Homilía en la Santa Misa del miércoles de la XXXI semana del Tiempo Ordinario, el 4 de noviembre de 2020.
Fecha: 04/11/2020
Tres cosas nos dice el Evangelio de hoy y dos de ellas son tan fuertes que sólo porque, quien las dice, las dice con conciencia de ser el Hijo de Dios; con conciencia de ser la Palabra y el Verbo de Dios. Y con la autoridad divina que le da el ser el Camino, la Verdad y la Vida, no tendrían ningún sentido, serían completamente absurdas.
Empiezo por la que no lo parece humanamente. Jesús nos invita, en el Evangelio de hoy, a usar la inteligencia en las cosas de la vida y en las cosas de Dios, que es la cosa más importante de la vida. Pero nos invita a usar la inteligencia y no es la única vez que lo hace en el Evangelio. Los dos únicos ejemplos que pone es que, si vas a construir una torre, piensa primero en lo que te va a costar la torre; y si la tienes que dejar a medias, a lo mejor es preferible no construirla. O, si te viene a atacar un ejército más poderoso que el tuyo, piensa.
Hoy contaba en el Oficio de Lecturas cómo los Macabeos, que eran un ejército muy pequeñito, hicieron frente a un ejército de uno de los sucesores de Alejandro, mucho más grande, confiados en el poder de Dios. El drama de Enrique V cuenta la historia de cómo un ejército de desarrapados hizo frente al ejército francés, confiados solamente en la certeza que tenían de obrar conforme les exigía la lealtad a su país y a su patria; no digo Juana de Arco cuando conquista Orleans, también con un pequeño ejército. Pero el Señor en estos pasajes, tanto en este como en otros lugares del Evangelio, nos invita a usar la inteligencia, y os pongo más ejemplos para que veáis. Un ejemplo muy claro es cuando dice “¿qué hombre que ve un tesoro en un campo y lo encuentra no lo tapa enseguida, va y compra el campo, y vende todo lo que tiene para comprar aquel campo?”. Pues eso es lo que hace un hombre inteligente. Dice: “Vosotros, lo mismo. Espabilaos, que el Reino de los Cielos está en ese orden de cosas”. O, ¿qué comerciante de perlas finas, cuando encuentra una de gran valor, no vende todo lo que tiene para quedarse con aquella que vale más?
En muchas otras ocasiones, así de manera directa, nos dice: sois espabilaos para con las cosas de este mundo, sedlo para con vuestra vida. Lo tremendo es que este espabilamiento aquí lleva a las otras dos afirmaciones, que –repito- sólo porque quien habla es el Hijo de Dios las podemos, primero, aceptar a simple vista, y luego comprenderlas; y, comprendiéndolas, saber que son ejemplos de ese uso de la inteligencia al que Jesús nos reclama. Que no es una inteligencia vinculada al saber muchas cosas. La inteligencia, que es condición de todo ser humano y que Dios nos da a todos, es poder distinguir lo que vale más de lo que vale menos, y poner una jerarquía entre lo que vale más y lo que vale menos. También cuando dice “¿no vale el cuerpo más que el vestido?”, cuando está hablando de “sed como los lirios del campo y como las aves del cielo”. “¿No vale la vida más que el alimento?”. Pues, claro.
El Señor nos invita a ser inteligentes y poner nuestra mirada en lo que más vale. ¿Y qué es lo que más vale? ¡Él! Eso es lo que dice el Evangelio de hoy. La última afirmación: “El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. ¿Significa eso que todos nos tenemos que ir al desierto –el más cercano que tenemos aquí es el de Almería– a vivir como monjes fuera del mundo?, ¿o como cartujos? Pues, ciertamente, no. No puede ser eso, porque no se lo dice a unos pocos, se lo dice a unos discípulos. Los discípulos somos todos nosotros, por el hecho de ser bautizados; no solo discípulos, sino que, realmente, participamos de un sacerdocio real, consagrados, verdaderamente. Consagrados al Señor.
¿Qué significa entonces renunciar a todos sus bienes? No ponerlos por delante del Señor. Expresado en término de la Regla de San Benito, que es una regla humanísima y más fina que el coral: que uno no anteponga nada a Cristo en la vida. Eso es renunciar a los bienes. No el no tenerlos, porque incluso en el desierto uno termina haciendo una Iglesia o poniendo un lugar de reuniones, que era la iglesia, y construyendo celdas. Y esas celdas… pensad en la Cartuja. Los monjes cartujos son una de las órdenes en la historia de la Iglesia que más han renunciado al mundo, y sin embargo la belleza de los armarios de la sacristía de nuestra Cartuja son probablemente de las cosas más bellas y, si queréis, hasta más de lujo. Es verdad que para hacer un armario de esos un cartujo podría tardar cuarenta años. Y sólo se explica porque lo hacía para Dios y para nadie más. Y no le importaba que tuviera que emplear en eso toda su vida y, a lo mejor, la vida de varios cartujos, para que el armario estuviera terminado.
Pero somos criaturas, vivimos en este mundo. Los mismos franciscanos terminaban teniendo iglesias, colegios, centros de caridad, que terminaban siendo hospitales grandes. Vivir fuera del mundo es siempre un engaño. Y sin embargo, acordaros de la Última Cena. “En el mundo están, pero no son del mundo”. ¿Qué es no ser del mundo? ¿Qué es renunciar a todos los bienes? Pues, sencillamente, que las cosas que tengamos sirvan para Gloria de Dios y para el bien de nuestros hermanos, nada más. Que no las busquemos por ellas mismas. Y ahí el Señor, a la hora de hablar de los bienes, habla del bien más precioso que tenemos los seres humanos, que es la familia. Yo sé que en la cultura en que estamos y en el tiempo en que vivimos la defensa de la familia es como una especie de santo y seña de los cristianos cuando la cultura liberal (vamos a decirlo –y llamo cultura liberal tanto a la de derechas como a la de izquierdas, es decir, la cultura que nace de la Ilustración y se gesta un poquito antes de la Ilustración–) es una cultura contra la familia; es una cultura a favor del individuo, porque no quiere que haya más que el Estado y el individuo, y la familia es un estorbo ahí en medio. Eso se explica de una manera o se explica de otra, pero siempre termina igual.
Entonces, nosotros sentimos que tenemos que defender la familia. Pero tendríamos que ser cuidadosos y hacer un pequeño discernimiento. La familia es uno de los bienes más grandes del hombre. Quizá el bien más grande de los bienes de este mundo. Pero si la familia, si en nuestro corazón, Dios no es más importante que la familia, lo que surge en ese corazón nuestro, en nuestras defensas de la familia, a veces, es la idolatría más antigua de la Historia. Porque la familia ha sido objeto de idolatría en la historia de los hombres muchas veces, muchas, muchas veces. Y a veces, con la excusa de defender la familia, lo que defendemos son ciertas idolatrías de la familia. ¿En qué consiste esa idolatría? Pues, en que uno hace que el dios de la propia vida sea la esposa o el esposo, o sean los padres, o más frecuentemente todavía, y más peligrosa esa idolatría, que sean los hijos. Y uno espera de ellos la felicidad, y quiere darles la felicidad, y se pone uno en el lugar de Dios, para darles a ellos la felicidad. ¿Y eso sabéis que tiene un efecto boomerang terrible? ¿Que genera resentimientos sin fin y contribuye a las rupturas de la familia que el mundo alimenta, y contribuye mucho más de lo que nos damos cuenta?
Una madre proteccionista a toda costa o un padre (que, aunque a lo mejor es menos frecuente, los proteccionismos de los padres son a veces terribles, o más terribles incluso) termina generando una especie de resentimiento de los hijos contra los padres que dices “¡pero si les he dado todo!”. Justo, es que a un hijo no hay que darle todo. A un hijo hay que criarlo en la Presencia de Dios y es Dios quien le da todo y tú le lanzas a la vida. Quiero decir, cuando no ponemos al Señor en el centro de la vida, cuando no está el Señor en el centro de la vida, aunque esté la familia, eso, se vuelve contra nosotros y contra nuestras familias. Sólo cuando está Dios yo sé tratar a mis padres según el designio de Dios y, por lo tanto, con una caridad inmensa. Y sé tratar a mi mujer o a mi marido, a mis hijos o a mis hermanos, o a mi familia política, con la misma caridad con la que yo soy tratado por Dios.
Parece, por tanto, que renunciar al padre, a la madre, a los hijos, a los hermanos, todo eso parece una exigencia muy fuerte por parte del Señor, y sin embargo es lo único que salva que esas relaciones con los padres, con el marido, la mujer, con los hijos, con los hermanos sean unas relaciones bonitas por las que uno le da gracias a Dios todos los días. Y un signo de que lo es, es que sabemos amar la libertad de los demás, aunque se alejen de Dios, aunque parezca que se alejan. Si nuestro amor es más grande; si no tratamos de forzarlos de una manera o de otra; si evitamos esa idolatría de la familia, servimos mejor a la familia que cuando el Señor no es el centro de nuestras vidas. Que Él lo sea para todos nosotros.
Vosotros también sois mi familia. También yo podría tener la idolatría de “mi Iglesia”, “mi diócesis” o de “mi familia”, o el párroco la de su parroquia. Eso sucede en todas las relaciones humanas.
Que Cristo sea el centro y las cosas encuentran naturalmente su sitio. El sitio que les da a cada uno, que es el sitio más bello que nosotros podríamos imaginar.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de noviembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral