Homilía en la Misa del sábado de la XXXII semana del Tiempo Ordinario, el 14 de noviembre de 2020.
Fecha: 14/11/2020
Hemos terminado ayer con el primer movimiento de esa sinfonía que decía yo que era la celebración de la Eucaristía y que consiste en el primer encuentro del Esposo con la Esposa, y la petición, la súplica de perdón que Ella hace, y que culmina con la memoria –siempre pensando en lo que es el modelo de cada Eucaristía, que es la Eucaristía dominical–, con esa proclamación del Acontecimiento de Cristo que es el “Gloria”. La certeza de que el Señor perdona nuestros pecados y hay paz para los hombres que Dios ama.
Inmediatamente después, viene lo que sería el segundo movimiento, el segundo tiempo, que consiste en la declaración del amor del Esposo a la Esposa. Eso son las Lecturas. Los domingos hay tres Lecturas: una del Antiguo Testamento, una de los apóstoles y, luego, el Evangelio. En el Antiguo Testamento como anhelo, como esperanza, como anuncio de que nuestra plenitud, nuestra felicidad, vendrá. Pero es la historia del amor de Dios por los hombres y, en el Nuevo Testamento, las epístolas son los apóstoles que dan testimonio de lo que ha significado Jesús en su vida. No así directamente, sino que escriben a los tesalonicenses, a los cristianos de Filipo, a los cristianos de Roma. Escriben a unos o a otros, pero, con ese motivo, dan siempre testimonio de lo que Jesús significa en la vida.
Y por último, está la Palabra del Señor, el Evangelio. Para comprender lo que significa Evangelio –que todos sabéis que significa Buena Noticia–, quizás hay una costumbre de los beduinos de Palestina, antes de que llegase el mundo moderno, que puede iluminarlo. Cuando estaba a punto de nacer un niño, un bebé, en una tienda de beduinos, el hijo mayor de la familia normalmente estaba a la puerta de la tienda esperando a que llegase el acontecimiento, y dentro estaba la mujer que iba a dar a luz con las comadronas ayudando. Esto no es muy fácil de entender en nuestro tiempo. Pero, si era una niña, no pasaba nada; pero, si era un niño, entonces la comadrona o una de las mujeres que estaba en la tienda salía y le decía a ese muchacho “ha sido un niño, un niño ha nacido”. Entonces, el niño se iba corriendo por las colinas, de cerca, gritando a los demás habitantes de la tribu, que estaban a lo mejor con los rebaños, pero que desde la cumbre de las colinas iba gritando “¡al bishara! ¡al bishara!”. Y “al bishara” era “buena noticia”. Todos recordáis la Lectura de Isaías en la noche de Navidad: “Un niño nos ha nacido. Un hijo se nos ha dado”. Pues eso es “¡al bishara, al bishara!”.
El Evangelio es “al bishara”. Es la Buena Noticia del amor infinito de Dios, que nos ha entregado a su Hijo. Es cierto que en las Lecturas, yo diría que dos consejos para vivir bien la liturgia de la Palabra. Primero, pensar que lo que el apóstol le dice a los de Filipos o a los de Éfeso, nos lo dice a nosotros, y que lo que el Señor decía a sus oyentes, nos lo dice a nosotros. La Palabra de Jesús, vivo y resucitado, no es una palabra muerta, no es el recuerdo de algo que pasó hace dos mil años; es una palabra dirigida a nosotros, que tiene la intención de vivificarnos a nosotros. La Buena Noticia es para nosotros. Somos nosotros con nuestras fatigas, nuestros dolores, nuestras pequeñeces de cada día, nuestras enfermedades, nuestros miedos; somos nosotros los que necesitamos la Buena Noticia. Dios no se ha olvidado de nosotros y no se olvida de nosotros, ni se olvidará jamás.
Y la segunda es que soy consciente de que las Lecturas enseñan muchísimas cosas sobre la vida; enseñan muchísimas cosas sobre cómo debemos comportarnos. Enseñan muchas cosas sobre quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para Dios. Y eso es lo que habría que buscar siempre. Cuando uno lee ciertos pasajes de los profetas que vamos a empezar a leer en nada, en cuanto empiece el Adviento, es inmediato el anhelo y la búsqueda de Dios. O cuando el Señor le dice “ya no te llamarán abandonada, sino que te llamarán mi favorita”. Entonces, eso es muy explícito. Pero, en todas las Lecturas, pensad que esa historia, que va del Antiguo Testamento hasta el testimonio de los apóstoles, y que continúa en nosotros. A mí siempre me hace pensar que los Hechos de los Apóstoles sean como la segunda parte del Evangelio de San Lucas. Es verdad que hoy es un libro separado, pero no lo era cuando San Lucas lo escribió. Escribió un libro en dos partes, primero el Evangelio y después los Hechos de los Apóstoles, que son como el cumplimiento del Evangelio.
Entonces, la historia del don de Cristo a los hombres se prolonga en la historia de la Iglesia, se prolonga en nosotros, que vamos a recibir a Cristo en cada Eucaristía. Pero, poder acercarse y escuchar las Lecturas con la conciencia, primero, de que van dirigidas a mí y, a lo mejor, un día no me dice nada una Lectura, o no me dice nada un Evangelio, o tengo una preocupación que no conecta para nada con lo que las que dicen las palabras del Señor, pero siempre hay algo, siempre hay alguna frase, alguna expresión que conecta con mi situación; que me despierta, que me alza. Pero buscad en ellas siempre que son la historia, contada, partida en trocitos muy pequeños, del amor de Dios por nosotros. Y es esa declaración de amor la que oímos en las Lecturas. Esa es la Buena Noticia.
La Buena Noticia es que nosotros, que no somos casi capaces de querernos a nosotros mismos, somos objetos de un amor infinito por parte de Dios. El Hijo ha venido hasta nosotros, ha estado con nosotros, ha vivido con nosotros treinta años. Como decía un Padre de la Iglesia, “vino a pasar treinta años entre bárbaros y permanece con nosotros mediante el don de su Espíritu y en la Comunión de la Iglesia”.
“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”, y todos los días hasta el fin del mundo te digo “Yo te quiero, tú eres la vida de mi vida. Yo quiero que vivas, que participes de Mi alegría y de Mi gozo y de Mi vida”. Eso es lo que el Señor nos dice siempre en la Palabra de Dios, de una manera o de otra.
Que sepamos gozarlo, recibirlo y escucharla con ese deseo de que cale. También compara el profeta Isaías en un pasaje a la Palabra de Dios con la lluvia fina, que cala y empapa la tierra, y nunca deja de producir fruto.
Que tu Palabra, Señor, que es la vida, que es vida para nosotros –porque lo que nos hace vivir es justamente la conciencia de Tu amor– fructifique en nosotros, con frutos agradables a Ti, según Tu voluntad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
14 de noviembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral