Homilía en la Misa del jueves de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario, el 15 de octubre de 2020.
Fecha: 15/10/2020
Si lo pensamos un poco bien, nos damos cuenta de que un rasgo que distingue a nuestro cristianismo, o a nuestra experiencia cristiana mejor, de la experiencia cristiana de otros pueblos europeos es que para nosotros casi los padres fundacionales son los grandes santos; la serie, la especie de rosario de grandes santos que hubo en el Siglo de Oro, a partir del siglo XV, después del final de la Reconquista, sobre todo, en el siglo XVI y siglo XVII.
Lo que hay antes que eso, para nosotros, de alguna manera es prehistoria. Quiero decir, no los conocemos, no los sentimos como parte de nosotros y eso, por ejemplo, no sucede en la Europa central, o en Inglaterra, donde su tradición remonta sin interrupción a los primeros monjes celtas o a los santos evangelizadores del siglo V, del siglo VI. Es un rasgo que es bueno comprender. Nuestro cristianismo encuentra su paternidad normal en san Ignacio de Loyola y los Ejercicios Espirituales, que, aunque sean extendidos por la Iglesia universal, tienen una fuerza y una vitalidad en la Iglesia en España que no han tenido tampoco en otros lugares. Santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Pedro de Alcántara, san Francisco de Borja, san Juan de Ávila, san Juan de Dios… Y la lista puede alargarse bastante con nombres menos conocidos.
Hoy celebramos, probablemente, a la mujer que es más conocida y más amada, y más leída (sigue siendo leída incluso por gente joven): “El libro de la vida” o el libro de “Las Moradas”. Por otra parte, su historia es preciosa. La de una mujer que, habiéndose querido consagrar al Señor, vivió una vida bastante distraída y bastante superficial, hasta un momento de su vida en que descubre a Jesucristo. Porque la gran aportación de aquel tiempo a la cultura humana es que, también con el descubrimiento y difusión de la imprenta, los hombres descubren una cosa que se llama “interioridad”. Y a la espiritualidad se le cambia el sentido. Son los siglos donde lo que se ha llamado “el giro antropológico” comienza a producir sus primeros frutos culturales. Desde el hecho de aprender a leer sin mover los labios, que en la Antigüedad no se conocía (sólo se podía leer leyendo en voz alta), hasta una palabra como “espiritualidad” se entiende como una manera interior de vivir el hombre su relación con Dios y también su relación consigo mismo y con los demás, y mucho énfasis en la vida interior. Eso luego ha degenerado. Hoy se hacen cursos y los organizan a veces entidades muy seculares. “Un curso de espiritualidad”. Pero lo que se entiende por espiritualidad es unas pocas técnicas de meditación o de relajación, o de cosas así, donde ya no hay trascendencia. La espiritualidad en la Antigüedad era siempre la vida del Espíritu Santo en nosotros. Hoy habla uno de espiritualidad y es como la vida de nuestro espíritu y se puede hablar de espiritualidad sin ninguna relación trascendente ni a Dios, ni a nada. En ese momento se estaba descubriendo esa vida interior. Fue la época también de los “iluminados”, que eran los que empezaban a vivir esa vida interior, esa espiritualidad, pero más centrada en el hombre y en lo que el hombre hace por Dios que Dios mismo.
Yo sí quisiera subrayar dos puntos de la espiritualidad o del camino espiritual de santa Teresa. Uno es el descubrimiento de Jesucristo, de la Persona de Jesucristo, de la humanidad de Jesucristo -subrayo lo de la humanidad de Jesucristo- como el centro de la vida que ordenaba todo lo demás. Y cuando Jesucristo es el centro, y no las preocupaciones de cada día y las amistades y las distracciones con los que ella reconoce que se distraía, entonces uno hace lo que tiene que hacer: recorrer España, hablar con unos y con otros, y en todas sus conversaciones, hasta en los escritos que escribió por obediencia, con una frescura que todavía nos llama la atención y con una profundidad que ha hecho de ella una Doctora de la Iglesia (ella una mujer sencilla), llama la atención cómo, en cualquier cosa (lo digo con una frase que todos conocéis), “Dios anda también entre los pucheros”. Puede estar uno haciendo lo que sea que si el corazón está en Cristo, aquello se hace con un amor diferente, se hace de una manera distinta. Al final, cada santo lo expresa a la manera de su época, como es natural, pero hay una continuidad entre los grandes santos. Por ejemplo, san Benito decía en su Regla, y lo dice por tres veces, que no es significativo: “Un buen monje es el que no antepone nada a Cristo”. Y nada es nada. Y si por amor a Cristo uno tiene que hacer el tonto o el payaso, lo hace. Y si por amor a Cristo uno tiene que dejar un día que los hermanos te vean participar en una cosa y atender a un enfermo, se atiende. Cristo es lo primero y lo determinante. Y es, entonces, cuando el hombre es libre. San Benito educaba a sus monjes en esa libertad. Y por eso se dedicaban a la contemplación. Pero si hacía falta hacer escuelas, hacían escuelas; si hacía falta hacer una universidad, hacían una universidad; y si hacía falta poner un hospital, ponían un hospital. Según las necesidades que fuera, todo se podía hacer desde Cristo.
San Bernardo hace lo mismo de otra manera. Santa Teresa, claramente su corazón estaba lleno de Cristo y en una relación de intimidad y de amor. Sus conversaciones con el crucifijo que tenía en la celda son de una belleza y de una humanidad preciosa. Porque Cristo pone todas las cosas en su sitio. Entonces, relación con Cristo: una relación que es amorosa, que es Amor. Ella era muy consciente de ser esposa del Señor, y de vivir, de hacer en la vida del Carmelo (eso es la vida consagrada y especialmente la vida consagrada contemplativa) regla de vida lo que es verdad para todo cristiano. La Iglesia entera es la Esposa de Cristo. La Iglesia entera puede vivir como Esposa de Cristo y puede vivir para Cristo. Aunque la relación con Cristo no es exactamente igual la de una mujer que la de un hombre. Pero, ciertamente, el núcleo de la vida cristiana es vivir para Cristo y que esa relación con Cristo sea una relación de amor, de amor esponsal en la mujer, y de amor de compañerismo y de amistad, de hermandad, en un hombre.
Y la tercera cosa es que cuando uno tiene a Cristo en el centro, todo se convierte en gracia. Hago referencia a otra santa, que también, de tradición carmelitana, pero el secreto de Teresa de Lisieux, de “su pequeño camino”, que aprendió de la Teresa “grande”, de Ávila, se resume en “Todo es gracia”. Pero voy a leer un trocito de Santa Teresa, de uno de sus poemas, y decidme si no es exactamente el mismo camino de “todo es gracia” esto que voy a leer de uno de sus poemas:
“Dadme muerte, dadme vida,
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz crecida,
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí:
¿qué mandáis hacer de mí?”.
Eso es exactamente la “indiferencia ignaciana”. Eso es exactamente la libertad de los hijos de Dios. Eso es exactamente el “todo es gracia” de Teresa de Lisieux: Señor, te tengo a Ti, lo tengo todo. Y lo otro, como es don tuyo, lo acojo; lo acojo, a veces con dificultad, a veces con gozo, pero siempre “a todo digo que sí, ¿qué mandáis hacer de mí?”.
Que el Señor, por intercesión de esta gran santa, nos ayude a nosotros también a crecer en el camino de la intimidad y del amor. Amor crecido –que diría ella-, amor fuerte del Señor.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada