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“El Señor permanece fiel y su fidelidad es nuestro suelo firme”

Homilía en la Misa del jueves de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario, el 26 de noviembre de 2020.

Fecha: 26/11/2020


Año 95 del siglo I. Era el reinado del emperador Domiciano y en las provincias de Asia, en torno a Éfeso y en toda la región de alrededor, se encadenó lo que suele considerarse como la segunda persecución de los cristianos ocasionada por el Imperio Romano. La primera fue la de Nerón, en torno al año 60, y la segunda ésta de Domiciano, que no fue en todo el Imperio, sino que tuvo lugar sobre todo en la provincia de Asia, que es donde está escrito el Apocalipsis. Y antes de anunciar el Triunfo final del Señor, anuncia la caída de “la gran Babilonia”. La gran Babilonia se refiere, en el libro del Apocalipsis, a Roma, la caída de Roma. El orden en que se van haciendo las Lecturas…, resulta que, en el día de hoy, en la Primera Lectura cae la gran Babilonia y en la Segunda Lectura el Señor anuncia la caída de Jerusalén, que tuvo lugar, efectivamente, en el año 70 con el emperador Tito, que destruyó Jerusalén. Y luego, en el año 134, ya de una manera prácticamente definitiva para lo que había sido la Jerusalén antigua, bajo el emperador Adriano.

 

Lo grande es el final. Os he dicho varias veces que el Apocalipsis, que se da como en pequeñito en ciertos pasajes del Evangelio, desarrolla una visión de la historia como una sucesión de dificultades y de catástrofes, de plagas, de guerras, de persecuciones, y siempre es una manera de proclamar ante todo el Triunfo del Señor. Y lo que el Señor ha dicho al final del Evangelio: “Levantaos, se acerca vuestra liberación, alzad la cabeza”. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Los imperios caen. ¿Recordáis aquella visión de Daniel, de una estatua que tenía la cabeza de oro, el torso de bronce, las piernas de bronce mezclado con barro y los pies de barro, y cómo una piedrecita, que se arrancó de una montaña, no hecha por mano de hombre, destruyó toda la estatua que representaba los cuatro grandes imperios que había habido en el medio Oriente? Pues, de la misma manera, es decir, en medio de los avatares de la Historia, el Señor permanece fiel y su fidelidad es nuestro suelo firme. El Señor es nuestro suelo firme. Ese suelo firme, que es el fundamento de nuestra esperanza, no nos es prometido sólo al final de la vida o al final de la Historia, sino que nos es dado ya. Y habéis notado seguramente que el estribillo del Salmo que rezábamos hoy decía “Bienaventurados los invitados al Banquete de bodas del Cordero”. El Banquete de bodas del Cordero es la Jerusalén del Cielo. Pero el Banquete de bodas del Cordero se anticipa, de manera misteriosa, es decir, sacramental, en la celebración de la Eucaristía, porque la realidad del Cielo viene ya a nosotros. Por eso cantamos el “Santo” en todas las Misas. Porque es el canto de los ángeles. Porque el Cielo y la tierra se unen en este momento tan pobre, tan familiar, tan pequeñito que vivimos juntos, pero aquí sucede lo más grande, porque sucede todo el Acontecimiento de Cristo. Sucede la Encarnación del Hijo de Dios.

 

Os estoy explicando la Misa y adelanto cosas. Cuando el sacerdote pone las manos sobre el pan y el vino antes de la consagración, en las explicaciones que se dan desde la Iglesia antigua, eso representa “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y el Santo que nacerá de ti…”. Hasta en algunas liturgias orientales, como lo propio del Espíritu es aletear, o incubar aleteando, el sacerdote en ese momento, invocando al Espíritu Santo, mueve un paño con el que luego cubre el pan y el vino antes de consagrarlos. Es la Encarnación. Es la memoria de su Pasión como cuando en la Última Cena el Señor dice “tomad y comed, esto es mi Cuerpo”. Pero es la Resurrección, porque Cristo, vivo, viene a nosotros y, cuando nos acercamos a comulgar, nos acercamos a recibir a Cristo, y no podríamos recibir a Cristo si Cristo no hubiese triunfado ya del pecado y de la muerte. Por lo tanto, misteriosamente, todo el Acontecimiento de Cristo viene ya a nosotros y por eso esta frase que hemos leído, que la dice el Ángel justo antes de enseñarle la Jerusalén del Cielo a San Juan, la decimos en el momento antes de la Comunión: “Dichosos los invitados al Banquete de bodas del Cordero”. El Cielo se anticipa misteriosamente en la tierra, aquí, para nosotros.

 

Repito, la Historia puede ser todo lo dura, todo lo terrible, todo lo desconcertante que queramos, pero nosotros tenemos al Señor con nosotros. Eso no es un motivo de presunción, porque lo que tenemos es pura gracia. Es un motivo de gratitud; de gratitud y de gozo íntimo, que se puede reír al mismo tiempo que se llora. Recuerdo yo, una vez que me concedió el Señor el don de acompañar a una niña deficiente, estaba allí de peregrina, de una parroquia de Granada de veintitantos años. Yo había ido allí a Roma, a la audiencia del Santo Padre. Y allí estaba esa niña que no hacía más que decir “Papa Francisco, ¿vas a venir por aquí?, ¿te voy a poder dar un beso? ¡Ven, ven!”. Yo llamé a un guardia y dije “mire, esta niña deficiente quiere ver al Papa y estoy seguro de que al Papa le daría una gran alegría el verla y saludarla”. Entonces, él habló con quien tuviera que hablar y me dijo “vaya usted por detrás, con su madre y con ella, y pónganse al lado del papamóvil”. Me dejaron pasar por detrás y allí nos colocamos los tres. Ella se abrazó al Papa, se colgó del cuello del Papa, él lo estaba saludando y estaba allí a una cierta distancia, y cuando ella se vuelve, se encuentra a su madre echa un mar de lágrimas. Dice: “Mamá, ¿por qué lloras?”. Responde, “hija mía, si lloro de alegría”. Y dijo la niña: “¡Ah, pues yo sólo lloro cuando estoy triste!”.

 

Dios mío, se puede estar llorando y llorando con dolor, y al mismo tiempo con el corazón lleno de alegría, de gozo y de paz. Podemos llorar por muchas cosas en esta vida que tenemos, y en las circunstancias en las que estamos. Nosotros tenemos que pedirLe al Señor que nos mantenga fieles en la esperanza cristiana, en la esperanza teologal, sabiendo que el mal del mundo, por muy poderoso que parezca, es ridículo en comparación con el poder del amor de Dios, que vence siempre. Cayó Roma, cayó Jerusalén, han caído imperios. Vinieron los bárbaros, invadieron Europa y, como dijo Chesterton, “el cristianismo siempre es capaz de renacer, casi de sus propias ruinas”. Una vez y otra vez, ¿por qué? Porque la esperanza no defrauda. Porque el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones.

 

“Dichosos los invitados al Banquete de bodas del Cordero”. Y nosotros lo somos. Señor, ¿qué hemos hecho para merecerlo? Nada. Pero con cuánta gratitud no hemos de vivir, sean cuales sean las circunstancias de nuestra vida. Ayúdanos a comprenderlo.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

26 de noviembre de 2020

Iglesia parroquial Sagrario Catedral

 

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