Homilía en la Eucaristía del segundo día de la Novena en honor a la Virgen de las Angustias, el 18 de septiembre de 2020, en la Basílica.
Fecha: 18/09/2020
El pasaje de la Carta a los Corintios que hemos leído en la Misa de hoy es de esos pasajes que son capitales para la fe cristiana y para el hecho cristiano. Nos descubre que el cristianismo no es, como recordaba justamente en el comienzo de una de sus encíclicas el Papa Benedicto XVI, una doctrina moral, ni siquiera una sabiduría humana: es un Acontecimiento. Es la Resurrección de Jesucristo. Es el Acontecimiento y es un Acontecimiento único. Único en la historia. No tiene más que otro paralelo que nos lo recuerda la noche del pregón pascual, y ese paralelo es la creación del mundo. Y fijaros, de las dos cosas, que son las más importantes que han sucedido jamás, no podemos dar que testimonio. No podemos verlas con nuestros ojos. La Creación la deducimos de las obras, la deducimos de nuestra experiencia humana. Luego, nos la ha revelado el Señor en la Tradición de la Escritura, en la fe del pueblo de Israel, pero nadie puede, tendríamos que estar fuera del mundo para poder ver la creación del mundo. Y tendríamos que estar fuera de la historia para poder ver el hecho de la Resurrección. Sólo tenemos el testimonio de los apóstoles y el testimonio de veinte siglos de santidad en la historia de la Iglesia.
Fijaros, la Iglesia es una comunidad humana, pero cuya vida, cuyo esqueleto, cuya alma es el Espíritu Santo, por lo tanto, cuya vida es divina. Como comunidad humana podemos reconocer en ella todos los defectos que podemos reconocer en cualquier otra comunidad y en veinte siglos de historia. Dios mío, anda que no ha habido miserias, mezquindades, mediocridades, torpezas, pecados, crímenes horribles… todo lo que queráis. Todo lo que los seres humanos damos de sí (que no es mucho). Sin embargo, hay algo en lo que la Iglesia es diferente y es la innumerable colección de santos, y “no santos” (veréis, santos de todas clases, de toda condición, no santos de un solo tipo). Cuando uno se asoma un poquito a la santidad en la vida de la Iglesia, te das cuenta de que hay santos de todas las edades; que hay santos que eran personas cultísimas, inteligentísimas, como un san Agustín por ejemplo, o tantos otros. San Ambrosio, Doctores de la Iglesia, san Efrén, poetas, escritores, cantores. Y luego hay santos muy humildes, la inmensa mayoría de ellos. Son santos humildes. Incluso esos tan grandes como un santo Tomás por ejemplo. Santo Tomás quería quemar todas sus obras poco antes de morir porque decía que no valían para nada, y quería que las quemaran (afortunadamente, no le hicieron caso y nos han servido para alimentar a muchas generaciones de cristianos).
Cristo ha resucitado porque el testimonio de la Iglesia no engaña. Y no engaña porque también nosotros podemos darnos cuenta en nuestra propia vida. No os creáis que hay que fiarse solo, sino que, en nuestro propio interior, nosotros cuando acogemos a Cristo, cuando acogemos el testimonio de la Iglesia, cuando nos sentimos gozosos de pertenecer a este pueblo que es un pueblo de santos.. Los santos canonizados yo creo que forman, y son miles y miles (no cabría la lista de ellos en el suelo de esta iglesia)…, pero los santos canonizados son a lo mejor el dos por mil, o el uno por mil, o el uno por diez mil de los santos que forman el pueblo cristiano, la inmensa mayoría nunca serán canonizados.
