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La diferencia del Dios diferente

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Fecha: 09/09/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 415

Lucas 15, 1-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:
- «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola:
- «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al Regar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:
¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido. "
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles:
¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido. "
Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
También les dijo:
- «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
"Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo:
"Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
"Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. "
Pero el padre dijo a sus criados:
"Sacad en seguida el mejor traje y vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó:
"Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
"Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo:
"Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."»



Ningún buen pastor deja sus noventa y nueve ovejas en el desierto para irse a buscar una que por terquedad y soberbia se descarrió, y no hizo caso de los silbidos del pastor, ni de los perros, y se quedó sola en algún lugar imposible. No las deja porque, cuando vuelva con la descarriada, le faltaría alguna más. Ningún buen padre judío del tiempo de Jesús habría corrido para abrazar al hijo que se empeñó en irse de casa, dilapidó la herencia, y terminó haciéndose pastor de cerdos, ese animal impuro y prohibido por la Ley. Un hijo que hace eso es un hijo que apostata, que reniega de sus raíces y de su tradición y, según la interpretación de la Ley más común en tiempo de Jesús, nunca más podría volver a su casa y a su comunidad. Es un proscrito. Para un padre que se precie, ese hijo está muerto. ¿Correr a recibirlo? Ni pensarlo. Mucho menos darle un banquete con el ternero cebado, o hasta con música.

Con estas parábolas, Jesús se defiende de la acusación de acoger a los pecadores y comer con ellos. En el contexto dominantemente fariseo en que vivía Jesús, eso era un grave escándalo. Estaban los buenos, los que caían pero tenían perdón, y los renegados, que no lo tenían, los pecadores. La defensa de Jesús apela al proceder de Dios, escondido y revelado a la vez en la figura del pastor, en la mujer que había perdido una de sus arras y, sobre todo, en la figura incomparable del Padre del hijo pródigo. Dios mismo –venía a decir Jesús– estaba revelándose y actuando en su persona y en su modo de obrar.

El Padre del hijo pródigo no es el dios de Feuerbach, proyección de la propia humanidad, ni el de Durkheim, una representación colectiva de las estructuras de poder de la vida social. Ésa es la diferencia del Dios diferente: inimaginable a priori como construcción de la razón, pero reconocible por la razón como verdadero cuando se manifiesta. Así sucede también en el milagro de la obra de arte, o en el milagro del amor humano verdadero, que no son predecibles, ni deducibles de otra cosa, pero que se pueden reconocer cuando se encuentran (y son dos experiencias humanas en las que sucede en la Creación algo análogo a la Revelación y a la gracia).

El Padre del hijo pródigo se revela como Dios verdadero precisamente en la infinitud del amor (de la diferencia), que pone de manifiesto la infinitud del inabarcable Misterio. El punto culminante de esa revelación es la Encarnación, es la Cruz gloriosa, es la Pascua. Aquí, Dios mismo (el Dios que es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo), se entrega y se da para la vida del hombre. En este acontecimiento, Dios se pone a sí mismo frente al hombre como amor incondicional e infinito, como puro don, hasta el punto de hacerse uno con su criatura el hombre. Y es precisamente en ese don de Sí como Dios se revela como el Dios siempre más grande.

Ese Dios, que no es en absoluto un ídolo fabricado por los hombres para justificar sus pasiones o su poder, y que se nos ofrece a ti y a mí en la comunión de la Iglesia, es nuestra única esperanza. Porque, como escribió san Bernardo, «nuestro único mérito, Señor, es tu misericordia». Puesto que somos imagen y semejanza suya, esa misericordia es también la única esperanza de un mundo humano, la única revolución posible.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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