Homilía en la Santa Misa en el VI día de Novena en honor a la Virgen de las Angustias, en la Basílica, el 22 de septiembre de 2020.
Fecha: 22/09/2020
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes;
Hermano Mayor y miembros de la Junta de la Hermandad de Nuestra Señora de las Angustias;
hermanos y amigos todos:
Yo me daba cuenta de que estos días que vengo predicando la Novena todos los días predico lo mismo. Es decir, todos los días hablo como de un fundamento que es siempre el mismo y pienso que igual os termino cansando. Pero es que tengo la manía de que tenemos que recuperar ese fundamento o estamos perdidos. Ese fundamento es el amor infinito de Dios. Todos los días, yo soy consciente de que, aunque tuviera “ocasiones” diferentes, el Evangelio expresase verdades diferentes en apariencia, al final el fondo del Evangelio; el fondo de la Buena Noticia es esa. Pero a mí me gustaría que esa Noticia Buena penetrase hasta el fondo de mi corazón. Pero un poquito tengo la sensación (porque a mí mismo me pasa), que hemos oído hablar tanto del amor de Dios o de la misericordia de Dios que lo hemos hecho como una cosa blandita que casi no tienen ningún poder de garra sobre nuestras vidas. Yo quiero hablaros del trasfondo que tiene ese anuncio del amor de Dios precisamente para que nos diéramos cuenta de la importancia que tiene; de que no es simplemente un buen consejo piadoso o una frase bonita para sentirnos tranquilizados en nuestras vidas. Y hoy, voy a sacudiros un poco, hablando de la realidad que estamos viviendo, ¡no para asustaros! Yo creo que, si lo que yo tengo es un cáncer o una úlcera de duodeno, que no me den cataplasmas o que no me den almax; que intervengan, que actúen, aunque sea más doloroso; pero prefiero afrontar el dolor de una operación a acordarme de que tengo cáncer cuando ya no tiene ningún arreglo.
Una cosa buena que nos puede siempre, siempre dar esperanza es justo la certeza de que nuestras vidas están edificadas sobre esa roca y no hay otra: que es el amor infinito de Dios. Hoy (…) cogí un taxi y le he preguntado al taxista “¿qué tal está?”. Me dice: “Pues mire, tengo la gracia de Dios y lo demás no me importa demasiado”. Y dije: mira, este es un hombre inteligente y un hombre de fe. Lo ha hecho así, directamente. Yo pienso que lo que nos engaña, porque nos da alegrías falsas, son los cataplasmas. Lo que nos engaña es la publicidad. El 99% de la publicidad es engañosa, es falsa. Trata de alentarnos. Es como cuando cantábamos lo de “Resistiré”, y yo decía, “cuando uno está en la UCI, no puede cantar ‘Resisitiré’”. Es decir, “resistiré mientras pueda, pero de qué me vale a mí engañarme a mí mismo cantando algo que sé que no es verdad. Resistiré lo que pueda o mientras pueda”. O mi vida se apoya en la esperanza de la vida eterna, o mi vida se fundamenta en el cimiento sólido del amor de Dios, o no es nada. ¿Qué es lo que quiero deciros? (…) Nos dan un optimismo de “todo a cien”, optimismo de andar por casa, optimismo tontorrón, estúpido en el fondo, pero no nos dan una conciencia de lo que estamos viviendo.
Yo creo que lo que estamos viviendo, os lo digo sinceramente, es una guerra. Obviamente no hay bombas, no hay destrucciones de ciudades, no hay bombardeos de aviones como los bombardeos que hacía la Alemania nazi sobre Inglaterra. Es, probablemente, una guerra comercial, pero es una guerra, que, por primera vez, como guerra comercial, ha embarcado al mundo entero en esa guerra. Y el Papa ha descrito la situación que estamos viviendo, ya casi desde el principio; y el Papa Benedicto XVI, si sabemos leer las cosas que decía; y hasta el Papa Juan Pablo II. El Papa Juan Pablo II hablaba de la cultura de la muerte y todos nos creíamos que era una frase piadosa, bonita, para asustar un poquito. No, la cultura de la muerte era la cultura de la muerte. Y en esa misma época que el Papa decía eso había teólogos que decían “el hombre contemporáneo, el hombre del final de la modernidad, está enamorado de la muerte”, y ese enamoramiento con la muerte no puede conducir más que al hundimiento de esa sociedad. El Papa lo ha dicho: estamos en un cambio de época. Yo creo que estamos en el final…
Me viene una imagen, la comparto con vosotros, como un hermano con otros hermanos. Todos habéis visto (…) el Titanic. Y todos recordáis la orquesta que estaba tocando en el Titanic. No entendáis que esto es un juicio sobre la orquesta, los de la orquesta fueron héroes que se mantuvieron tocando los instrumentos hasta que se hundieron en el agua, pero había gente en el barco que les decían “no, tocad, tocad, seguid tocando”. Yo creo que mucho de la publicidad que vivimos, mucha de la publicidad que sufrimos nos dice “seguid tocando, que esto pase, que esto pase, que pase cuanto antes, que va a pasar enseguida”, y estamos en el Titanic.