Yo llevo muy poco vivido, porque la vida de un hombre aunque sean muchos años es siempre muy corta, y he conocido a muchos santos muy grandes en el pueblo cristiano. Y me siento orgulloso de ser hijo de un pueblo de santos que sé que nunca saldrán en los periódicos. Cada día de la Ofrenda floral a la Virgen de las Angustias cuántos rostros ves resplandecientes de fe, o resplandecientes de esperanza, con una súplica que brota desde lo más profundo de las entrañas. O en la procesión del día de la Virgen de las Angustias. Dios mío, uno se siente orgulloso. Más que orgulloso. Orgulloso no es la palabra. Agradecido, de pertenecer a un pueblo tan bello. Que yo no conozco en la historia nada tan bello como el pueblo cristiano, y aunque sea un pueblo que permanentemente está amenazado, que permanentemente corre peligro, corre peligro en cada uno de nosotros no sólo por amenazas que vengan de fuera, sino porque cada uno de nosotros podemos traicionar al Señor, darle la espalda al Señor, olvidarnos de Él. Y sin embargo, el Señor permanece fiel a nosotros.
Y como Él permaneces, Tú, Madre nuestra. Menudo regalo te hizo el Señor en la cruz. Dios mío, asumir a toda la humanidad como hijos tuyos, qué carga y qué amor, para asumir esa carga con la misma sencillez con que asumiste ser la Madre del Redentor. Con la misma sencillez con que Jesús asume Su Pasión, “voluntariamente aceptada”
-decimos cada día en la liturgia-. Al sí de Jesús, a la Encarnación, Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero “me diste un cuerpo, y entonces yo dije “’aquí estoy, Señor, para hacer Tu voluntad’”. Ese es el sí de Cristo. Y al sí de Cristo corresponde el sí de María. Y al sí de María le acompaña el sí de nuestras vidas, de tantas vidas cristianas que, en medio de muchas fatigas, de muchos dolores, hasta en medio de muchas pequeñeces y de muchas faltas, Te decimos que sí Señor. Y Te lo decimos con gusto porque sabemos que fuera de Ti no sabríamos respirar, no sabríamos vivir, no se ensancharía nuestro corazón, no podríamos desear el bien de todas las personas con las que nos cruzamos en el camino.
Yo hago un ejercicio que, para un pastor, es bonito y me gusta hacerlo, lo confieso. Vengo, a lo mejor, recorriendo desde mi casa aquí o tengo que hacer un tramo de calle por cualquier parte, por la Gran Vía o por donde sea, y trato de decir “buenas tardes”, o “hola”, “hola pandilla, ¿qué tal os va?”. Y sé que a muchos les llama la atención, pero digo “son mis hermanos, son mis hijos, son mi familia”. Y si ellos no son creyentes, también son llamados a serlo y algún día nos encontraremos bajo la mirada misericordiosa y amorosa del Señor. Y me gusta hacerlo por eso, porque es como tomar conciencia de una relación que tiene como horizonte el mundo entero. Las personas que no somos creyentes, con nombre y apellido, son unos pocos cientos en nuestra vida, por muy dilatada que sea esa vida y por muchas personas a las que se pueda llegar. Pero así, conocer, conocer, conoces a unas pocas personas a lo largo de la vida, pero, sin embargo, dices “nuestro horizonte es el mundo entero”. No eran más que Doce, como dice el Evangelio de hoy, y el Señor les mandaría, después de su Resurrección, “Id al mundo entero y anunciad la Buena Noticia”, es decir, prolongad la misión de Jesús.
Dejadme decir dos palabras sobre el Evangelio. El Evangelio pinta a Jesús justamente anunciando la Buena Noticia por los pueblos de Galilea, y de Judea, de Samaria. ¿Y cuál era / es la Buena noticia? El amor infinito de Dios, el perdón de los pecados. Se habían cumplido las promesas hechas a los antiguos patriarcas y las promesas que habían escrito los profetas, los oráculos de los profetas: que la salvación de Dios había llegado, que el año de gracia del Señor había comenzando, y que todas las esperanzas del pueblo de Israel se cumplían, porque, de alguna manera, estando Jesús en la tierra estaba el cielo en la tierra, estaba Dios en medio de nosotros. Y por eso, la misión de la Iglesia es la continuación de la misión de Jesús. Pero fijaros, dos detalles del Evangelio que es muy sencillos. “Comenzó a predicar el Evangelio por los pueblos de allí acompañado por los Doce”. Los Doce representan las doce tribus de Israel. Comienza una humanidad nueva. Empieza un Israel nuevo. Empieza un pueblo nuevo. Un pueblo de hijos de Dios, que participan de la vida divina; que son invitados por el mismo Jesús a tomar parte en Su Espíritu, porque reciben del Señor la indicación de llamar a Dios Padre. ¿Quién se habría atrevido a llamar jamás a Dios “Padre”? Pero algo nuevo empieza con Jesús y ese algo nuevo es un pueblo nuevo. Un pueblo que está destinado a llegar a todos los rincones del mundo y a permanecer todos los siglos de la historia.
Y el otro detalle del Evangelio de hoy: ningún rabino de aquella época dice “iba acompañado por los doce y por algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malos”. María Magdalena no sabemos si es la misma mujer pecadora de ayer, no lo sabemos. Pero lo que nos dice el Evangelio de hoy es que habían salido de ella, le había sacado el Señor “siete demonios”… Otro grupito de mujeres fueron las que estuvieron junto a la cruz, fueron más valientes que los apóstoles, todos menos Juan en el momento de la cruz. Es curioso, la nueva humanidad empieza con un nuevo Adán que es Jesús, una nueva Eva que es María y un grupo de mujeres, un grupo de hombres que representan al nuevo Israel.
Esta es la proclamación de la dignidad de la mujer, que no nace con la Ilustración y con la Revolución Francesa. Que no. Que nace con Jesucristo. El orgullo de nuestra raza, y no de una raza aria o semita, sino el orgullo de nuestra humanidad, la cima más alta de nuestra humanidad para que quienes hemos conocido a Jesucristo es una mujer que representa a la Iglesia, que representa a la humanidad redimida. Hay muchos testimonios en el cristianismo primitivo. Las primeras biografías que conocemos de mujeres son un grupo de mártires, vírgenes y mártires de los primeros siglos. Algunas muy jóvenes, como santa Inés, trece años, pero que se negó a dejar que su padre la obligara a casarse con alguien (que era algo que permitía la ley romana: el padre tenía potestad sobre la vida de una hija y sobre el matrimonio de una hija), y esta pandilla dijeron “yo he dado mi vida a Jesucristo y nadie dispone de ella más que Jesucristo”. Y fue su misma familia la que la mató.
Pero Jesucristo -como dice el Salmo, “Su Gracia valía más que la vida”. Y son las primeras mujeres de las que tenemos verdaderamente en la historia un testimonio biográfico. Grandes. Perpetua, Felicidad, una señora, gran señora romana, otra, una esclava, murieron juntas porque eran las dos cristianas. Cuando uno es de Cristo no hay ni judío, ni griego, ni bárbaro, ni escriba, ni esclavo, ni libre, porque todos somos uno. “Ni hombre, ni mujer -dirá también San Pablo-, porque todos somos uno en Cristo Jesús”.
