los libros de historia, no porque lo haya conocido) cómo funcionaba la ley penal en épocas, al menos, de tradición cristiana. Lo que es el Bois de Boulogne, ese bosque tan precioso que está al nordeste de París, era un bosque para criminales, que se refugiaban allí, porque allí estaban amparados. Y cuando hubo la separación de la Iglesia y el Estado al comienzo de la Revolución Francesa, los monjes de la abadía de Saint-Germain, que eran los que gestionaban aquel bosque de refugio para criminales, contrataron un barco y les dieron a todos la posibilidad de irse a América con una bolsa de dinero para que pudieran empezar una vida en América. En un mundo cristiano, hasta la justicia penal es distinta, porque está moderada por el amor. Pero la justicia no tiene sólo esa forma de dar a cada uno según lo que aporta.
San Pablo habla de otra justicia, que es darle a cada uno según su necesidad. Darle a cada uno según necesidad. Porque hay personas que necesitan más que otras. Porque hay personas que son especialmente frágiles. O que han sido heridas y llevan las marcas de sus heridas en el rostro o en el cuerpo, o en su historia. Eso también es justicia y se parece más a la de Dios.
La justicia de Dios es inseparable de su misericordia. La justicia de Dios es su amor infinito por cada una de sus criaturas. Y porque el amor de Dios es infinito, todos podemos beber de él todo lo que necesitamos sin quitarle nada a nadie. Cuando uno se empieza a dar cuenta de que el amor de Dios es infinito y para todos, y que Dios nos da a cada uno según nuestra necesidad, empieza a no haber sitio para la envidia, empezamos a dejar de compararnos unos con otros, de medirnos unos a otros, y empezamos a ser libres y a ser capaces de querer con sencillez a todos, a nuestros familiares, a nuestro marido o a nuestra mujer. Cuando no lo medimos. Cuando tenemos nuestra mirada puesta en el amor infinito de Dios, en la gratuidad infinita de Dios.
Que el Señor nos conceda asomarnos a ese misterio insondable de amor, que es lo único, además, que explica bien nuestras vidas. Cuando uno tiene experiencia de ese misterio, puede decir eso que dice San Pablo (aplicable a nuestro tiempo y a nuestras circunstancias en medio de esta pandemia): “La verdad es que me da lo mismo morirme que quedarme, pero, si me necesitáis, me quedo con vosotros”. Esa libertad, hasta con respecto a la muerte, para quien tiene experiencia del amor infinito de Dios, es casi algo espontáneo. Pero, qué lejos estamos todos de ella, Dios mío. Un poeta americano decía hace veinte años, describiendo al hombre de nuestra sociedad y de nuestro mundo: el hombre moderno tiene miedo mas que a dos cosas, a conocer a sus vecinos y a morir. Que no sea ese nuestro caso, somos hijos de Dios. Hemos conocido un amor infinito y, a lo mejor, apenas lo entendemos o apenas hemos asomado a él, pero somos conscientes de que sólo una vida fundamentada en ese amor, en esa misericordia infinita, en esa justicia hecha de amor sin límites, hace la vida digna de ser vivida.
Que el Señor nos conceda crecer y crecer en esa experiencia, para que seamos cada día más libres, cada día más capaces de amar a Dios y a nuestros hermanos. Que así sea para todos nosotros. Que así sea para toda nuestra familia, nuestros amigos, para todos los hombres. Sería un mundo bonito. Un mundo donde la clave de nuestras relaciones fuese siempre el deseo de nuestro bien, el deseo de lo que tú necesitas, el deseo de tu felicidad. El amor, en otra palabra.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de septiembre de 2020
S.I Catedral de Granada