Yo pensaba viniendo para acá, “¿cuál es el primer anuncio serio de que estábamos en el final de una época?”. A todos os suena el nombre de Dostoievski, pero hay una novela de Dostoievski que lo describe con una crudeza y con un realismo que tiene una actualidad hoy. Ojalá alguna editorial la sacase en una traducción reciente: “Los demonios”. A veces lo han traducido como “Los demonios” y a veces como “Los endemoniados”. Es en una ciudad de provincias cómo se produce una introducción de unas ideas, que parece que no son peligrosas, parece que no pasa nada, que aquello no tiene más influencia inmediata en pequeñas cosas, y la novela termina con el incendio de la ciudad.
Yo creo que es el primer anuncio de la caída de la modernidad. Han seguido muchos a lo largo del siglo XX, muchos (…), recuerdo simplemente algunos. Lewis, a quien todo el mundo conoce como el autor de “Las crónicas de Narnia” y como el autor de “Las cartas de un diablo a su sobrino”, tiene un librito escrito allá por los años cincuenta que se titula “La abolición de lo humano”. ¡La abolición de lo humano! Es decir, el final, porque lo humano: la razón, la libertad, el afecto, las reglas humanas de vida han sido abolidas, y entonces vale todo. Y nos seguimos escandalizando porque percibimos que hay ambientes o círculos de nuestra vida social donde la gente empieza a decir que vale todo y nos rasgamos las vestiduras. ¡Que no! Que lo de “vale todo” lleva ciento y pico años funcionando. Y hoy se sabe que la bomba atómica no fue tirada para salvar vidas, porque el emperador de Japón tenía decidido al día siguiente o a los dos días firmar la rendición y la capitulación de Japón. La bomba atómica fue tirada para hacer una demostración de fuerza que impresionara a la Unión Soviética. Que el “vale todo” lleva rigiendo, en este final de la Modernidad, mucho tiempo, y que las vidas humanas no cuentan nada y que las reglas, que siempre tratan de justificarse moralmente de una forma o de otra, son meras apariencias en muchos casos, porque detrás de ello no hay nada más que intereses económicos, políticos, de poder o de negocios.
Estamos ante una cultura que se hunde y que se hunde porque está edificada sobre supuestos falsos. Un supuesto falso es el supuesto del progreso siempre lineal. Otro supuesto falso es la del individuo como creador de sí mismo, y fundamento y constructor de su propia felicidad. La desaparición de las comunidades humanas. El Estado moderno en todas sus formas ha liquidado (y lo mismo en los Estados Unidos que en la Unión Soviética lo hacía Stalin), de maneras diferentes, con tácticas diferentes, con procedimientos diferentes, pero las comunidades humanas –humanas en un sentido verdadero, en un sentido de poder conocerse, de poder ayudarse verdaderamente–, prácticamente han sido sustituidas por las megalópolis, por las grandes sociedades anónimas, por un mundo de desconocidos. Y si todavía en una ciudad como Granada nos conocíamos, ahora ya con la “menos-carilla” que nos queda, a costa de la mascarilla, hemos dejado de reconocernos. O sea, podemos no reconocernos ni siquiera. Ni siquiera amigos, ni siquiera personas que se conocen bastante bien. No. Y no estoy luchando contra las mascarillas, entendedme, Dios mío. Pero repito, si yo tengo un cáncer no quiero que me digan que es un catarro y que me van a curar con una aspirina.