No es casualidad. Ningún rabino de los itinerantes que había en tiempo de Jesús iba acompañado de sus discípulos y entre sus discípulos un grupo de mujeres. Jesús lo hizo. Estaba también transformando la historia al hacer aquello. Y de ese ejército inmenso de mujeres santas, muchas son nuestras madres, que ha llenado la historia de la Iglesia. Sería precioso el describir, por ejemplo, toda la evangelización de Europa. Entre los siglos V, se la solemos atribuir a san Benito, pero no es toda la verdad. Es verdad que los monasterios benedictinos jugaron un papel muy grande. Pero fueron un montón de princesas cristianas que convirtieron a sus padres, desde Rusia hasta España, hasta la hija del rey Leovigildo. Son las que evangelizaron Europa, claro que sí. Todo un grupo de madres fantásticas y todas son como tu continuación. Yo pensaba, lo pensaba hoy todo el día: “Madre nuestra, ¿quién es ese que Tú tienes en tus rodillas, ese que Tú tienes en tu regazo? Es Tu Hijo, Jesucristo, pero somos cada uno de nosotros”. Y yo pensaba en esos matrimonios heridos que se han roto, que viven con el sufrimiento de su ruptura, con un sufrimiento que a lo mejor nunca serán capaces de curar en la vida, de esos hijos que se han alejado de lo que han recibido de sus padres, que odian a veces a sus padres, de esos jóvenes perdidos que van buscando la felicidad y el amor sin saber, con un deseo muy grande de vivir algo más de lo que ofrece este mundo pero que no saben dónde está, porque no lo han conocido nunca; o porque sólo lo han conocido en sermones, en palabras, en discursos, pero no lo han conocido en experiencia. Encontrarse con una persona que tomase sus vidas en serio; que les quisiera como Tú Señor nos quieres. Todos esos son tus hijos, somos tus hijos. Todos nosotros, pecadores, y nos has acogido con la misma ternura, con el mismo amor que tuviste a Tu hijo cuando entregaba Su vida por nosotros, cuando ya la había entregado, y todo el mundo pensaría que Tú Le habías perdido. Y no Le habías perdido (¡qué va!). Empezaba tu verdadera, tu gran historia. “Todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.
Ya han pasado dos mil años, que no es cualquier cosa, y era un pueblecito, aquel pueblecito de Nazaret y de doscientos habitantes, más pequeño que muchos de los pueblos de la Alpujarra nuestros; y aquella mujer dijo eso y aquí estamos nosotros. Y la queremos. Y sabemos que es nuestra madre. Y la tratamos como nuestra madre. Y nos acogemos a Ella como si fuéramos hijos pequeños que no saben vivir, que necesitan de tu mano, de tu protección, de tu ternura para vivir, para afrontar el mundo en el que estamos.
Soy muy consciente de que en este tiempo de pandemia, de tantas dificultades, que ha roto tantas vidas, tantos corazones, que nos ha herido a todos de tantas maneras diferentes, Tu regazo, Señor, está cargado de un montón de hijos. Soy muy consciente de que esta situación nos ha hecho a todos muchos daño y, sin embargo, Tú estas ahí fiel y nos acoges a todos, y nos quieres a todos. Y quisieras comunicarnos a todos la esperanza de la Resurrección, la que expresaba San Pablo y la que expresaba el Salmo: “Al despertar, Señor, me saciaré de Tu semblante”. Claro que sí: “Al despertar…”, mientras estamos aquí. Si estamos medio en penumbra, medio a oscuras, sólo vislumbrando Tu amor y Tu gracia. Y un día nos despertaremos y nos saciaremos de la gloria de Tu Rostro. Y Tú, Madre, nos acompañarás en ese momento también como nos acompañas ahora.
Que seamos conscientes simplemente de esa compañía. Que la pidamos para todos aquellos que no la sienten, que no la conocen, que no la experimentan, que no saben que vivir es distinto cuando uno ha encontrado el amor del Señor; que vivir es distinto cuando uno sabe que tiene a María por madre. Y no es porque uno sea mejor, sino porque es un tesoro tener semejante Redentor, poder vivir con la vida del Hijo de Dios, y poder vivir sostenido y acompañado por una madre como la madre del Hijo de Dios.
Que el Señor multiplique en nosotros la conciencia de ese gozo y que, al mismo tiempo, nosotros podamos comunicárselo a muchos otros que lo necesitan. Que lo necesitan no para ser buenos cristianos, sino para vivir, para estar contentos, para poder mirar a la vida con esperanza y con algo de amor.
Que la Virgen nos escuche esta súplica.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de septiembre de 2020
II día de Novena en honor a la Virgen de las Angustias
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias