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“Él es la plenitud de todas las cosas, la plenitud de todo”

Homilía en la Eucaristía del jueves de la XXIX semana del Tiempo Ordinario, el 22 de octubre de 2020.

Fecha: 22/10/2020

No voy a dejar de explicar este Evangelio (que parece que es muy fuerte, como tantos pasajes de los Evangelios) y que pone de manifiesto la paradoja del seguidor de Jesucristo, que, deseando el bien de todos y amando a todos, sin embargo se convierte en un signo de contradicción para el mundo y genera, de unas maneras u otras, el odio del mundo.

 

Pero quiero centrarme un momento en la figura de Juan Pablo II, que encaja perfectamente también con este Evangelio. En el sentido de que cuando…, y siempre ha sido una tentación de la Iglesia, acoger los criterios y las categorías del mundo, acomodarse a ellas y evitar el escándalo que supone la proclamación del Acontecimiento cristiano, que es exactamente la Encarnación del Hijo de Dios por nosotros y por nuestra salvación, hasta la muerte, y el anuncio de su triunfo sobre la muerte y sobre el pecado. Eso ha sido escandaloso desde el primer momento de la vida de la Iglesia. Y los hombres antiguos de los primeros siglos hicieron todo lo posible por suavizar ese escándalo haciendo que a Jesucristo se le considerase como una especie de “demiurgo”, de intermediario entre Dios y los hombres, pero no propiamente Dios. Aunque, fijaros, curiosamente, en aquel momento había más tentación de negar la humanidad de Jesucristo que de negar una especial relación con lo divino. Pero admitir que era Dios y hombre a la vez era tan escandaloso que hubo sectores de la Iglesia que tardaron siglos enteros -una vez que habían sido educados en una herejía que duró desde el siglo III (y en España hasta el siglo VIII prácticamente), el “arrianismo”- costó muchísimo de desarraigar. ¿Por qué? Porque es escandaloso admitir que en esta humanidad concreta, que en ese rostro concreto que coge polvo, que suda, que llora, que se apasiona, que no siempre obra según las categorías del mundo, cuando cogió el látigo en el templo, o cuando llamó a Herodes “zorro”, pueda habitar –como diría San Pablo- en Él corporalmente la plenitud de la divinidad.

 

Ese fue el alma y el corazón último del pensamiento y de la enseñanza de Juan Pablo II. Y todos recordáis sus primeras palabras desde el balcón de San Pedro, y al mismo tiempo su primera homilía cuando decía “¡no tengáis miedo!, ¡abrid las puertas a Cristo!”. Yo puedo recordar que para mi el encuentro con él en una visita a América en la que se encontraba. Se iba a encontrar con unas religiosas en una Catedral, pero en la puerta estábamos un montón de los que entonces éramos. Yo era un sacerdote joven, con 30 años, y él estaba rodeado de estudiantes. Los estudiantes cantaban en inglés algo parecido a lo que decían aquí: “Juan Pablo II, te quiere todo el mundo”. Y Juan Pablo II dijo: “Que no, que no, que no os engañéis; que todo el mundo no me quiere”. Y el Papa pidió el micrófono para volverse hacía los estudiantes, hacía nosotros, y nos respondió (era todavía el año 78-79) con el vozarrón que tenía: “I love you, too”. Oírle decir a quien para mí había sido hasta entonces una figura más o menos inaccesible, que veía siempre en fotos de los periódicos, o muy lejos, decirnos a nosotros: “Yo también os quiero”, os aseguro que me abrió el corazón y, desde aquel primer momento, lo he considerado como mi padre y he aprendido de él tantas cosas a lo largo de mi vida que ojalá me pareciera yo un poquito.

 

Pero que el afirmar a Jesucristo -lo dijo él en alguna de sus encíclicas-, el poner en el centro de la vida a Dios, y poner en el centro de la vida a Jesucristo no nos alejaba del hombre, al contrario, nos hacía poder amar a todos los hombres tal como son, como Cristo nos ama a nosotros; que Cristo era el centro de su enseñanza lo pone de manifiesto que su primera encíclica se llama en latín “Redemptor hominis”, “Cristo, el único Redentor del hombre”, que se recuerda en la oración que acabamos de hacer. Pero quisiera recordar la primera frase de esa Encíclica: “Cristo, el Redentor del hombre, es el centro de la creación y de la historia”. Que cristo sea el centro de la historia no nos llama excesivamente la atención, aunque sí nos la llame en ese marco de especie de reducción de Cristo a profesor de moral, de hombre bueno que murió por sus ideas, que nos enseñó a comportarnos bien y a vivir mejor, y que transmitió
-algunos dirían, murió- por sus valores, igual que han muerto muchos otros a lo largo de la historia, lo cual es cierto que hay muchas personas que mueren por sus valores, aunque esos valores puedan estar muy equivocados. Hay mucha gente que murió por Hitler y por el nacionalismo alemán, y mucha gente ha muerto por el comunismo creyendo sinceramente que daban su vida por el bien de la humanidad.

 

Afirmar que Cristo es el centro de la historia ya contiene un elemento de escándalo, porque significa que toda la historia se remite a Él. Que Él es el criterio y la medida de lo que vale en la historia. No otras medidas que con frecuencia hacemos, los monumentos espléndidos o más gloriosos de una nación. Pero lo que es absolutamente escandaloso es decir que es el centro de la Creación. Pero eso es lo que nos decía la Carta a los Efesios hoy: que si con el Espíritu Santo nos acercamos a la medida de Cristo, alcanzaremos nuestra plenitud, porque Él es la plenitud de todas las cosas, la plenitud de todo. Que Cristo sea la plenitud de lo humano, de todas las cosas. Que todo -lo voy a decir con una frase de la Carta a los Colosenses- “todo ha sido creado por Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia”. La traducción española dice “todo se mantiene en Él”. Eso no se ve muy bien lo que quiere decir, pero os lo digo de una manera más explícita, yo creo que más rigurosa: todo tiene en Él su consistencia. Yo recuerdo a un sacerdote que vinieron a presentarse a él una pareja de novios y él le dijo al chico: “Oye, ¿tú sabes de qué está hecha tu novia?, y el se quedó sorprendido de que le preguntara aquello. Y le dijo: “Que sepas que está hecha de Cristo y no la tratarás bien si no la tratas como a Cristo”. Y luego la miró a ella y le dijo: “Y él también, así que esa será la medida de vuestra relación”.

 

Dios mío, comprender eso, comprender que Dios… es tomarse en serio también lo de que Dios, gracias a que Cristo es la plenitud y el centro de la Creación, podemos decir que está en todas partes, “en el cielo, en la tierra y en todas partes”, como decía el Catecismo. Todo está hecho de Dios, de maneras diferentes. No está Dios en la hoja de un árbol de la misma manera que está en un corazón humano. Nunca, no. Sea ese corazón el corazón de un pecador.

 

Comprender que Cristo es el centro de la Creación es comprender uno de los secretos más elementales y, al mismo tiempo, más profundos de la vida y de la experiencia cristiana.

 

Y decís, ¿y esto qué tiene que ver con esto del Evangelio de que yo he venido a sembrar división y así? Juan Pablo II, que derramaba amor por todas partes, que yo le vi en aquella misma visita a Estado Unidos celebrar una Eucaristía con un gorro, con unas plumas de jefe indio (…); cuando fue a Australia y le dijeron dos niñas pequeñas de 8 o 9 años que le traen unos ramos de flores y le dicen “oye, Santo Padre, ¿es muy bonito el Vaticano?”, y el Santo Padre que llevaba ya unos cuantos años de Papa le dice “pues mira, no he tenido tiempo de verlo, dicen que sí, pero os aseguro que por muy bonito que sea el Vaticano sois mucho más bonitas vosotras”. Ese era Juan Pablo II. Y dejadme decir, y lo digo hoy sabiendo que es hoy, que el Papa Francisco tiene otro temperamento pero que no hace más que hacer carne, prolongar, y hacer explícita y de una manera muy inequívoca la enseñanza del Concilio, y la enseñanza de los Papas después del Concilio.

 

Damos gracias porque el Señor nos ha concedido vivir, ver de cerca un santo, seguirle; seguirle sus pasos a través de la televisión y de tantas cosas, y aprender de él. Yo con que me tomara en serio que Cristo es el centro de la Creación y de la historia, y algo que dice más adelante, “el hombre no puede vivir sin amor”, y porque no puede vivir sin amor, porque cuando a la vida le falta el amor, aunque sea con su pecaminosidad y todo, la vida se vuelve oscura y misteriosa; y que por eso tiene necesidad de acercarse a Cristo. Con comprender un poquito esas dos cosas me daría por haber sido enseñado lo más grande de la experiencia cristiana. Y eso lo hemos visto, lo hemos oído, casi lo hemos tocado.

 

Que el Señor, por Su intercesión, nos conceda amar al mundo como Él lo ha amado y tener conciencia de que Cristo es nuestra plenitud, para que no nos perdamos toda la belleza y toda la vida que hay en Cristo para nosotros.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

22 de octubre de 2020

Catedral de Granada

 

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