Estamos en una sociedad que se hunde. Cuando el Papa hablaba de la cultura de la muerte, ¡hace cuarenta años!, no estaba diciendo una metáfora. Europa se muere. Nos morimos a chorros, pero nos morimos dulcemente, nos morimos pudiendo consumir, deseando que pasen las cosas para que podamos volver a consumir como antes. Nos contentamos con poder consumir y, al contentarnos con poder consumir, firmamos la aprobación a los decretos que han abolido la humanidad del hombre. Decir que esta cultura se está muriendo no es para nada decir que no hay esperanza. No. Hay una esperanza, en primer lugar, en Dios, y luego, cuando hay una guerra, hacen falta luchadores, hacen falta guerreros. La mayor dificultad de esta guerra es que, como no se sabe, como no hay un juicio claro de cuál es el enemigo, como no se puede identificar y los enemigos no son casi nunca políticos… La política no es más que un teatro, un espectáculo en general. Estas guerras son mucho más profundas y nacen de raíces mucho más profundas, pero hace falta alguien que resista, hace falta un pueblo que sea capaz de resistir, que sea capaz de promover una cultura diferente. ¡Esa es la resistencia que hace falta! El hecho de ser cristianos, el hecho de creer en Jesucristo y conocer a Jesucristo, y el hecho de vivir bajo la protección de María, nos da la fuerza, nos da la claridad de juicio, nos da las tareas que tenemos. ¿Cómo se reconstruye el mundo? Pues, hay que reconstruir una cultura. No empezando por la política; la política son siempre los últimos lugares a donde llega el agua de los ríos en las desembocaduras, sitios de marismas, por lo general. Se reconstruyen las fuentes, se reconstruye allá donde brota el manantial a borbotones. Ahí es donde hay que construir. Construir las relaciones humanas y los motivos de las relaciones humanas.
Entonces, los cuatro días que me quedan de la Novena, yo voy a hablar del designio del Señor acerca de las relaciones humanas en cuatro ámbitos. El primero, el de la familia. Y repito, la política es lo último. El segundo, el del trabajo. El tercero, el de los intercambios humanos. Son cuatro ámbitos en los cuales no hay existencia humana, desde la noche de la Historia, la familia, empezando por el amor esponsal y la paternidad y la maternidad, pero la familia, el trabajo, los intercambios que constituyen la economía. Lo que los griegos llaman el ágora, que no era un sitio de discusión sólo, sino ante todo un mercado; un mercado donde se intercambiaban toda clase de bienes, ¡también los bienes intelectuales! Pero toda clase de bienes, también productos de comer. Y la vida en la polis, es decir, una cierta concepción de la sociedad y de la autoridad. Y los cristianos, sólo por el hecho de creer en Jesucristo, representamos una novedad en esos cuatro ámbitos, y si no la representamos es porque estamos tan domesticados por la cultura dominante, por la cultura mediática, por la cultura del espectáculo, de la publicidad y de los anuncios que, sencillamente, no significamos nada en el mundo en que vivimos. Nuestra fe no significa nada, no cambia apenas nada, porque concebimos el amor como lo conciben las series de Netflix, concebimos la familia como la concibe el mundo. Con lo cual, prácticamente se nos hace casi muy difícil comprender ni siquiera lo que es un matrimonio, algo que era conocimiento de la gente más humilde en cualquier cultura tradicional, pero hemos sido desarraigados de toda cultura tradicional, para que no tengamos más cultura que la que proyectan sobre nosotros los medios, y de esa cultura somos, dejadme que lo diga, esclavos muy dóciles, ¡muy, muy dóciles!, sumamente dóciles.
Conocer a Jesucristo significa cambiar las categorías de nuestra percepción de la familia. ¿Y cómo las cambiaría? Pues, como el Evangelio de hoy. Cuando vienen a verle a Jesús su madre y sus hermanos, Él dice: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Quienes cumplen la Palabra de Dios son mi madre, mi hermana, mi hermano… esos son mi familia”. Jesús lo había enseñado ya. Pero Jesús no enseñaba nada que no ponga Él en práctica primero y, al mismo tiempo, y esa es su autoridad o uno de los motivos de su autoridad. Porque había dicho: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”. Es casi escandaloso. Nosotros decimos, “no, no, si la familia es lo más grande”, después de la salud, que es un valor individualista. Pero la familia es lo más grande. Eso, con la “boca chica”, para las estadísticas. Porque luego, el resultado es que nuestras familias se rompen hace muchos años.
No descubriremos, no seremos capaces de vivir la caridad -diríamos, el heroísmo-, la grandeza de amor que exige un matrimonio o que exige una familia; no estaremos a la altura ni siquiera de eso (que es una realidad humana creada, que no específicamente cristiana) más que si Dios está en el centro de nuestra vida. Cuando Tú, Señor, estás en el centro de nuestra vida, no es que amemos menos a nuestros padres; es que estamos en condición de amarlos como tienen que ser amados y donde Tú faltas, suceden dos cosas. Ninguna de las dos tienen mucho que ver con el amor: o la idolatría de la familia o, al mismo tiempo y casi a la vez, y con frecuencia una detrás de otra, el resentimiento contra la familia. Quien idolatra el matrimonio y no lo ama desde Dios, y por Dios y en Dios, generalmente termina siendo su matrimonio un lugar de frustración y de resentimiento, y un resentimiento que no se resiste a sí mismo y que muy fácilmente termina en ruptura, cuando todo en el aire contaminado en que estamos acostumbrados a vivir, nos invita a la ruptura y a la división. Pero incluso el amor a los padres, a quienes les debemos la vida, deja de ser verdadero amor en cuanto se convierte en una idolatría y el modo en que los padres aman a los hijos es tan proteccionista, tan favorecedor de la idolatría a los padres, que los hijos no crecen y no maduran. La cantidad de niños narcisistas, la cantidad de niños con problemas de sobreprotección por parte de sus padres, es inmensa. A cualquier dificultad se ven más…. ¿Qué padres educan a sus hijos al heroísmo? Pero, qué sociedad puede vivir sin héroes o sin santos. Ninguna. ¿O es que pensamos que la vida basta con vivirla y dejarse llevar?
No habrá recuperación de la vida familiar mientras no recuperemos el puesto que Jesucristo, Esposo de la Iglesia, que nos enseña que el secreto de un matrimonio, que no es más que una imagen pálida del amor de Dios por la humanidad, y que se realiza plenamente en cada Eucaristía, es justamente que el esposo tenga el heroísmo de dar, concretamente, la vida, por la vida de su esposa y de sus hijos. Y que esté en condiciones de dar la vida por la vida de su esposa y de sus hijos. Eso fue durante veinte siglos, sin cursillos prematrimoniales, sin grandes planes pastorales, ni discursos, ni cosas así, aprendían los padres cristianos perfectamente. Hoy no. Hoy tenemos todo eso y tampoco lo aprendemos.
Quiero dirigirme a la Virgen de las Angustias. Claro que quiero dirigirme a Ella. A Ti, Señora, a Ti que eres nuestra Madre, a Ti que nos has dado un hijo que es el Esposo, el Esposo que es capaz de dar su vida por la humanidad entera, por aquellos que no lo merecemos, que no lo mereceremos jamás, y que nos muestras quién es Dios, pero al mostrarnos quién es Dios, nos muestras cuál es nuestra vocación, cuál es la vocación a la que hemos sido llamados, porque somos imagen de Dios.
El matrimonio no es un libro de cuentas de “haber” y de “debe”. El matrimonio es un cheque en blanco. Pero, para dar un cheque en blanco, hace falta ser capaz de arriesgar la vida. Quien no es capaz de dar un cheque en blanco y arriesgar la vida no es capaz de sostener un matrimonio, claro que no. Y si, cuando comprendemos eso, nos echamos para atrás, pues pone de manifiesto que es que no sabemos, ya se nos ha olvidado lo que es un matrimonio. No es una sociedad donde tenemos que hacer cuentas mensualmente.
Madre, Virgen de las Angustias, tenemos que redescubrir nuestra humanidad y empezando por las cosas más básicas. Tenemos que aprender el abecedario de lo que significa ser humano. Que Cristo no ha venido para que seamos más piadosos o para que seamos más buenos. Cristo ha venido para que podamos vivir la vida humana con plenitud, con alegría, con gratitud. Siendo capaces de arriesgarla y de darla, como Tú la das por nosotros, y como tú, Madre, la das junto a tu Hijo y nos lo ofreces cada día en la Iglesia, en la Eucaristía.
Ayúdanos a redescubrir esta humanidad. Ayúdanos a luchar por las familias, pero no ideológicamente hablando de la familia y de los bienes de la familia, y de la poesía, de lo bonita que es una familia. La familia es una tormenta -decía Lewis-, siempre es un barco en mitad de una tormenta y necesita una brújula celestial, para sortear los escollos de la tormenta y del viaje. Necesitamos esa brújula celestial. Te necesitamos a Ti, Señor, para redescubrir de nuevo, poder hablar de la familia sin que sea una cosa rosa, a lo Walt Disney y blandita, sino conscientes de lo que decimos, conscientes de lo que implica defender un matrimonio. Conscientes de lo que implica defender una familia. Conscientes de que Te necesitamos a Ti, Señor, día a día y todos los días, para poder sostener nuestro amor, el de los esposos y el de los padres a los hijos y el de los hijos a los padres, porque todos somos hijos, antes de haber sido padres.
Que la Virgen nos ayude en esta tarea, que es fundamental, que es esencial. No cambiará el mundo porque cambien los políticos. Cambiará el mundo cuando un germen, un comienzo de pueblo cristiano, pueda volver a nacer, que pueda mostrar otras categorías de vida, otra forma de vida, otra forma de relacionarnos, otra forma de amar. Otra cultura. Desde un pueblo. El germen de ese pueblo se llama Iglesia y no hay otro. Y esperar que otros arreglen lo que los cristianos no somos capaces de vivir, es una forma de engaño, de autoengaño, probablemente la más peligrosa de todas. Que la Virgen nos proteja también de eso.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
22 de septiembre de 2020
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias
VI día de Novena en honor a Nuestra Señora de las Angustias