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Hay miedo a la libertad

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Fecha: 23/09/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 417



Lucas 16, 19-31
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
- «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico.
Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham.
Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno, y gritó:
"Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. "
Pero Abraham le contestó:
"Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros."
El rico insistió:
"Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento."
Abraham le dice:
"Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen."
El rico contestó:
"No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán."
Abraham le dijo:
"Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto."»



A pesar de lo que pudiera parecer, lo que Jesús enseña con la bella historia del rico inmisericorde y del pobre Lázaro (una historia que Jesús tomó probablemente de su entorno), no es que el pobre y el rico cambian suertes en la otra vida, y que es preferible ser rico al final del drama que serlo sólo en el primer acto. Eso ya lo sabía cualquier judío piadoso de su tiempo. La enseñanza de Jesús está al final del relato en la conversación entre Lázaro y Abraham.

Este Evangelio es un ejercicio de lo que algunos filósofos actuales llaman deconstrucción. Jesús desenmascara las excusas del hombre para eludir la conversión y la fe, y para evitar el riesgo de la libertad. Eran muchos los oyentes de Jesús que le pedían un signo contundente, que no necesitase la intervención de la libertad para adherirse a él. Jesús siempre se negó a darlo. Por eso, cuando el rico, preocupado por sus hermanos que viven también en el olvido de la ley de Dios, le pide a Abraham que le deje volver por un momento a la vida, para explicarles a sus hermanos lo que pasa después, Jesús responde, por boca de Abraham: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto».

¿Quién no ha deseado alguna vez de Dios un signo de tal naturaleza que hiciera imposible el no creer, cuya evidencia se impusiese, y que evitase el riesgo (y la responsabilidad) de la libertad? ¿Quién no se ha planteado la posibilidad (es la otra cara de la misma cuestión) de que Dios eliminase el mal del mundo sin la cooperación de la libertad del hombre?

El miedo a la libertad es característico de la condición humana herida por el pecado. La libertad, que marca el modo específicamente humano de adherirse al bien y al amor, da vértigo. Así, aunque estamos hechos para el amor, y todos los hombres quieren ser amados, y bien amados, muchas veces tenemos miedo de amar, tal vez por pensar que si uno diera la vida podría perderla, o tal vez por la experiencia de haber sido engañados muchas veces, y por el temor de ser heridos. Un autor clásico latino, Salustio, escribía: «Son pocos los que quieren la libertad. La mayoría sólo quiere tener un amo justo». En nuestra sociedad, la dimisión de la libertad es un dato cotidiano, y un dato esencial para entendernos a nosotros mismos.

Jesús, en cambio, nos pone siempre ante la responsabilidad de nuestra libertad. No es que para la verdad de la fe no haya evidencia. De esa verdad hay mil signos, si queremos verlos. Hay más evidencia y más sólida que para ninguna otra cosa en la vida, desde luego, más que para muchas otras cosas a las que prestamos ciegamente nuestra adhesión, y a las que sacrificamos nuestra vida. Pero es cierto que es una evidencia peculiar, que no se impone. O tal vez no es tan peculiar. Pues también el amor humano, cuando es verdadero, «se propone, no se impone». Se insinúa, se ofrece, y no se puede demostrar del mismo modo que un teorema de matemáticas; se percibe a través de signos, y siempre reclama un acto de la libertad para ser verdaderamente acogido.

No te excuses diciendo que para creer y convertirte necesitas una evidencia que te aplaste. Nunca la tendrás. Pero si la hubiera, no sería para tu bien. Porque tu adhesión a Dios no sería un acto libre, y por eso tampoco sería un acto digno de un hombre, ni digno de Dios. Dios no quiere un pueblo de esclavos, sino de hijos

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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