Homilía en la Misa del martes de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario, el 24 de noviembre de 2020.
Fecha: 24/11/2020
Dios mío, es evidente -en estas Lecturas del Apocalipsis, hasta que lleguemos a los capítulos finales, que describen la historia humana como una colección de catástrofes, una detrás de otra, y en la parábola del Señor de hoy- que la Historia es eso, porque es aquello de lo que damos de sí los hombres por nosotros mismos. Sólo quienes tenemos la gracia de, sin mérito ninguno de nuestra parte, conocer la presencia viva del Señor en medio de nosotros, podemos también escuchar la Palabra de Jesús. “No tengáis pánico”. ¿Por qué? Pues, por lo que dijiste en el Evangelio: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
¡Todos los días! Los buenos, los malos, los días en que las cosas no salen bien, los días en que las cosas no salen mal. Todos los días hasta el fin del mundo. Y la celebración de esta Eucaristía no es sólo un signo, sino una realidad misteriosa. Pero una realidad en la que el Señor Se nos da; Se nos da para acompañarnos, un día tras otro, un año tras otro. Acompañarnos en la vida, en nuestras tareas. Por lo tanto, qué justo es también la palabra del Salmo: “Llega al Señor para regir la tierra”. El Señor viene. Está siempre viniendo. Y viene a nosotros para rescatarnos. Para rescatarnos del poder del pecado y del miedo a la muerte. Y Le damos gracias todos los días al Señor por ello. Una vida eucarística es una vida en la acción de gracias. Y justo por eso, por esa Presencia viva del Señor.
Si recordáis, yo estaba explicando un poco las partes de la Eucaristía y habíamos llegado al Evangelio. Yo os decía que, en ese diálogo de la Eucaristía, se comprende bien como una aproximación entre el Esposo y la Esposa. El Esposo que viene, la Esposa que se avergüenza y pide perdón, recibe el perdón del Señor, canta el Gloria como canto de alabanza por la Venida del Señor, y Le suplica, se súplica por todas las cosas que llevamos en el corazón y que el sacerdote recoge en esa oración colecta. Luego, le habla Él a la Esposa de Su amor. Por así decir, eso que decía el profeta Oseas: “Me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón, y me amará como en los días de su juventud”, decía de Israel, del Israel infiel, pecador, que se había ido tras los ídolos. Y eso es lo que sucede en la Palabra de Dios. La Palabra de Dios, los distintos trocitos de la Escritura, y sobre todo el Evangelio, pero también los distintos trocitos, sean del Antiguo Testamento o del Nuevo Testamento, son fragmentos de una historia de amor, en el que el Esposo le cuenta a la Esposa Su amor. Uno puede decir: “Las Lecturas de la liturgia, las Lecturas de la Misa, también son para enseñarnos”. Es que no hay nada que enseñe tanto como el amor. Es que es lo que más enseña. Nos enseña quiénes somos: quiénes somos para Dios y quién es Dios para nosotros. Y lo que Le importamos a Dios. Y nos enseña Su amor fiel, Su amor misericordioso. Y viviendo en ese amor misericordioso, nosotros crecemos.
¿Y qué es lo que viene después? Viene el Credo. El Credo no es un ideario. El Credo no es la lista ni la enumeración de las ideas cristianas acerca de Dios. El Credo es la respuesta de la Esposa que se abandona al amor del Señor. La forma primera del Credo es la forma de la pregunta “¿crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo? ¿Crees en el Espíritu Santo y, a la luz del Espíritu Santo, en la Iglesia católica, el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna?”. Y ese “sí, creo”, es el “sí, quiero” de la Esposa a la Alianza, a la Buena Noticia, al Evangelio, al anuncio bello del amor de Dios por su Pueblo y por su Esposa. Es precioso cuando uno comprende que el Credo es ese “sí” nuestro al anuncio del amor de Dios.
Es verdad que, en español, nos favorece mucho e invita mucho. Hablamos de creencias, ¿no? Y tenemos esa palabra muy desvalorada. Creencias son como ideas que uno tiene, como opiniones que uno tiene acerca de Dios. Entonces, en el Credo, da la impresión de que expresamos esas creencias. En la forma siempre es “creo en Dios”, “creo en Jesucristo”, “creo en la Iglesia”. Siempre tiene la preposición “en”, y eso invita también a pensar que son eso: creencias que tenemos. En la forma original del Credo no era así. Se usaba una preposición diferente: “Creo a Dios Padre por Jesucristo y en el Espíritu Santo”, porque es “en” el Espíritu Santo donde se puede decir “Jesús es Señor”, es “en” el Espíritu Santo donde se puede vivir como un hijo.
El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestro corazones de manera que podemos decir “Abba”, “Padre”. Sólo en el Espíritu Santo los dos primeros actos de fe, en el Padre y en Jesucristo, se entienden. Y “en” el Espíritu Santo suceden las demás cosas, el perdón de los pecados. En el Espíritu Santo, que vive en la Santa Iglesia Católica, suceden el perdón de los pecados y sucede la esperanza cierta de la vida eterna y de la resurrección de la carne. Sólo caer en la cuenta de eso, de que nuestra relación con Dios es muchísimo más rica que una serie de creencias, y que cuando rezamos el Credo Le estamos diciendo “sí” al Señor, y “sí” al Dios verdadero, al único Dios verdadero, que es el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Yo iré explicando en los próximos días, desgranando un poco, los artículos del Credo, pero con esa conciencia de que en la profesión de fe, siempre, lo que estamos diciendo no son nuestras creencias acerca de Dios, sino diciéndoLe “sí” al Evangelio, a la Buena Noticia, a la historia de amor de Dios con nosotros.
San Juan Pablo II, en uno de sus escritos en torno al cambio del milenio, en torno al año 2000, decía: “Dios se ha implicado en la Historia, en nuestro barro, se ha implicado hasta tal punto de hacerse uno de nosotros, para sacarnos a nosotros de nuestro barro e introducirnos en la belleza sin límites de la vida divina”. A eso es a lo que decimos “sí” en el Credo: al amor que ha bajado hasta nuestro barro, para introducirnos a nosotros en la intimidad y en el amor de Dios.
Como eso sucede misteriosamente en cada Eucaristía, vamos a recibir hoy al Señor con esa conciencia de que viene el Señor a nosotros y que, con Tu presencia, Señor, todo es luz y todo es gracia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de noviembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral