Homilía en la Eucaristía del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, en la que se celebró el bautismo de una persona adulta y la admisión a las Sagradas Órdenes de tres seminaristas del Seminario Mayor “San Cecilio".
Fecha: 08/11/2020
Os decía al principio que es un gozo muy singular, muy especial, una ocasión muy única el que podamos celebrar al mismo tiempo vuestros ministerios, este paso en vuestro camino hacia la Ordenación Sacerdotal, y, al mismo tiempo, un bautizo. Porque están las dos cosas relacionadas, íntima y profundamente relacionadas.
El Señor, en el Evangelio de hoy, describe una boda para enseñar que tenían que estar vigilantes y tensos, porque no sabemos el día ni la hora en la que el Señor nos llama. Pero lo describe con la imagen de una celebración de una boda, que a nosotros nos resulta un poco peculiar, porque no sabemos cómo eran las bodas en tiempo de Jesús. Pero, cuando lo descubrimos, la imagen de la parábola es transparente. Antiguamente, estaban por un lado los amigos del novio y, lo que se llama a veces en el mundo anglosajón el “bestman”, estaba con el novio esperando también en la puerta de la tienda, y las amigas de la novia, que son las vírgenes de las que habla el Evangelio. Y, ¿qué es lo que estaban esperando? Las negociaciones de la dote de la novia entre las dos familias, que había que negociarlas. Normalmente, la boda estaba decidida muchos años antes y lo habían visto y lo habían hablado. Pero el día de la boda había que negociar y discutir el precio de la dote. Naturalmente, entre tazas de té, algunos pasteles de miel y cosas así. Y era muy importante que esa negociación no se hiciese deprisa, porque eso demostraba que los padres de la novia les costaba mucho prescindir de su hija y, si se hacía deprisa, si no negociaban mucho, si no discutían mucho la dote, parecía que estaban deseando librarse de su hija o que se casara ya y se fuera, y eso no es así.
Entonces, una boda era tanto más importante cuanto más duraban esas negociaciones, de tal manera, que hay relatos de beduinos en Palestina que, efectivamente, duraban hasta el amanecer, y entonces la parábola es transparente. Yo os llamo la atención sólo con una cosas, que tiene que ver también con nuestra celebración, con las parábolas de Jesús. En esta precisamente, de manera específica, no hay novio, o no se habla del novio. ¿Y por qué no se habla del novio? Porque el novio es Jesús mismo y las amigas de la novia son los oyentes, es la Iglesia. Es a la Iglesia a la que Jesús se dirige, como Esposo de la Iglesia. Curiosamente, el pasaje de San Pablo también nos habla de no tener prisa. Se ve que en las primeras comunidades cristianas algunos tenían mucha prisa de que llegara el Señor. Él les decía “vivid con esperanza”, y sin embargo, “ganaos el pan con el sudor de vuestra frente” y “el que no trabaja que no coma”. Pero, vivid con la esperanza puesta en el Señor que viene, que viene seguro. De hecho, ya está y lo que Nilda va a recibir es al Señor, no es otra cosa.
Y lo recibe de la manera que se recibían en la Iglesia primitiva y que todavía se reciben en las Iglesias orientales cuando es el Bautismo de un niño. Recibe los tres sacramentos: el Sacramento del Bautismo, que es un sacramento nupcial… Los tres lo son, en realidad. Es decir, que celebramos la boda del Señor contigo. Eso es lo que celebramos. La Alianza nueva y eterna, que se consumará con el don de la Eucaristía del Señor contigo, por la cual, Él te acompañará para siempre y no te dejará jamás. Eso no significa que en la vida no haya dificultades, o no haya enfermedades, o no haya cosas de este mundo que son complicadas -que las hay, las puede haber para cualquiera, para todos. Pero qué diferente es vivir la vida entera sabiendo que el Señor no sólo está cerca de mi, sino que está conmigo, está en mi. Somos uno. Y si me toca sufrir, es el Señor el que sufre conmigo y en mí: es el Señor. Cuando a veces se pregunta, ¿dónde está Jesús cuando alguien está muriendo solo, agonizando?: está en él. Si está bautizado y es cristiano, y es consciente de que lo es, eso cambia la manera de afrontar la muerte por completo, más que ninguna otra cosa. Si no lo está, se priva él del gozo de saberlo, pero el Señor también está con él y también está en él. Porque, como solía decir san Juan Pablo II, “por la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido, de algún modo, a todo hombre: a todo hombre y a toda mujer”. Lo que pasa es que es muy diferente que te quieran y tú no sepas que te quieren a que te quieran pudiendo disfrutar de que te quieren; a que te quieran sabiendo que, quien te quiere, ha jurado serte fiel para siempre, hasta más allá de la muerte, y entonces uno está acompañado. Eso es lo que sucede cuando uno se hace cristiano: que uno se hace consciente. Y en el Credo es lo que vas a decir. Le vas a decir al Señor que sí, que le conoces y que puedes esperar de Él las dos cosas que no podrías esperar de nadie en este mundo, de ningún ser humano: el perdón de los pecados y la vida eterna.
Dios mío, el Bautizo y la Confirmación. En la Confirmación, el Señor confirma la Alianza. Hace como una segunda firma para ratificar esa Alianza con un “segundo sello”. Llamaban así los primeros cristianos a la Confirmación: “el segundo sello”. Y en la Comunión, esa Alianza se consuma mediante el don que Jesucristo hace de Sí mismo, que se hace como alimento para ti, vida de tu vida. Vida de nuestra vida. Lo que le digo a Nilda os lo digo a todos, lo que pasa es que, con la rutina, no somos conscientes de ello. Y digo que eso tiene muchísima relación con el ministerio sacerdotal, porque el ministerio sacerdotal existe para hacer eso posible, es decir, para poder comunicar la vida de Cristo mediante la administración de los Sacramentos de la iniciación en el Bautismo, de Confirmación y la Eucaristía; y para cuidar de esa familia de Dios que el Señor constituye en la tierra, y alimentándola con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Yo pensaba estos días: Jesucristo no ha venido para hacernos cristianos; Jesucristo ha venido para hacernos hombres y mujeres de verdad. Luego, evidentemente, eso es lo que tendría que ser la Iglesia. Eso es lo que estamos llamados a ser. Pero no ha venido para hacer un grupito que vive aparte. Ha venido para que podamos vivir la vida humana como podemos vivirla, como estamos llamados a vivirla según el designio de Dios, que es la libertad de los hijos de Dios. Y para eso, Él Se nos da, porque nosotros solos no sabemos hacer eso, ni sabemos vivirlo. Y nuestro ministerio sacerdotal no es más que un instrumento al servicio… Lo que tú recibes hoy, Nilda. Yo sé que tú estás muy contenta de recibirlo. Pero yo te diría que es más una gracia para mí todavía, el poder darlo. Es algo tan grande que uno podría dar la vida para que suceda. Como sucede en ti, en todas las personas. Desearía que sucediera en todas las personas. Y luego, para cuidar esa vida que el Señor siembra hoy en ti y se da a ti. Cuidarla, que florezca, que fructifique en las personas que tienes cerca, en tus amigos, en tu familia. Si el Señor, el día de mañana, te da una familia y te da hijos, que fructifiquen tus hijos, que fructifique todo a tu alrededor. ¿Por qué? Porque llevas al Señor contigo y eso no tiene que verse porque hables mucho del Señor; tiene que verse porque vivas de una manera muy bonita y que sea la envidia de los que te rodean. Y cuidar de la familia de Dios es cuidar ese don, cuidar esa vida, las personas que el Señor nos pone cerca o que el Señor nos encomienda a través del ministerio apostólico.
No tengo mucho más que decir. Que es precioso. Es tan grande lo que ella recibe que uno puede dar la vida para que eso pueda seguir sucediendo. Esa es la razón más profunda de nuestro ser sacerdotes, y para cuidar luego de ese don que sucede, lo mejor que sepamos, en la medida de nuestras fuerzas limitas, pero, sobre todo, en la medida de la gracia y del don de Dios que da el Espíritu Santo sin medida, como dice el Evangelio de San Juan. Nuestro don más grande es que somos siervos. San Pablo lo decía en una expresión muy bonita, también en la Carta a los Tesalonicenses: “Siervos de vuestra alegría, siervos de Tu alegría, siervos de la alegría de los cristianos”. De poder experimentar la Presencia, la Compañía, la Vida del Señor. Y ser siervos de eso, servir a eso, es servir a lo único que realmente vale la pena, porque todos los otros señores del mundo no valen la pena. Ninguno. Sean del país que sea, tengan los votos que tengan y se llamen como se llamen. Sólo el Señor es Señor, el centro del cosmos y de la historia. Y Él es capaz de satisfacer y de llenar los anhelos más profundos de nuestro corazón, de tu corazón Nilda, para siempre.
Damos gracias al Señor por las hazañas que hace con nosotros, y que no deja de hacerlas, ni siquiera en estos tiempos, que, si los vemos con los ojos de ver telediarios, a veces a las personas lo que les entra es miedo, angustia, ansiedad; pero si los vemos con los ojos del Señor son tiempos buenos, tiempos preciosos. ¿Por qué? Porque Tú estás. Porque Tú estás y porque lo que aguardamos no es la muerte y, por tanto, no vivimos con miedo a la muerte. Lo que aguardamos es Tu abrazo y Tu amor sin límites. Y con la certeza de que es eso lo que nos aguarda, y que es esa la fuente de nuestra libertad y de nuestra alegría, en todas las circunstancias. En algunas más que otras y hoy de una manera especial, sin duda.
Vamos, pues, a darLe gracias al Señor y a pedirLe al Señor por Nilda, para que pueda disfrutar mucho y que tu vida sea, por sus frutos, por su belleza, la envidia de quienes están a tu alrededor. Y un motivo de gratitud para ellos y por vosotros, para que el Señor os permita andar en esta preciosa vocación y disfrutarla también. Disfrutarla como un regalo especialísimo del Señor.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de noviembre de 2020
S.I Catedral de Granada