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“Nuestro horizonte es siempre la vida eterna”

Homilía en la Eucaristía del miércoles de la XXXII semana del Tiempo Ordinario, el 11 de noviembre de 2020.

Fecha: 11/11/2020

Soy muy consciente de que, en los días en que estamos viviendo, y especialmente si queréis en los días de esta semana, donde se han acentuado por todas partes y también entre nosotros las dificultades... Sólo el hecho de ver por las calles tantas tiendas cerradas y el silencio de un bullicio al que estamos acostumbrados nos sobrecoge.

 

Luego, nos sobrecoge más todavía la noticia, todos los días, de personas cercanas, más o menos cercanas, que sabes que están ingresadas o que están en la UCI, o que han fallecido. Y en ese sentido, de lo que más tenemos necesidad es de recordarnos un día, y otro día y otro día, lo que nos decía la Primera Lectura: que el encuentro con Jesucristo hace de nosotros criaturas nuevas, cuando se ha manifestado la Bondad de Dios, nuestro Salvador, y Su amor al hombre. No porque lo mereciéramos, sino por Su Gracia y por el Espíritu Santo, que derrama sobre nosotros, para que podamos ser, en esperanza, herederos de la vida eterna.

 

Que tengamos conciencia de que nuestro horizonte es siempre la vida eterna. No las dificultades. Nos lo recordaba también el Salmo: “Aunque marche por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado me sosiegan”. Nos permiten vivir esta circunstancia y cualquier otra, no digo sin dolor, no digo incluso sin miedo en algún momento o en muchos momentos, pero fortalecidos, sostenidos por la certeza de que Tú vas con nosotros en el camino, tu vara y tu cayado nos hacen posible la paz. Y sabemos que, el final, la desembocadura de nuestra vidas, y sin mérito por nuestra parte, es el don de la vida eterna, que Tú nos has prometido.

 

En ese sentido, recordad lo que celebramos y vivimos cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía. No es olvidarnos de todo lo que está pasando. Es tal vez fortalecer y enriquecernos con los detalles, para poder vivir mejor, lo que es, al fin y al cabo, un anticipo de la vida eterna en este mundo mortal. Ayer yo os decía que, como la Eucaristía representa, en el sentido de que re-ofrece la Redención eterna que Cristo ha llevado, de una vez por todas, en su Misterio Pascual; y en Su muerte y en Su Resurrección, y en el don del Espíritu Santo, y que eso se representa, en el sentido, no como el teatro, sino que se vuelve a dar para nosotros, en un lenguaje y de una manera misteriosa, pero no por ello menos real, en cada Eucaristía.

 

Y yo quería subrayar todavía dos aspectos preparatorios hoy. Cuando ayer decía también, “Eucaristía no hay más que una”, porque es Cristo quien Se ofrece, es Cristo quien Se da y no hay más que uno (aquí y en Malasia, y en el Tíbet y en Minnesota y en África), no hay más que un Cristo que Se nos ofrece a todos y a cada uno; pero cada uno de nosotros, cuando recibimos a Cristo, somos el centro del universo. La Iglesia, que en el pueblecito más pequeño y recibe al Señor y acoge al Señor en sus vidas, es la Reina del Universo. Esa Iglesia es transformada por la Presencia de Cristo en un pueblo de reyes. Pero, si queréis, en la imagen esponsal, que domina el lenguaje eucarístico y el lenguaje cristiano, hace de la Iglesia la Reina del universo. Y ojalá viviéramos con esa conciencia.

 

Hoy quería yo señalar dos cositas todavía preliminares, aunque una de ella me mete en los gestos iniciales de la Eucaristía. Por una parte, la figura del sacerdote como pontífice. El sacerdote hace dos papeles en cada Eucaristía. Uno, el primero de todos, representar a Cristo en medio de nosotros. Eso, en la figura de la Eucaristía, que es paradigma de todas las demás, que es la celebración de la Eucaristía en la Catedral, presidida por el obispo con sus presbíteros, y la presencia del pueblo cristiano; esa Eucaristía, que es la Eucaristía -si queréis- originaria y plena, se hace muy claro en un gesto que para nosotros es perdido, o su significado está perdido, y que, sin embargo, nos ayuda: cuando el obispo se pone la mitra o se quita la mitra. Cuando tiene la mitra, está presidiendo la comunidad y representa a Cristo en medio de la comunidad. Cuando se quita la mitra, está representando al pueblo ante Dios y ora, junto con el pueblo. Siempre que el sacerdote, siempre que el obispo está orando, no puede llevar la mitra. Y siempre que la lleva, está representando a Cristo. La mitra, en realidad, es una corona y representa a Cristo, Rey de reyes. En ese Banquete de bodas de Cristo con Su Esposa.

 

Ya el hecho de la referencia a la mitra hace caer en la cuenta que estamos en un mundo de símbolos. Por desgracia, el sentido de los símbolos hoy son los emoticonos de los móviles o los signos de tráfico, y no tenemos un sentido de que la realidad misma es simbólica, en un sentido mucho más profundo que cuando hablamos de ese tipo de símbolos, que son arbitrarios, creados por los hombres y que no tienen más alcance. La realidad es simbólica en el sentido de que la realidad es más de lo que es, porque siempre habla del Misterio de Dios. Toda la realidad, desde la hoja de un árbol hasta el vuelo de un insecto o de un ave, hasta el signo más grande de Dios en la Creación, que es el rostro humano; la realidad es simbólica y nuestros gestos son también mucho más de lo que son. Y eso es decir que son simbólicos. No que son una cosita arbitraria que hemos inventado para que nos recuerde otra cosa, sino que son mucho más de lo que son.

 

La Eucaristía está ya, toda, llena de signos, de símbolos, de realidades que expresan el Misterio grande, el Misterio nupcial de Cristo con Su Iglesia. El Misterio de la Encarnación y de la Pasión, la Resurrección de Cristo y el don del Espíritu Santo. El Acontecimiento de Cristo se re-ofrece, se re-vive, se re-presenta en cada Eucaristía. Y ese lenguaje simbólico tenemos que aprenderlo, como todos los lenguajes.

 

Como estamos en un mundo positivista, donde la realidad no es simbólica, no remite a nada. La realidad es lo que es y nada más. Yo creo que os dije ya una vez, hace tiempo, que un teólogo amigo mío dice “si las cosas son sólo lo que son, no son nada”. Las cosas son un regalo de Dios y sólo cuando las vemos como un regalo de Dios; sólo cuando las vemos como las delicadezas de Dios para con nosotros, el Don de Dios, la Bondad de Dios con nosotros, la Ternura de Dios con nosotros, es cuando vemos en realidad su realidad. Y es cuando tienen consistencia.

 

Tened en cuenta hoy estas dos cosas simplemente. Que el sacerdote hace dos papeles. El papel de representar al pueblo ante Dios se hacía más expresivo cuando los altares no eran cara al pueblo y el sacerdote se volvía en momentos a decir al pueblo ciertas cosas. Pero, eran de espaldas al pueblo, porque, entonces, el sacerdote estaba siempre dirigido hacia Dios. Ahora, en cambio, se subraya más la presencia, pero más que nada porque nos veamos las caras y porque tengamos conciencia de que somos una sola cosa celebrando la Presencia del Señor entre nosotros (pero no hay que olvidar que tenemos esos dos papeles): orar al Señor con vosotros y por vosotros, y representar ante vosotros la Presencia de Cristo, que, ojalá, no lo hagamos sólo en la Eucaristía, sino en toda la vida.

 

Luego, que la Eucaristía es un mundo de símbolos, que, cuando se comprenden, es bellísimo y cuando no se comprenden, uno no sabe lo que está pasando, ni sabe lo que está haciendo y siente muchas veces que no tiene nada que hacer. Se viene “a oír Misa”. Qué expresión tan pobre la de “oír Misa”. Venimos a participar en una fiesta, en un banquete de bodas, en una fiesta nupcial.

 

La Eucaristía comienza siempre con una procesión de entrada que en los días de diario nosotros no hacemos, evidentemente, y esa procesión de entrada es la entrada de Cristo al templo, a la asamblea, y normalmente está acompañada por un canto de bienvenida, que es un canto de bienvenida al Señor, y por eso el sacerdote en ese momento no debería cantar el canto de entrada, porque es un canto de bienvenida a Cristo que viene representado en la figura del sacerdote.

 

Y señalo el gesto siguiente. Lo primero que hace el sacerdote, nada más llegar al altar, es besar el altar. Y ahí, ha cambiado el papel inmediatamente. O sea, él entra como entra Cristo –“Abríos oh, puertas eternas, que viene el Rey de la Gloria”–, e inmediatamente se quita el obispo la mitra y besa el altar. Y un Papa de la Edad Media comentaba ese beso diciendo que es, en ese momento, el sacerdote, que representa a la Esposa, que representa a la Iglesia, besa el lecho nupcial donde el Hijo de Dios va a dar la vida por ella. Y besa ese lecho. Es como el lecho de Odiseo en la Odisea, que Helena tiene preparado, que es inconfundible y luego el que ese lecho esté rodeado de flores y que sea, al mismo tiempo, perfumado con el incienso. Pero con la conciencia de que ese lugar es sagrado, porque es el lugar donde el Hijo de Dios va a dar Su vida por nosotros. Y es el Esposo que da la vida por la Esposa.

 

Tomar conciencia de eso, el mismo sacerdote, cuando es consciente de aquello, y como representando a la Iglesia, besa uno aquel lugar, te pone delante de Dios de una manera completamente nueva y de una manera extraordinariamente significativa.

 

Iremos, poquito a poco, desgranando los gestos de la Eucaristía, uno por uno, aunque tardemos muchos días. Pero todo tiene como finalidad que vivamos en la esperanza de la vida eterna, y que sepamos que, mientras vamos de camino, “tu vara y tu cayado nos sosiegan”.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

11 de noviembre de 2020

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

 

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